CAPÍTULO 17- LA SOMBRA QUE NO SE NOMBRA

1163 Words
Capítulo 17 – La sombra que no se nombra El día amaneció con un gris inusual. Clara lo notó desde el primer momento, como si el cielo supiera antes que ella que algo iba a torcerse. Adrián había salido temprano a hacer un encargo para Ernesto, y ella se quedó en la cafetería preparando la apertura. Todo parecía rutinario, hasta que la puerta se abrió y entró un hombre desconocido. Llevaba una chaqueta gastada, una barba descuidada y un aire de alguien que había dormido mal demasiadas noches. Se acercó al mostrador y la observó con una mirada entre curiosa y triste. —¿Puedo ayudarte? —preguntó Clara, incómoda. El hombre sonrió apenas. —Busco a Adrián Torres. Me dijeron que trabaja aquí. Clara sintió un nudo en el estómago. —¿Quién pregunta? —Un viejo conocido. —El hombre bajó la voz—. Dile que Mateo lo busca. Sabe quién soy. Antes de que pudiera responder, el hombre dejó una servilleta sobre el mostrador y se marchó. Clara la tomó: solo había un número escrito con tinta azul y, debajo, una palabra: “Pendiente”. No entendió el significado, pero el tono del hombre la dejó intranquila. Cuando Adrián regresó, se lo contó sin rodeos. Él palideció. La taza que sostenía tembló ligeramente. —¿Dijo… Mateo? —susurró, como si la palabra doliera. —Sí. Parecía… alguien de tu pasado. Adrián apoyó las manos en el mostrador. No la miró. —Lo es. Clara esperó, en silencio. Sabía que no podía presionarlo, pero también entendía que algo se acababa de romper en el aire. —Mateo y yo vivíamos en el mismo centro —dijo finalmente, sin levantar la vista—. Nos escapamos juntos. Pasamos años sobreviviendo. Robábamos comida, dormíamos en coches abandonados, hacíamos lo que fuera. Clara no lo interrumpió. Su voz era baja, contenida, como si cada palabra le costara. —Una noche, cuando tenía diecisiete, todo se salió de control. Entramos en una tienda para robar algo de dinero. Yo solo quería comida, pero Mateo… —hizo una pausa, tragando saliva—. Había un hombre dentro. Se despertó. Hubo una pelea. Yo intenté separarlos, pero el tipo cayó y se golpeó la cabeza. No murió, pero… fue grave. El silencio fue brutal. Clara sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. —¿Te arrestaron? —No. Mateo sí. Yo corrí. —Su voz era un hilo—. Nunca volví a verlo. Clara se llevó las manos a la boca, sin saber qué decir. No era miedo lo que sentía, sino una mezcla de tristeza y desconcierto. El chico que dormía en su sofá no encajaba con esa historia. —Y ahora viene a buscarte —murmuró ella. —Sí —dijo Adrián, mirando por la ventana—. Y no sé si quiere perdonarme o arrastrarme con él. Durante el resto del día, apenas hablaron. Ernesto notó el ambiente denso y, aunque no preguntó, su mirada lo decía todo. Al cerrar la cafetería, Clara caminó junto a Adrián sin tocarlo. Había aprendido que a veces el silencio era la única forma de acompañar a alguien que se estaba cayendo por dentro. Cuando llegaron a casa, él se detuvo frente a la puerta. —No voy a mentirte, Clara. No soy inocente. Pude haberme entregado. No lo hice. Y llevo años pagando por eso, aunque nadie me haya condenado oficialmente. Clara lo observó largo rato. No veía al chico del robo, sino al hombre que había aprendido a cuidar a otros. Al que ayudaba sin esperar nada. Pero las palabras pesaban, y dolían. —¿Por qué no me lo contaste antes? —preguntó, con la voz casi rota. —Porque cuando te miro —dijo él—, me siento alguien distinto. No quería que ese pasado te ensuciara. Ella respiró hondo, luchando contra el impulso de abrazarlo y el miedo de no poder soportar todo lo que implicaba amarlo así, con sus sombras. —No puedes pasar la vida escondiéndote —susurró. —Lo sé. Pero tampoco sé cómo enfrentar algo que dejé atrás hace tanto. Hubo un silencio que se alargó. Clara se apartó despacio y fue hacia la ventana. La calle estaba vacía, las luces temblaban como si todo el mundo respirara más lento. —Tal vez enfrentarlo sea la única forma de liberarte —dijo ella, sin mirarlo. Adrián asintió, aunque la idea lo aterraba. —Quizás tengas razón. Pero si lo hago, podría perderte. —Y si no lo haces, te perderás a ti mismo. La noche cayó por completo. Ninguno encendió la luz. Solo el resplandor tenue de la farola entraba por la ventana. Adrián se acercó, y por un momento, ella temió que se alejara para siempre. En cambio, la tomó de la mano. —No quiero que pienses que soy el mismo que huyó —dijo con voz firme—. No soy ese chico asustado. Y no voy a correr más. Clara lo miró a los ojos, buscando la verdad en ellos. Lo que encontró no fue culpa, sino una tristeza antigua, esa que solo tienen los que han sobrevivido demasiado pronto. —Entonces haz lo que tengas que hacer —susurró—. Pero prométeme que no volverás solo. Él asintió. —Te lo prometo. Al día siguiente, Adrián fue a buscar a Mateo. Lo encontró en un parque, sentado en el mismo banco donde él había dormido más de una noche. El reencuentro fue silencioso. Se miraron, dos versiones rotas del mismo pasado. —Pensé que no te atreverías —dijo Mateo, sin rencor. —Yo también lo pensé —respondió Adrián. Hablaron durante horas. Sobre la huida, el robo, la culpa. Mateo había cumplido condena y ahora intentaba rehacer su vida, pero aún arrastraba resentimiento. —Te busqué porque necesitaba oírte decir que te dolió —le confesó. —Me dolió cada día —dijo Adrián, con los ojos húmedos—. No pedí perdón antes porque no sabía si tenía derecho. Mateo asintió, sin palabras. Por primera vez en años, algo en su rostro se suavizó. —Entonces supongo que los dos aprendimos —murmuró—. No se puede escapar para siempre. Cuando Adrián volvió a casa esa noche, Clara lo esperaba en el sofá, despierta. Él se sentó a su lado y le contó todo, sin ocultar nada. Ella lo escuchó en silencio, y cuando terminó, apoyó su cabeza en su hombro. —Gracias por no huir —susurró. —Gracias por quedarte —respondió él. No hablaron más. No hacía falta. En el fondo, sabían que el pasado no se borra, pero también que había una diferencia entre cargarlo y seguir viviendo dentro de él. Esa noche, mientras el sueño los vencía, Clara pensó que amar a Adrián no era salvarlo, sino caminar junto a él mientras aprendía a perdonarse. Y en ese pensamiento, por primera vez, su soledad y la de él dejaron de doler.
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