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La esposa de mi hermano es ahora mi mujer

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Blurb

Greta dejó de creer en promesas el día que acepto un matrimonio con un mafioso despiadado. Ya no esperaba consuelo, ni amor, ni redención. Pero entonces su esposo murió y ahora el cuñado, la reclama como suya. Massimo es un hombre peligroso, de palabras escasas y pasado oscuro. Todo en él habla de poder, de límites que nadie se atrevía a cruzar... excepto ella. Día a día , Greta descubrirá que incluso los monstruos también saben acariciar, y que a veces, los corazones más rotos esconden la forma más sincera de amar.

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Murió el verdugo
Greta se arrodilló en medio de la oscuridad. El cuarto carecía de ventanas y la única bombilla colgante había dejado de funcionar días atrás. El suelo estaba helado, áspero, y sus rodillas ya no sentían el dolor de tantas veces apoyadas allí. Con las manos temblorosas, juntó los dedos y elevó una plegaria al cielo, aunque ya no sabía si había alguien escuchando. —Por favor… —susurró con voz quebrada—. Que esto termine… que acabe de una vez… Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, calientes y pesadas, como si quisieran dejar marcas definitivas sobre su piel. Miró hacia arriba, hacia ese techo invisible que solo podía intuir entre las sombras, esperando que, aunque fuera por piedad, alguna fuerza divina la sacara de ese infierno. —No quiero seguir… —murmuró, respirando con dificultad—. Pero si me queda un motivo… es ella… solo ella… Recordó el rostro de su hermana menor. Frágil y vulnerable, la única razón por la que seguía respirando. Cada día aguantaba golpes, insultos y humillaciones con tal de protegerla. Sabía que si ella desaparecía, ese hombre la buscaría, y su hermana no sobreviviría. De pronto, la puerta chirrió. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. El corazón se le detuvo por un segundo. Reconocía demasiado bien esos pasos. Lentos, pesados y cargados de odio. Se encogió, pegando las manos al pecho, como si eso fuera a salvarla. La voz de su marido sonó, rasposa y fría. —Otra vez rezando, estúpida. Greta no respondió. El miedo le cerró la garganta. Solo atinó a agachar aún más la cabeza. —Te pregunté algo —insistió él, acercándose hasta quedar frente a ella. Sin darle oportunidad de hablar, le propinó un empujón. Greta cayó de lado, soltando un quejido ahogado. El aire se le escapó de los pulmones y sintió cómo todo su cuerpo se paralizaba. —¡Contesta cuando te pregunte! —Perdón… —alcanzó a balbucear, con la voz hecha trizas. La siguiente humillación no se hizo esperar. Esta vez lanzó una patada contra la pared que la hizo temblar. Greta intentó cubrirse el rostro, pero él ya se había agachado para tomarla del cabello y obligarla a mirarlo. —Me tienes harto —escupió, con los ojos inyectados de rabia—. Con tu cara de mártir y tus lloriqueos de niña abandonada. —No… no lo haré más —prometió ella, con el cuerpo tembloroso. Él soltó una risa seca, cruel, como si disfrutara de su miseria. Sin previo aviso, le presionó con fuerza la mandíbula. El sabor metálico de la sangre inundó la garganta de Greta. Sintió cómo la piel se abría al instante. —Eres mía, ¿me oyes? —gruñó, acercando su rostro al de ella—. Y si me vuelves a rechazar… te mato. Greta cerró los ojos y asintió. No quería discutir. No podía. —Sí… sí, esposo… Él la soltó con desprecio y se incorporó. —Mañana vendrán los de Moscú. No quiero verte con esa cara de muerta. Arréglate. ¿Entendido? —Sí… —susurró ella, apenas audible. Sin más, él se dio la vuelta y salió del cuarto, cerrando la puerta de golpe. El sonido reverberó en las paredes, dejando a Greta nuevamente sumida en la penumbra. El silencio volvió a devorarla. Durante varios minutos no se movió. Sentía cada golpe, cada herida, como brasas encendidas sobre su piel. Con dificultad, se dejó caer al suelo, apoyando la frente sobre las manos. —Dios… si es que existes… —murmuró—. Solo… solo te pido que ella viva… Haz lo que quieras conmigo… pero déjala a salvo… Las lágrimas continuaron cayendo, confundidas con la sangre que manchaba sus labios. Greta sabía que al día siguiente todo volvería a repetirse. Y al siguiente. Y al otro. Sin embargo, su única fuerza residía en saber que mientras ella resistiera, su hermana estaría a salvo. Porque esa era su condena. Porque ese era su único motivo para seguir respirando. Sin embargo, ese otro día nunca llegó. La noche aún cubría la casa cuando una mano temblorosa sacudió a Greta. Abrió los ojos de golpe, sobresaltada, creyendo que era él. Pero no. Frente a ella estaba Marzia, la joven empleada que llevaba años sirviendo en la mansión. —Señora… —susurró, jadeante—. Señora… a Ludovico Ferrara… su esposo, lo han matado. Por un momento, Greta creyó no haber escuchado bien. —¿Qué… qué has dicho? —preguntó, sentándose de golpe. —¡Qué su marido ha muerto, señora! Le dispararon… esta noche… en el club. Ya lo confirmaron… lo encontraron sus escoltas. Está… está muerto. Greta sintió que el corazón se le detenía. No respondió. No hizo un solo gesto. Solo asintió con la cabeza, disimulando