A Tracy le dolía la cabeza. Varias picaduras de insectos aún le picaban. Y, sin embargo, no podía ni pensar en dormir. Había hecho algo demasiado loco como para pensar en dormir. Había puesto una droga en el café. De verdad, de verdad, había puesto una droga en el café.
¡Joder!, respiró bajo las sábanas de mamá. Olía extrañamente mal y bien a la vez. Asqueroso y hogareño. Vida de cabaña.
Había sido una decisión rápida y angustiosa. Había comprendido vagamente los riesgos. Pero mamá y Seay debían regresar en cualquier momento, así que abrió el frasco de pastillas, contó cuatro de las pequeñas tabletas en sus palmas sudorosas y luego las echó en la cafetera a mitad del colado. Flotaron, para su pálido horror. Observó con ansiedad cómo se disolvían en el líquido hirviendo, formando pequeños
