Capítulo 1

1628 Words
Restaurant La Vie en Rose Larchmont Village – Estados Unidos En la actualidad Natasha Durante toda mi vida he vivido con la idea de que me falta algo. No recuerdo exactamente qué, pero es esa sensación persistente de estar fuera de lugar. Como si habitara una vida que no me pertenece, en un mundo que no encaja conmigo. Algo está mal, y no tengo idea de qué es. O mejor dicho, no lo recuerdo. Por más de veinte años he tenido las mismas pesadillas en fechas específicas. No me gusta dormir con las luces apagadas, me aterra de una manera terrible la oscuridad. Fui a psicólogos y me dijeron que era normal tenerlas, que al crecer, todo pasaría. Mentirosos. Nada cambió cuando crecí y dejé de ir con ellos. Las cosas empeoraron para mí después. Hay una fecha que odio. Una fecha que me consume entera. El diecisiete de agosto. No sé por qué, pero cada año ese día me deja hecha triza. Me cuesta respirar y me paraliza. Es una semana completa de terror. Si tan solo supiera por qué me afecta tanto el nombre de Sasha... Si tan solo supiera quién es. Entonces toda mi cabeza llena de preguntas y angustias, tendrían sentido. Mi mente, que parece un rompecabezas incompleto, descansaría un poco de tanto pensar. Un día, un minuto o tal vez, un segundo... lo que sea, para mí, eso estaría bien. Un respiro de esta eterna búsqueda de respuestas en un mundo que se empeña en esconderme las pistas. Desde hace años me persiguen preguntas que, lejos de disiparse, se aferran con más fuerza. ¿El amor de padres tiene fecha de vencimiento? ¿Se cansaron de criarme? ¿O simplemente se aburrieron del título que yo misma les di al nacer? Padres. No me interesa una respuesta dulce o políticamente correcta. Quiero una verdad para cada una de ellas. ¿Qué es el amor? No sé diferenciarlo del afecto, la admiración y de la simpatía. Todo me suena igual. Todo está empaquetado en un mismo saco y al final, parece hecho para hacerte sufrir. Una vez se lo pregunté a mi tío, esperando tener una calma en ese tiempo. —Petite, el amor hacia un hijo no tiene fecha de vencimiento. Jamás nos cansamos de nuestros enfants. Pero hay personas que simplemente, no nacieron para ser padres. ¿Y el amor? Eso no se explica, ma chère. Lo sientes. Te golpea cuando menos lo esperas y de quien menos imaginas. Cuando llegue, sabrás qué es. Tal vez tiene razón... Tal vez no. Quizás el abandono influye un poco en mi escepticismo. Según mis tíos, mis padres querían lo mejor para mí y por eso me enviaron lejos, para crecer aquí con ellos. Desde hace casi veinte años no los veo. Me cuesta entender que dejar a una hija con parientes y no volver nunca sea considerado —lo mejor para ella—. No quiero odiarlos y mucho menos, quiero juzgarlos. Pero, honestamente, algo debí haber hecho muy mal para que ni siquiera quieran mirarme una vez. Enviar regalos en Navidad, llamadas ocasionales en fechas patrias y unos cuantos billetes no son amor. Desde que tengo ocho años vivo con mis tíos en California. Ellos son mi verdadero hogar. Me han acompañado en cada paso importante, sin reproches y sin condiciones. Pero bueno, así es la vida. No. Así es mi vida. Me llamo Natasha Záitseva. Mi padre es ruso y mi madre es francesa. No tengo claro quién era antes de perder mis recuerdos. Todo lo que sé, es gracias a mis tíos. Soy médico cirujano. Siempre quise serlo. Nunca me interesó otra cosa y, aunque pudiera, juro que no haría nada distinto. Le hice una promesa a Sasha. No sé quién es, pero le hice una promesa cuando éramos más pequeños. No sé por qué su muerte me parte el alma de esta manera, pero voy a seguir con mi promesa. Ser neurocirujana. En el mundo de la medicina admiro profundamente a un hombre. Aleksandr Kozlov. Es el mejor neurocirujano de Europa. Es un genio, una leyenda que todo médico admira y, según dicen, un ogro sin corazón. Si algún día me lo cruzo, espero que esté de buen humor. Los rumores aseguran que es frío, cortante e imposible de tratar, pero no me importa. Sueño con aprender de él y es mi modelo a seguir. ¿Se imaginan? Neurocirujana, Natasha Záitseva. ¡Soñar no cuesta nada! Mientras tanto, camino feliz al restaurante francés que regentan mis tíos aquí en California. La Vie en Rose siempre está lleno. En mis escasos días libres, me gusta echarles una mano. Desde hoy tengo vacaciones del hospital y pienso aprovecharlas ayudándolos. Hace dos años trabajo en la sala de emergencias. Sí, sé que algún día tengo que elegir una especialización, pero me gusta la adrenalina de la urgencia. Me