la tormenta que le nacía en el pecho. La empleada, nerviosa, esperó un instante más y luego se retiró sin añadir palabra. La habitación quedó en penumbras. Greta se quedó inmóvil durante varios segundos. Apenas podía respirar. El cuerpo le temblaba, pero no de miedo… sino de incredulidad. Cuando estuvo segura de que nadie volvería, se deslizó fuera de la cama, cayendo de rodillas sobre el suelo frío. Juntó las manos, cerró los ojos y entonces, habló sin miedo. —Gracias… —susurró con la voz rota—. Gracias, Dios mío… gracias… Apoyó la frente contra el suelo, dejando que las lágrimas brotaran libres, sin ocultarlas. No eran lágrimas de dolor. No esta vez. Eran de alivio, de una libertad que jamás se atrevió a imaginar. —Se acabó… —susurró una y otra vez—. Se acabó el sufrimiento… se acabó el dolor… se acabó el terror… Se había acabado el miedo a ser golpeada sin motivo. El horror de ser forzada noche tras noche por ese hombre inhumano. La condena diaria de tener que respirar en la misma casa que él. Todo había terminado. Greta lloró en silencio, arrodillada como tantas veces, pero esta vez no para suplicar. Esta vez para agradecer. Porque Ludovico Ferrara, su verdugo, estaba muerto. Y con él, moría también la peor parte de su vida. Solo entonces, se permitió esbozar una débil sonrisa entre las lágrimas, volvió a sentirse viva. ….. El amanecer llegó envuelto en una lluvia persistente, fina y helada que golpeaba los cristales con ritmo constante. Un gris apagado cubría la ciudad y entonces, no hubo pasos pesados ni voces amenazantes recorriendo el pasillo. Nadie tocó su puerta. Nadie gritó su nombre. Greta estaba despierta desde hacía horas. Había abandonado su cama en cuanto el cielo comenzó a clarear y, sin pensarlo demasiado, se había dirigido al baño. Abrió la ducha, dejando que el agua tibia resbalara por su cuerpo magullado. Sentía cada marca, cada golpe, cada cicatriz, pero por alguna razón, ese dolor físico ya no pesaba igual. Se apoyó contra la pared húmeda, cerrando los ojos. El agua caía sobre su cabeza y se deslizaba por su rostro, mezclándose con las lágrimas que no habían dejado de brotar desde que supo la noticia. —Se acabó… —susurró para sí misma—. Por fin se acabó… No supo cuánto tiempo permaneció bajo el agua, pero cuando salió, el día ya había comenzado. Se secó con torpeza, sin preocuparse en maquillarse o peinar su cabello. Se vistió con una bata de satén clara y regresó a su habitación. El silencio era abrumador. Un silencio distinto al que había sentido antes. Esta vez no era amenazante. Era una calma extraña, desconocida. Se tumbó en la cama, aferrando las sábanas con las manos. Afuera, la lluvia continuaba. Greta miró el techo y dejó escapar un suspiro. Las lágrimas volvieron a llenar sus ojos. No eran de alegría ni de tristeza. Eran un poco de todo. Una mezcla densa de dolor acumulado, de recuerdos que llegaban sin permiso. Recordó su boda forzada. Recordó la primera noche en que Ludovico la golpeó. El primer insulto, la primera amenaza. La desesperación de no poder huir. Se llevó una mano al pecho, como si con ese gesto pudiera calmar el latido frenético de su corazón. —No quería esto… —murmuró—. Nunca lo quise… Una voz suave la interrumpió desde la puerta. Era Marzia, la empleada, que asomó el rostro con cautela. —Señora… ¿desea tomar algo? Puedo traerle té, si quiere. Greta tardó unos segundos en responder. —No… gracias, Marzia. Solo… déjame sola. La joven asintió, comprensiva, y desapareció cerrando la puerta con suavidad. Greta se giró de lado, abrazando una almohada. La lluvia seguía cayendo. Se acurrucó como una niña asustada, pero sin miedo esta vez. Solo tristeza, mucha tristeza, como si el cuerpo hubiera aprendido a vivir en estado de alerta y ahora no supiera cómo manejar ese vacío. —¿Por qué a mí…? —susurró—. ¿Por qué tanto dolor…? Pensó en su hermana. En todo lo que había hecho para protegerla. En cada golpe recibido para que a ella no le pasara nada. Y aunque ahora Ludovico ya no existía, las marcas seguían allí, tanto en su cuerpo como en su alma. De pronto, la puerta volvió a abrirse. —Señora —dijo Marzia de nuevo, esta vez más insegura—. Han llamado. El abogado del señor Ferrara vendrá en la tarde a leer el testamento. Greta no contestó. Solo cerró los ojos con fuerza. —Que hagan lo que tengan que hacer —dijo con la voz apagada—. Me da igual. —Sí, señora —murmuró la joven y volvió a marcharse. Greta soltó un suspiro largo y profundo. La lluvia aumentó su intensidad. El viento golpeó los ventanales. Pero nada de eso lograba acallar el eco de los recuerdos. Recordó cada vez que había pedido ayuda. Cada noche que había dormido con miedo. Cada vez que había deseado morir. Y ahora que él estaba muerto, lo único que sentía era una soledad infinita. Un vacío profundo que ni siquiera la noticia de su libertad había podido llenar. Volvió a hablar sola, como tantas veces. —Tal vez algún día… —dijo—. Tal vez algún día deje de doler… Y se quedó allí, acurrucada en su cama, mientras el mundo seguía girando afuera y la lluvia no daba tregua. Porque aunque el verdugo había muerto, las heridas tardarían mucho en sanar.

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