Pavel seguía allí, de pie, con la mirada fija en el cadáver aún tibio que yacía sobre el mármol. Su mente, siempre afilada y en control, ahora era un torbellino de pensamientos. En su rostro, que rara vez mostraba emoción, había una chispa de asombro. No por la sangre. No por la muerte. Eso era rutina para él. Lo que lo sacudía era ella.
Alessia Bianchi cruzó junto al cuerpo como si pasara por encima de una flor marchita. La delicadeza de su andar contrastaba brutalmente con el caos que había causado. Iba erguida, serena, como si hubiera disparado a una taza rota y no a un ser humano. Su sirviente apareció en silencio, arrastró el cadáver sin una palabra y comenzó a limpiar el charco de sangre con la misma eficiencia que si recogiera vino derramado.
Pavel tragó en seco.
Entró nuevamente a la mansión, pero su mente seguía atrapada en el jardín. No le asustaba la muerte. Había crecido entre cadáveres y pólvora. A los trece años, aplastó el cuello de un traidor con sus propias manos. Desde entonces, se ganó el apodo de Rey de Hierro. Ese día, su destino quedó sellado. Por eso su padre lo eligió a él, y no a Enzo, su hermano mayor, como el heredero de la mafia rusa.
Los hombres de su mundo eran armas andantes. Las mujeres, sin embargo, eran porcelanas de lujo: bellas, costosas, delicadas. Su madre jamás tocó un arma. Kat y Eva se desmayaban si veían sangre. Eva, incluso, vomitaba.
Pero Alessia Bianchi era otra cosa. Ella era… como él. Y por primera vez, eso le gustó.
Una sonrisa sutil se dibujó en sus labios al pensar en ello.
Cuando volvió al salón, su padre y Vittorio Bianchi discutían la fecha del matrimonio como si fuera una reunión de negocios más. Pavel se dejó caer al lado de Aden en el sofá, aún algo distraído.
Minutos después, las puertas volvieron a abrirse.
Y ella entró.
Ahora vestía un vestido de tono melocotón, suave pero ceñido, que se amoldaba a cada una de sus curvas como si hubiera sido hecho para ella. Su piel oliva brillaba bajo la luz cálida del salón. Su cabello, aun suelto, caía como una ola perfecta sobre sus hombros. Pavel no podía mirar otra cosa.
Sus ojos vagaron desde los de ella —cálidos y oscuros como la avellana tostada— hasta sus labios suaves, luego hacia sus pechos redondeados y la elegante curva de su cintura. La belleza de Alessia era un golpe seco al corazón… pero lo que más lo sacudía era la dualidad que presenciaba: el ángel y el demonio, en un solo cuerpo.
Aden soltó un suspiro apreciativo. Rafael hizo un gesto que no pasó desapercibido. Pavel apretó la mandíbula. Su sangre comenzó a hervir.
Giró lentamente la cabeza y los fulminó con la mirada. Aden bajó la vista de inmediato. Rafael tosió y apartó los ojos. Satisfecho, Pavel volvió a concentrarse en ella.
Alessia se acercó con calma. Saludó dulcemente al padre de Pavel, con una educación impecable. Luego a Aden. Luego a Rafael. La dulzura en su voz era tan perfecta que parecía fingida. ¿La misma mujer que le voló la cabeza a un camarero hace diez minutos? Imposible creerlo… pero era ella. La misma.
Entonces, finalmente, sus ojos se encontraron.
Pavel se encontró mirando fijamente esos ojos angelicales… pero fríos. Tan fríos que no encontró en ellos el menor atisbo de calidez. Ella no sonrió. No dijo nada. Solo lo miró… como si no le importara quién era él.
Se fue a sentar junto a su padre con la misma gracia de una reina. Pavel no lo entendía. Algo en su reacción lo desconcertó. ¿No debería estar impresionada? ¿Asustada? ¿Curiosa, al menos? Era el heredero de la mafia rusa. El hombre más temido en todo el este de Europa. ¿Y ella… simplemente lo ignoraba?
La observó sin cesar. Tal vez ella lo sintió, porque lentamente volvió la mirada hacia él.
Esta vez, no fue frialdad lo que vio. Fue irritación.
Ella frunció sutilmente el ceño, como si su mirada la molestara. Murmuró algo al oído de su padre, se levantó con elegancia, saludó de forma educada al padre de Pavel una vez más… y se marchó del salón.
Pavel se quedó inmóvil.
¿Qué demonios fue eso?
Por primera vez, una mujer no solo no lo deseaba… sino que parecía no soportarlo.
Y eso, más que su belleza o su frialdad, lo hizo sentir algo nuevo.
Deseo.
Y tal vez… una peligrosa obsesión.
Pavel se levantó de inmediato, ignorando las risas sofocadas de Aden y Rafael que resonaron como cuchillas afiladas detrás de él. Ni siquiera los miró. Si hubieran sabido lo que era bueno para ellos, sabrían que reírse de Pavel Beranov no era algo que se hiciera dos veces.
