Llevábamos días, incluso semanas, preparándonos para la coronación de Paulina, afinando hasta el más mínimo detalle. Desde la elección de las telas para los estandartes que ondearían con majestuosidad, hasta los intrincados arreglos florales que adornarían la gran sala del palacio. Cada ramo, cada flor, había sido cuidadosamente seleccionado para reflejar la riqueza y el poder que ella iba a representar. Los músicos, expertos en su arte, habían sido llamados para ofrecer la mejor melodía que acompañara cada momento del evento, mientras la lista de invitados se revisaba una y otra vez, asegurándonos de que cada persona clave en el reino estuviera presente. Todo estaba meticulosamente planeado, de modo que la coronación no solo fuera un acto formal, sino una celebración de lo que Paulina significaba para todos nosotros.
Sin embargo, a pesar del entusiasmo generalizado, a pesar de la emoción palpable que impregnaba el aire a medida que el gran día se acercaba, una inquietud comenzó a anidar en mi mente cuando la noche cayó. La luz suave de la luna se filtraba a través de la ventana, y el silencio del cuarto era abrumador. No había más sonidos que los ecos de mis pensamientos, que se alzaban y caían como olas en un mar turbio. Me encontraba sentada en el borde de mi cama, mirando fijamente la llama de una vela que danzaba suavemente sobre la mesita de noche. Esa luz, tan tranquila y tan vacía, parecía reflejar mi estado interior: una mezcla de calma superficial y una tormenta emocional que se desataba en lo más profundo de mi ser.
Mientras observaba cómo la llama de la vela oscilaba y proyectaba sombras en las paredes, mi mente no dejaba de dar vueltas a un pensamiento que, por más que intentaba desechar, siempre volvía con más fuerza. Paulina es la heredera de una de las manadas más poderosas de este reino. Ese pensamiento me rondaba constantemente, como una sombra que no quería irse. Podía sentir el peso de su linaje, la historia que cargaba sobre sus hombros. Aunque hayan pasado ya dos largos años desde su desaparición, su linaje no es algo que se pueda borrar fácilmente. Hay nombres en la historia que permanecen en la memoria colectiva, historias que no se desvanecen con el paso del tiempo. Y Paulina es, sin lugar a dudas, parte de una de esas historias, una historia que se encuentra marcada por la tragedia, la traición y la redención.
No importaba cuánto haya cambiado Paulina, no importaba si el mundo siguió girando sin ella durante los últimos dos años. Su regreso, aunque envuelto en misterio para muchos, no pasará desapercibido. Podrá haber renunciado a sus recuerdos, a su vida pasada, pero su presencia traerá consigo todo un cúmulo de emociones y reacciones. Tarde o temprano, alguien en esa sala la reconocerá. Alguien sabrá quién es realmente, incluso si se oculta detrás de una fachada de desconocimiento.
La incertidumbre me oprimía el pecho. ¿Y si su presencia aviva rencores antiguos? La historia de su familia no es una historia limpia. No todos aquellos que la conocieron la recibirán con los brazos abiertos. ¿Y si hay quienes aún la buscan, no con afecto, sino con odio o resentimiento? ¿Y si ella misma se ve arrastrada por la marea de su pasado, sin poder escapar? Paulina ha pasado dos años alejada de todo, construyendo una nueva vida, una vida donde su identidad estaba fuera de los ojos curiosos de aquellos que podrían juzgarla. Pero eso no significa que su pasado haya desaparecido. Nada puede borrar el peso de las viejas heridas, ni el rencor acumulado a lo largo de los años.
No quiero que la coronación, ese momento tan esperado, tan ansiado, se convierta en un desastre. No quiero que Paulina se vea envuelta en una espiral de miradas llenas de sospecha, de murmullos que la señalen, de preguntas incómodas que la desestabilicen. Ella necesita ese momento para ser fuerte, para reclamar lo que le pertenece con dignidad. Pero el miedo a que algo salga mal, a que algo la haga dudar, me consume. No quiero que corra peligro. No quiero que sea vulnerable en un momento tan crucial.
Inspiré hondo, tratando de calmar la tormenta en mi mente. Si algo he aprendido en todos estos años, es que la mejor manera de evitar un problema es adelantarse a él. Si existe un riesgo, debemos encontrar la forma de mitigarlo, de tomar el control de la situación antes de que se nos escape de las manos. Las soluciones improvisadas no suelen ser efectivas cuando se trata de algo tan importante como la coronación de una reina. Pero entonces, en medio de mi incertidumbre, una idea comenzó a germinar en mi mente. Al principio, apenas fue un susurro, una posibilidad lejana, pero cuanto más la pensaba, más clara y viable se volvía.
Un baile de máscaras.
Era la solución más sensata que podía encontrar. Si la coronación comenzaba con un baile de máscaras, entonces Paulina podría permanecer en el anonimato durante los primeros momentos, cuando todos los invitados llegaran y las miradas curiosas comenzaran a posarse sobre los presentes. Nadie podría reconocerla inmediatamente, nadie podría señalarla antes de tiempo. En ese espacio seguro, ella podría moverse entre los invitados, observar las reacciones de aquellos que se encontraban a su alrededor, sin que su identidad fuera revelada. Podría medir quiénes son los que aún sienten afecto por ella y quiénes son los que la han odiado desde siempre, sin miedo a ser identificada. Nadie sabría que ella era la reina hasta que el momento llegara.
Y entonces, cuando el instante definitivo llegara, cuando el peso de la corona descansara sobre su cabeza, cuando la música se detuviera y los tambores anunciaran su proclamación, sería demasiado tarde para cualquier oposición. Su poder estaría sellado en ese momento, su identidad afirmada con un acto que no podría deshacerse. Las reacciones ya no importarían, porque su trono estaría asegurado.
Era la solución perfecta. No podría ofrecerle una seguridad total, pero al menos le daría un margen de seguridad, un respiro, un tiempo para hacer frente a lo que pudiera venir. No podría evitar que su pasado la alcanzara eventualmente, pero al menos le daría el control sobre cómo y cuándo enfrentarlo. Le daría a Paulina el tiempo que necesita para decidir cuándo revelar su verdadero ser, cuándo permitir que su identidad resurgiera ante aquellos que la observarían.
Acaricié el borde de la vela con los dedos, observando cómo la cera derretida resbalaba lentamente hacia la base. Ese suave movimiento me proporcionaba una extraña sensación de calma. Ya no podía posponer la conversación con Paulina. No sabía qué pensaría al respecto. Tal vez lo vería como un acto de cobardía, como una forma de esconderla cuando debería mostrarse con orgullo, sin reservas. Tal vez querría enfrentar las consecuencias de su pasado de frente, sin temor, sin ocultarse. Pero no podía tomar esta decisión sin consultarla. No podía imponerle algo tan crucial sin saber lo que pensaba.
Fuera cual fuera su respuesta, lo único que me importaba era que supiera una cosa: no está sola. Estoy aquí para ella, para apoyarla, para protegerla. Haré todo lo que esté en mis manos para asegurarme de que su coronación sea un día de celebración, no de conflicto, no de dolor. Porque Paulina merece ser reina. Y nada ni nadie debería arrebatarle ese derecho. Nada ni nadie.
Me levanté de la cama, decidida. Sabía que había que hablar con ella, que debía encontrar el momento adecuado para compartir mi idea. Sin embargo, también sabía que ese momento no sería fácil. Había mucho en juego. Pero de una cosa estaba segura: Paulina no estaba sola.