La Promesa del Sí
El espejo le devolvía el reflejo de una mujer hermosa, de mejillas suaves y ojos soñadores. Natalia Estévez Novoa se veía vestida de blanco, con un vestido sencillo pero elegante, de esos que no necesitan brillo porque la que lo lleva ya ilumina todo.
Era el día de su boda.
El día en que por fin uniría su vida con Richard Montenegro, el hombre que conoció cuatro años atrás, cuando ella apenas comenzaba su camino como secretaria ejecutiva en una de las firmas de inversión más reconocidas de Sevilla. Él era el nuevo arquitecto de la compañía, joven, ambicioso y con una sonrisa que hechizaba sin esfuerzo.
Desde el primer saludo, supo que Richard tenía ese algo que arrastraba. Carisma, inteligencia, poder... y una forma de mirarla que la hacía sentir especial entre tantos trajes grises y palabras vacías.
Al principio, fueron cafés compartidos en la sala de descanso. Luego almuerzos, cenas, libros prestados, películas comentadas a escondidas. Richard era todo lo que Natalia soñaba: detallista, protector, galante. Un hombre de mundo que, sin embargo, la eligió a ella.
Estuvieron cuatro años de novios. En ese tiempo, él le pidió que dejara la empresa para "no mezclar lo profesional con lo sentimental". Ella lo hizo, confiando. Buscó empleos menores, trabajos temporales. Pero el amor lo justificaba todo.
Cinco meses atrás, su padre —el gran amor de su vida— había fallecido tras una lucha silenciosa contra un cáncer que nunca quiso hacer público. Él fue quien le enseñó a confiar en el amor, a no conformarse con migajas, a mantener la dignidad incluso en el dolor.
Richard no estuvo en el funeral. Estaba de viaje por negocios, dijo.
Hoy, sin embargo, estaba allí, esperándola en la pequeña capilla familiar donde celebrarían una ceremonia íntima, sin grandes fiestas ni muchos invitados. Así lo quiso Natalia. Sentía que la vida le estaba dando una tregua entre tanto duelo, y no quería que nada opacara la memoria de su padre.
—Estás hermosa, hija —le dijo su madre, colocándole el velo con manos que temblaban un poco.
Natalia le sonrió, aunque por dentro algo no encajaba. Tal vez era el vacío de su padre. Tal vez el miedo que no había querido nombrar.
Cuando entró al altar, Richard la recibió con los ojos brillantes, tomándole las manos con fuerza. “Hoy empieza nuestra historia para siempre”, le susurró.
Y Natalia creyó.
Creyó que sería feliz.
Creyó que el amor bastaba.
Creyó que estaba salvada.
Aún no sabía que aquel “sí, acepto” también sería el principio de una lenta renuncia a sí misma.
---- tres años después ----
El cielo de Madrid amanecía con la misma rutina de siempre: nublado, impasible, como si se negara a iluminar las heridas que tantos guardaban bajo la ropa. Natalia se despertaba temprano, no porque quisiera, sino porque el insomnio se había vuelto su compañero más fiel. En la habitación aún quedaba el eco de una cuna vacía, una que jamás llegó a ser usada. La mantuvo allí como una especie de castigo... o quizá como un recordatorio de lo que había perdido por amar a quien no debía.
Richard dormía a su lado, de espaldas, con el cuerpo extendido como si fuera dueño del mundo. En la mesita de noche, dos botellas de cerveza vacías y el móvil con mensajes que ella no tenía permiso de revisar. Natalia giró el rostro hacia el techo, tragando la angustia que cada día se colaba como veneno en su garganta.
El recuerdo llegó como un perfume antiguo: suave, dulce… y con un trasfondo enmohecido.
Era el primer otoño que pasaban juntos. Richard la esperaba en la salida del trabajo con flores y una sonrisa encantadora. Le traía chocolates importados, la llevaba a cenar a restaurantes donde todo brillaba, incluso sus ojos. Natalia sentía que había encontrado al hombre de su vida: educado, protector, detallista. La clase de amor que las películas prometen.
—Nadie va a amarte como yo, Nati —le decía, rozando su mejilla con la punta de los dedos—. Nadie va a cuidar de ti como yo.
A los seis meses, le propuso que dejara su empleo.
—Ganas poco, trabajas mucho. Yo puedo mantenernos —le dijo, mientras entrelazaba su mano con la de ella en la terraza de un hotel frente al mar—. Quiero que te dediques a ti, a nuestro hogar. A nosotros.
Sonó como un sueño. Natalia se lo contó a su madre, y aunque esta torció un poco la boca, no dijo nada. La joven estaba enamorada. Estaba decidida.
El primer mes en casa fue hermoso. Cocinar juntos, las tardes de películas, los desayunos en la cama. Pero después, empezaron los pequeños detalles.
Primero fueron los celos.
—¿Quién es ese que te comenta en i********:?
—¿Por qué ese vestido tan corto para salir conmigo?
Después vino la vigilancia.
—Déjame ver tu móvil, solo quiero asegurarme de que nadie te moleste.
—No me gusta que hables con tu compañero del antiguo trabajo, ¿por qué siguen en contacto?
