Capítulo 16 – Donde el miedo aprende a callar
El amanecer se filtraba entre las cortinas con una luz pálida, de esas que no calientan pero anuncian algo nuevo. Clara llevaba rato despierta, mirando el techo, escuchando el leve sonido de la respiración de Adrián desde el sofá. Había dormido allí por respeto, o quizá por prudencia, pero su presencia llenaba la casa de una forma distinta, como si el silencio tuviera ahora una temperatura.
Durante horas había estado repasando en su cabeza cada palabra de la noche anterior. Su tío, sus dudas, las respuestas de Adrián, la tristeza en su voz cuando dijo que no tenía a dónde volver. Había querido protegerse, pero terminó doliéndolo a él. Y eso la perseguía.
Se levantó despacio, sin hacer ruido. Preparó café, tostadas. Encendió la radio, bajito. No sabía si era culpa, ternura o ambas cosas, pero necesitaba hablar con él, mirarlo sin el peso de la sospecha.
Cuando Adrián se despertó, el olor del café lo envolvió. Parpadeó, confundido al principio, luego la vio en la cocina, con el cabello revuelto y el rostro todavía sereno, aunque sus ojos decían lo contrario.
—Buenos días —dijo ella, sin volverse.
—Buenos —respondió él, con voz aún dormida.
Hubo un silencio suave, casi doméstico. Clara sirvió dos tazas y dejó una frente a él.
—Anoche no pude dormir —confesó—. Sentí que te debía algo más que una disculpa.
Adrián la miró en silencio, esperando.
—Yo también lo pensé —respondió, al fin—. Y creo que no tienes que disculparte por tener miedo.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—¿Tú también tuviste miedo?
—Todo el tiempo —dijo él, sonriendo sin alegría—. De perder lo poco que tenía. De que lo que encontré contigo fuera demasiado bueno para durar.
Clara dejó la taza sobre la mesa. Su corazón latía rápido, pero ya no de confusión, sino de ternura.
—Adrián… no quiero que sientas que dudo de ti. Pero a veces me cuesta creer que algo así pueda ser real —dijo—. Que después de tanto vacío, esto exista.
Él asintió despacio.
—Yo tampoco lo entiendo —admitió—. Pero no pienso irme solo porque alguien piense que no merezco quedarme.
Sus palabras la atravesaron. Había algo en su tono, una calma nueva, firme. Clara se levantó y se acercó, sentándose frente a él.
—Entonces prométeme una cosa —susurró—. Que si alguna vez te vas, no sea por miedo.
Adrián levantó la mirada.
—Y tú prométeme que si alguna vez dudas, me lo digas antes de creer lo peor.
Ella sonrió, una sonrisa cansada pero honesta.
—Trato hecho.
El silencio volvió, pero esta vez no pesaba. Era una pausa cálida, un respiro necesario. Afuera, la ciudad despertaba: motores, pasos, el eco de una vida común. Dentro, el mundo era pequeño y suficiente.
Adrián se levantó y se acercó a la ventana.
—Cuando estaba en la calle —dijo sin girarse—, me acostumbré a no mirar a la gente a los ojos. Era más fácil. Si no miras, no existes. Pero contigo… no puedo evitar hacerlo.
Clara lo observó desde la mesa, sintiendo una presión en el pecho, una mezcla de tristeza y amor.
—Y cuando me miras, ¿qué ves? —preguntó en voz baja.
Él se volvió, despacio.
—Lo que nunca tuve. Hogar.
Las palabras flotaron un instante, y entonces ella se levantó y se acercó hasta quedar frente a él. Lo tocó apenas, la yema de sus dedos sobre su mano, como si temiera romperlo.
—Entonces quédate —dijo—. No porque te de pena, ni por lo que te di. Quédate porque tú también lo elegiste.
Adrián cerró los ojos un segundo. En su interior, algo se acomodó. Por primera vez en años, no sentía que debía huir de una promesa.
El día transcurrió lento, casi amable. Trabajaron juntos en la cafetería, y aunque Ernesto seguía observando desde su discreta esquina, ya no había hostilidad en su mirada, solo una prudencia silenciosa. Clara, decidida, lo abrazó antes de irse.
—Confía en mí, tío —le pidió.
Ernesto suspiró.
—Solo quiero que no sufras.
—Ya sufrí demasiado por no atreverme a creer —respondió ella con firmeza.
Esa noche, el cielo estaba despejado. Clara y Adrián regresaron caminando, sin prisa. En el camino hablaron poco, pero las manos se rozaban de vez en cuando, como si el gesto hablara por ellos.
Al llegar al parque donde se habían conocido, Clara se detuvo.
—¿Te acuerdas de ese banco? —preguntó, señalando uno junto al farol.
—Claro —sonrió él—. Estaba lloviendo. Pensé que eras una loca por hablarme.
—Y yo pensé que eras un ladrón —rió ella—.
Se sentaron. El aire era frío, pero Clara apoyó su cabeza sobre su hombro. Adrián la rodeó con el brazo, y por un instante, todo lo demás desapareció.
—Sabes —dijo ella, sin moverse—, a veces me pregunto si lo que tenemos es amor o solo dos soledades abrazándose.
—Tal vez las dos cosas —respondió él—. Pero si tu soledad y la mía se entienden, no me importa cómo se llame.
Ella sonrió contra su pecho, con los ojos cerrados.
—Eres raro.
—Y tú te quedaste conmigo igual.
El silencio los envolvió. Las luces lejanas temblaban, y el viento traía olor a tierra húmeda. Adrián sintió que ese momento se grababa en él, como si su vida antes de Clara empezara a desvanecerse lentamente, como un sueño del que uno despierta sin querer volver.
Clara levantó la vista, y él la miró. No hicieron falta palabras. Se besaron otra vez, con calma, sin urgencia. No fue un beso de inicio, sino de confirmación. De aquellos que sellan más de lo que prometen.
Cuando se separaron, Clara le susurró:
—Tal vez mi soledad sí tenía límites.
—Y los míos empezaban donde te encontré —respondió él.
La noche siguió su curso. Las sombras se alargaban, pero ninguno quiso moverse todavía. En el banco, bajo la luz amarilla del farol, dos almas que habían creído estar rotas comprendieron que el amor no siempre llega a curar; a veces solo te enseña a no tener miedo de seguir viviendo con las cicatrices.
Y eso, pensó Clara mientras entrelazaba sus dedos con los de Adrián, ya era suficiente.