distrae un poco. Apaga mis pensamientos y silencia mi cabeza. Si algún día elijo una especialidad, obviamente, será neurología. —¡Humanos, su heroína ha llegado! ¡El terror de Larchmont Village ya está aquí! —grité al entrar al restaurante. Los trabajadores me miraron raro y luego soltaron una carcajada. Insensibles. —Menos mal aún faltan cinco minutos para abrir, si no me hubieras espantado a los clientes, Masha —dijo mi tío Émile, dándome un beso en la mejilla—. ¿Vienes a ayudarnos, pequeña? —¿Celoso, Morel? —respondí con una sonrisa, abrazándolo—. Estoy de vacaciones. Así que exijo salario y croissants al final de la semana —miré a todos lados—. ¿Suzette? —le pregunté. —En el fondo, intentando poner música —me respondió, señalando el pasillo—. Ve a buscarla. Yo termino de abrir aquí. Me regaló otro beso y desapareció por la cocina. Caminé hacia el pasillo que me indicó, perdiéndome en mis pensamientos. Este lugar sigue pareciéndome hermoso, incluso con los años. Vi una bandera francesa decorando la pared y recordé la historia de mis tíos. Émile y Suzette Moreli, mis adorados tíos. Franceses, expatriados desde hace más de veinte años. Vinieron a California en busca de una vida mejor. Pasaron hambre, durmieron en la calle y si no fuera por un amigo que los ayudó en el momento justo, no sé qué habría sido de ellos. Mi tía Suzette es la que más insiste en hablar con mi madre. No hay día que no le suplique que venga a visitarme, pero siempre hay una excusa. El dinero no alcanza y el trabajo está fuerte. Pero lo más loco es que mis padres viven gracias a la ayuda económica de mis tíos. Por eso, cada vez que puedo, vengo a ayudarlos. No quiero abusar más de su generosidad. Ya han hecho demasiado por su sobrina. Nunca me prohibieron nada muy grande, pero al cumplir los trece años me pidieron que ocultara mi acento ruso. Según ellos, de niña siempre les hablaba en ruso y ellos no podían entenderme. No hablo francés, aunque lo entiendo perfectamente, pero algo se apaga en mí cada vez que intento hablarlo. Es como si una parte de mí se negara rotundamente a intentarlo. El único lugar donde escondo mi acento perfectamente, es con ellos. Al girar por el pasillo, la encontré. Ahí estaba mi tía. Una mujer de 54 años, rellenita, cabello castaño corto, cejas perfectas y ojos marrones intensos. Discutía con el estéreo como si le debiera dinero. —Señora Suzette, deje de maldecir al estéreo. Le puede dar un infarto de miocardio —bromeé. Ella se sobresaltó y corrió a abrazarme. —¡Mi muñeca, ya llegaste! —me dio un beso sonoro y me evaluó con la mirada—. Estás más flaca, Natasha. ¡En ese hospital no te dan de comer! Ambas estallamos en carcajadas. —He venido exclusivamente para que me alimentes —le guiñé un ojo—. ¿Todo bien en el negocio? —Todo bien, cariño —evitó mi mirada—. Solo te extrañamos mucho mientras estuviste en Islandia. —Yo también los extrañé —le di otro beso—. Voy a cambiarme, tía bonita. La escuché reír mientras me alejaba. No son muy expresivos con los sentimientos, pero conmigo se esfuerzan. Vivo con ellos hasta que mi mejor amiga regrese de Sicilia. Nos vamos a mudar juntas. Ya tenemos suficiente encierro con el hospital y necesitamos un poco paz. *** El resto del personal me recibió con abrazos y sonrisas. La mayoría ya me conocía. Los días fueron pasando entre risas, platos de ratatouille y música francesa. Todo fluía. Desde la apertura a las diez de la mañana, hasta el cierre a las nueve de la noche. Jay y yo éramos los últimos en marcharnos. Casi tenía que rogarles a mis tíos que se fueran más temprano. Ya no están para tanto estrés y, mientras esté aquí, yo los ayudo. Era viernes por la tarde. El restaurante, estaba lleno como siempre. Puse "Uptown Funk" de Bruno Mars en los altavoces y el ambiente cambió de inmediato. Mientras tomaba órdenes, vi entrar a cuatro hombres con pinta de guardaespaldas o pandilleros. Altos, musculosos y miradas frías. Instintivamente, sentí un nudo en el pecho. Fui corriendo a hablar con mi tío, y, entonces pasó lo impensable. Apenas los vio, su rostro se iluminó y con una sonrisa enorme, miró a mi tía y exclamó: —Suzette, mon amour, Nathan y Logan han regresado. Ella salió corriendo para reunirse con él y, ambos fueron a saludar al cuarteto. —¿Nathan? —susurré—. ¿Quién será Nathan? Me quedé allí petrificada, observándolos y preguntándome por qué esos tipos, que parecían sacados de una película de mafiosos, sonreían como si hubiesen vuelto a casa.
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