Natalia se reía al principio. “Es que me ama mucho”, pensaba. Incluso algunas amigas decían que era lindo que un hombre se preocupara tanto.
Pero luego, todo se volvió regla.
Prohibido maquillarse si no era con él.
Prohibido salir sola, incluso a hacer compras.
Prohibido tener claves en su teléfono.
Cuando lo confrontaba, él se hacía la víctima.
—Lo que pasa es que te amo demasiado. No quiero perderte. He sufrido mucho, Nati, no me hagas sentir inseguro.
Y Natalia, tonta de amor, lo abrazaba. Pensaba que podía sanar esas heridas con ternura. Que la desconfianza se curaba con entrega.
Pero él no quería curarse. Él quería controlarla.
Una noche, ella se puso una blusa nueva, escotada. Se había mirado al espejo y se sintió bonita. Al bajar las escaleras para mostrarle cómo se veía, Richard la esperó en la sala, con expresión de hielo.
—¿Vas a salir así?
—¿Así cómo? Solo es una blusa.
Él no respondió. Solo la miró de arriba abajo con desprecio.
—No necesitas que nadie más te mire. Vete a cambiar.
La magia ya estaba agrietada. Y Natalia lo sabía. Lo sentía.
Pero en ese primer año, aún estaba demasiado ciega para escapar. Aún creía que era amor. Que si ella se esforzaba lo suficiente, todo volvería a ser como al principio.
Lo que no sabía era que ese principio no fue real. Fue solo una trampa dorada.
La mañana era distinta. Natalia lo supo apenas se miró al espejo. No era solo el rostro más pálido, ni el cansancio que la había acompañado por días. Era algo más profundo… una intuición. Un presentimiento que le vibraba en el vientre como una mariposa agitada.
En la farmacia, compró la prueba con manos temblorosas. Regresó a casa sola —Richard había salido a una reunión— y se encerró en el baño. El silencio pesaba. Cerró los ojos mientras pasaban los minutos. Cuando los abrió, dos líneas firmes e imposibles de ignorar le devolvieron la mirada.
Estaba embarazada.
Por primera vez en mucho tiempo, lloró de emoción. Se arrodilló en el suelo del baño, abrazando el test como si fuese un tesoro. Un nuevo corazón latía dentro de ella. Una vida.
Y con ese latido, nació también una chispa: la de la esperanza.
En los días siguientes, Natalia comenzó a ver las cosas con otra claridad. Empezó a guardar dinero en secreto, vendió en línea algunas prendas que no usaba, incluso preguntó a escondidas por empleos remotos. Quería estar lista. No sabía cuándo, no sabía cómo, pero quería darle a su hijo una vida lejos del miedo.
Él no crecería entre gritos y celos.
Aún no le contaba a Richard. Tenía miedo. Miedo de su reacción, de sus palabras, de su forma de volverse hielo o fuego cuando las cosas no eran como él esperaba.
Por eso, lo mantenía en silencio. Era su secreto. Su ilusión.
La única que sospechaba era su madre.
—Tienes algo en la mirada —le dijo una tarde, mientras compartían un café en la terraza—. ¿Estás bien?
Natalia solo sonrió.
—Estoy… diferente.
—Diferente puede ser bueno —respondió la madre, acariciándole la mano—. Cuando estés lista para hablar, aquí estaré.
Natalia pensaba decírselo pronto. Solo necesitaba un poco más de tiempo.
Pero el tiempo se le escapó como agua entre los dedos.
Esa noche, Richard llegó borracho. No era la primera vez. Pero sí la más peligrosa.
Ella había dejado una sopa sobre la estufa y se había encerrado en su habitación a leer. Cuando él llegó, comenzó a gritar porque no había comida caliente servida.
—¡Esto no es un hotel, Natalia!
Ella bajó con calma, intentando no alterarlo. Le habló suave, con una sonrisa forzada.
—Estaba esperándote. Iba a calentar la sopa ahora…
Él la miró con desdén.
—Siempre esperándome. Siempre con excusas.
Se acercó más. Tropel, ojos rojos, aliento amargo.
Ella retrocedió un paso. Luego otro. Hasta que su espalda tocó el borde de la escalera.
—Richard, estás borracho, hablemos mañana.
—¡No me digas qué hacer!
Él levantó el brazo, quizás para señalarla, quizás para empujar el aire, pero la golpeó en el hombro sin querer —o tal vez no tanto—, y el mundo giró.
Un grito. Un golpe seco. Oscuridad.
El dolor fue lo primero.
Luego, la sirena.
Y después, la nada.
Despertó en el hospital, sola. Su madre llegó una hora después, con los ojos hinchados de tanto llorar.
Natalia la miró sin poder decir palabra. El vacío en su vientre era más fuerte que cualquier anestesia. Lo supo antes de que se lo confirmaran.
—Lo siento, mi niña —susurró su madre—. Lo siento tanto…
Él, por supuesto, dijo que fue un accidente. Que tropezó. Que ella cayó sola.
Ella… no lo desmintió. Aún no podía hablar. Aún no podía moverse.
Solo podía llorar.
El latido ya no estaba.
Y con él, se le rompió el último rincón que quedaba entero en su alma.