Capítulo 10 – La primera noche
La habitación de Clara estaba en penumbra. Una lámpara de mesa proyectaba un resplandor cálido sobre los dibujos pegados en la pared, creando sombras que parecían moverse lentamente. Adrián estaba sentado en el borde de la cama, sin atreverse a tumbarse del todo. Tenía las manos apoyadas en las rodillas, rígidas, como si aquel colchón fuera un lugar p*******o para él.
Clara entró en la habitación con un par de mantas dobladas. Las dejó sobre la cama con cuidado.
—Aquí tienes, por si tienes frío. Aunque con la calefacción no creo que las necesites.
Adrián asintió, sin levantar demasiado la vista.
—Gracias…
Ella lo miró con dulzura, percibiendo el temblor en su voz.
—Voy a dormir en el sofá. Si necesitas algo, solo tienes que llamarme, ¿vale?
Él hizo un gesto afirmativo, torpe, sin palabras. Clara lo observó unos segundos más, como queriendo asegurarse de que estaba bien, y luego salió despacio, cerrando la puerta tras de sí.
El silencio volvió a llenar la habitación. Adrián se quedó inmóvil, mirando las paredes. Cada rincón estaba lleno de vida: bocetos a medio hacer, fotografías, libros con los lomos desgastados. Todo era tan distinto al vacío de las calles, donde nada le pertenecía, que sentía que estaba en otro mundo.
Al fin se dejó caer sobre la cama. El colchón cedió suavemente bajo su peso, y aquella simple sensación lo descolocó. Se giró de un lado a otro, hundiendo la cara en la almohada. Olía a jabón, a limpio. No recordaba la última vez que había tenido algo así.
Cerró los ojos, pero en lugar de calma, lo asaltaron recuerdos. Las noches en los portales, la humedad de los cartones, el miedo constante a que alguien lo echara o le robara lo poco que tenía. Recordó el sonido de los pasos de la policía, las miradas de desprecio, los gritos lejanos de la madrugada. En comparación, este silencio era tan absoluto que le resultaba extraño, incluso amenazante.
Se incorporó de golpe, respirando hondo. La calma le pesaba. Le costaba convencerse de que podía relajarse sin peligro. Caminó un poco por la habitación, acariciando con la yema de los dedos la estantería llena de libros. Se detuvo en un dibujo colgado en la pared: un retrato de una mujer de mirada serena. Supo que era la madre de Clara. Una punzada lo atravesó. Comprendió cuánto dolor guardaba ella también, aunque lo cubriera con sonrisas.
Se tumbó de nuevo, tapándose con las mantas. El calor lo envolvió lentamente, y por primera vez en mucho tiempo no tembló de frío. Sin embargo, las lágrimas llegaron sin que pudiera evitarlas. No eran de tristeza pura, tampoco de alegría. Era una mezcla confusa: el alivio de sentirse a salvo, el miedo de perderlo todo al día siguiente, la gratitud inmensa hacia Clara.
“¿Por qué me ayuda?”, pensaba una y otra vez. “¿Qué ve en mí que nadie más ha visto?”
Pasó horas así, luchando contra sus propios fantasmas. Cuando al fin el sueño lo venció, fue un descanso distinto, más profundo, sin interrupciones. No soñó con calles ni persecuciones, sino con algo nuevo: un hogar.
Al amanecer, un rayo de luz se filtró por la ventana. Adrián abrió los ojos lentamente, desconcertado. Le costó unos segundos recordar dónde estaba. La cama, la habitación, los dibujos de Clara… todo estaba ahí, real. Se quedó inmóvil, observando el techo, y un pensamiento se abrió paso entre el ruido de su mente:
Así es dormir sin miedo.
Se incorporó despacio, todavía incrédulo. Escuchó ruidos en la cocina: platos, el murmullo de una radio, y la voz de Clara tarareando bajito. Una sensación cálida lo invadió. No estaba solo.
Por primera vez en años, Adrián no tuvo que levantarse para huir ni para sobrevivir. Esa mañana solo tenía que levantarse para seguir viviendo.