Capítulo 5 – Dentro
La mañana estaba gris, con un cielo bajo que parecía aplastar la ciudad. Adrián llevaba más de una hora sentado en un banco frente a la plaza, observando a la gente que entraba y salía de la cafetería. Tenía frío, hambre y, sobre todo, dudas. Cada vez que se levantaba con la intención de marcharse, una imagen se imponía en su mente: Clara sonriéndole en el escalón, tendiéndole un café caliente.
Respiró hondo. No es tan difícil, se dijo, aunque el simple hecho de cruzar esa puerta le parecía un abismo. Se sentía como un intruso, alguien que no pertenecía a ese lugar donde las personas se reunían a conversar, trabajar o leer el periódico. Él estaba acostumbrado a ser invisible en las calles, no a sentarse en una mesa y pedir algo.
Finalmente se levantó y, con paso inseguro, cruzó la calle. Abrió la puerta, y un tintineo suave anunció su entrada.
El calor del local lo envolvió de inmediato, mezclado con el aroma a café recién molido y bollería horneada. El contraste con el aire helado de afuera le erizó la piel. Varias miradas se alzaron hacia él por un instante, rápidas, evaluadoras. Adrián bajó la cabeza, sintiéndose más expuesto que nunca.
—¡Adrián! —la voz de Clara lo alcanzó desde detrás de la barra.
Él levantó los ojos y la vio allí, con el delantal n***o manchado de harina y el cabello recogido en un moño suelto. Sonreía de verdad, no con cortesía, y ese gesto lo sostuvo cuando pensaba dar media vuelta.
—Siéntate, ahora voy —le dijo, señalando una mesa junto a la ventana.
Adrián obedeció, incómodo. La mesa estaba impecable, con un pequeño florero y servilletas dobladas. Se sentó con torpeza, sin saber qué hacer con las manos. A su alrededor, la vida seguía con normalidad: dos chicas compartían un pastel, un hombre hablaba por teléfono con tono urgente, un niño pedía chocolate caliente a su madre. Todos parecían encajar, salvo él.
Minutos después, Clara apareció con una bandeja.
—Un café con leche y un trozo de bizcocho —dijo, dejando los platos frente a él—. Invita la casa.
Adrián intentó protestar, pero ella levantó una ceja.
—Ni lo pienses. Si quieres, la próxima vez me ayudas a limpiar mesas y quedamos en paz.
Él sonrió, tímidamente. Esa naturalidad lo desarmaba.
Se hizo un silencio breve, cómodo. Clara apoyó los codos en la mesa, observándolo.
—¿Sabes? Tenía miedo de que no volvieras.
—Yo también —confesó él sin pensar.
—¿Miedo de qué?
Adrián jugueteó con la taza.
—De no encajar. De que me miraras distinto.
Clara lo sostuvo con la mirada, seria.
—Yo no te veo distinto, Adrián. Te veo a ti.
Esas palabras lo golpearon más fuerte que cualquier rechazo. Luchó por encontrar una respuesta, pero solo pudo asentir.
Hablaron durante un rato de cosas sencillas. Clara le contó que estudiaba Bellas Artes, que dibujaba en cada pausa porque el lápiz le servía para entender el mundo. Adrián escuchaba con atención, fascinado por cómo brillaban sus ojos cuando hablaba de lo que amaba.
Cuando ella le preguntó por él, Adrián dudó. Hablar de su vida era como abrir una herida mal cerrada. Pero se obligó a dar un pequeño paso.
—No tengo mucho que contar —murmuró—. Perdí a mis padres de niño. Nunca tuve familia después.
Clara no lo interrumpió. Solo lo escuchó, sin gestos de lástima, sin prisas. Eso le dio valor para continuar.
—Aprendí a sobrevivir en la calle. A veces es duro, pero… aquí sigo.
—Eso dice mucho de ti —respondió ella con calma—. No todos resistirían.
Adrián la miró, buscando señales de compasión, pero no encontró ninguna. Había algo diferente en Clara: no lo trataba como a un pobre desgraciado, sino como a alguien digno de respeto.
El tiempo pasó sin que él lo notara. Afuera empezó a llover suavemente, las gotas resbalando por el cristal junto a su mesa. Dentro, el murmullo era cálido, acogedor. Por primera vez en años, Adrián se sintió a salvo en un lugar cerrado.
Clara tuvo que levantarse para atender a otros clientes, pero antes de irse le tocó el brazo con suavidad.
—No desaparezcas, ¿vale? —le dijo con una sonrisa.
Adrián asintió, incapaz de hablar.
Mientras bebía el último sorbo de café, una certeza crecía en su interior: la calle seguía siendo su hogar, pero esa cafetería se estaba convirtiendo en algo distinto. Un refugio. Y Clara, sin proponérselo, en la primera persona en mucho tiempo que lo hacía sentir humano.