Caminó decidido hacia la terraza trasera. El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo con tonos ámbar y violeta. La brisa era suave, pero su interior hervía. A lo lejos, la vio sentada junto a la piscina, con las piernas cruzadas, el vestido melocotón ondeando suavemente con el viento. Su postura era tan elegante como despectiva, como si el mundo le importara poco… o nada.
Se acercó y se sentó junto a ella, sin decir una palabra.
Pero Alessia no era de las que ignoraban una presencia no deseada. Se levantó de inmediato, con los ojos chispeando hielo puro.
—¿Te di permiso para sentarte aquí? —preguntó con tono firme, casi desdeñoso.
Pavel sintió una descarga eléctrica recorrerle la columna. Nadie le hablaba así. Nadie que siguiera respirando, al menos. Sus labios se apretaron. Su paciencia se desgastaba a un ritmo alarmante. En un movimiento rápido, le sujetó los brazos por detrás, presionándolos contra su espalda con firmeza. Ella no gritó. No se quejó. Solo lo miró… con desafío.
Se acercó a su oído, su voz baja y peligrosa como el filo de una daga.
—No necesito el permiso de nadie para sentarme aquí. Soy dueño de este mundo, todo —inhaló su perfume, almizclado y floral— incluido tú. Eres mía, Alessia, así que mejor ten cuidado con tus palabras la próxima vez.
Ella soltó una carcajada seca, sin humor. Luego lo miró con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—¿Quién dijo que soy tuya? —espetó, alzando la barbilla con altivez—. Todavía estoy en territorio italiano. Así que será mejor que mantengas tus manos y tus órdenes lejos de mí.
Pavel apretó la mandíbula. Su voz temblaba de furia contenida.
—Cariño —dijo con una sonrisa oscura—, pronto estarás en mi territorio. Pronto seré tu esposo. Y no estoy acostumbrado a este tipo de comportamientos. Así que mejor cuida tu actitud.
—Bueno —replicó ella con lentitud, con la voz venenosa como la miel agria—, todavía no eres mi esposo, así que será mejor que recuerdes tus límites.
Fue demasiado. Alessia Bianchi estaba tentando al diablo con una sonrisa.
Pavel la sujetó por la cintura con una fuerza dominante. La atrajo hacia él hasta que sus cuerpos se tocaron por completo, sin espacio entre ellos. El calor de ella lo envolvió, y el desafío en su mirada lo excitaba y lo exasperaba a partes iguales.
Se inclinó hacia su oído, su aliento rozando su piel.
—Tarde o temprano, aprenderás que en este mundo, nadie me dice qué hacer. Te guste o no, vas a ser mía. Porque cuando quiero algo… lo tomo.
Ella lo miró, imperturbable. Sus labios rozaban los de él, pero no cedía. No se encogía. No se asustaba.
—¿Y si no me dejo tomar? —susurró, con una sonrisa helada.
Pavel entrecerró los ojos. Su corazón palpitaba como un tambor de guerra.
—Entonces, cariño… tendrás que resistirme. Pero te advierto algo —agregó, bajando la voz—: el fuego que hay entre nosotros… va a consumirnos a los dos.
Los ojos de Alessia brillaron, no con miedo, sino con algo más oscuro. Curiosidad. Tentación. Furia.
Ella lo empujó con ambas manos, separándose de su cuerpo con elegancia forzada.
—Ya veremos, Pavel Beranov —dijo, dándose media vuelta—. Pero no te emociones demasiado. Que yo haya matado a un hombre no significa que no sepa cómo derribar a otro.
Pavel la miró alejarse con una mezcla de furia y asombro. Nadie lo desafiaba así. Nadie se le enfrentaba de esa manera… y mucho menos una mujer. Estaba sorprendido. Y furioso.
Ha cruzado todo límite. Cree que puede jugar conmigo como si yo fuera uno más de sus sirvientes o súbditos italianos.
Pero no.
Ella iba a pagar el precio por meterse con él.
Sin pensarlo dos veces, dio un paso largo y le tomó del brazo con fuerza, haciendo que se detuviera en seco. Alessia se giró con un brillo asesino en los ojos, pero no tuvo tiempo de decir nada. Pavel tiró de ella bruscamente hasta aprisionarla entre sus brazos.
—¡¿Qué demonios crees que haces?! —exclamó ella, luchando por soltarse.
Pero no tuvo tiempo para más palabras. Pavel la sujetó por los hombros, presionando su cuerpo contra el de él, y entonces la besó.
Furiosa. Violentamente. Como si pudiera borrar su arrogancia y su desafío con la fuerza de sus labios.
Sus manos atraparon las de ella, presionándolas detrás de su espalda mientras la acercaba aún más, como si la rabia y el deseo se fundieran en un solo instinto primitivo. Ella gimió de frustración, no de dolor, sino de impotencia. No estaba acostumbrada a que alguien la dominara. No así.
El beso duró apenas unos segundos, pero para ambos fue eterno.