Ariana
Después de lidiar con un tráfico horrible desde Las Vegas hasta Henderson, entro al estacionamiento de mi complejo de apartamentos. Me quedo unos minutos detrás del volante, mirando el agua de un azul antinatural de la piscina. Las mamás leen revistas mientras los niños se salpican entre ellos. Jeremy querrá salir a nadar en cuanto cruce la puerta. Lo llevaré, aunque no hay nada que desee más en el mundo que arrastrarme a mi cama y desaparecer.
Odio Las Vegas. La primera vez que vine fue horrible. ¿Por qué pensé que mudarme aquí iba a ser una buena idea?
El calor es insoportable, para empezar. Apenas es mayo y ya hace un calor incómodo por las tardes. Mi hermana, Elise, me asegura que me acostumbraré, pero tengo el presentimiento de que me costará adaptarme.
—Ciento quince grados en julio y agosto —dijo Elise por teléfono, antes de que empacara mi vida y a mi hijo para mudarnos aquí—. Prepárate, Arianay. Es una verdadera pesadilla.
El calor ya es bastante malo. La gente es peor.
Quizás estoy malacostumbrada, después de haber vivido la mayor parte de mi vida en el noroeste del Pacífico. Esa parte del país tiene la fama de estar llena de gente relajada, natural. Pero aquí, la prisa y el bullicio general contaminan el ambiente de una forma que allá no pasa.
Donde sea que voy, parece que alguien quiere sacarme algo. Todos tienen una agenda, y a nadie parece importarle pisotear al de al lado para avanzar. Incluso los hombres que me abren la puerta en el supermercado lo hacen solo para iniciar una conversación y ver si consiguen acostarse conmigo. Sin mencionar a las personas que he conocido aquí y allá que me prometieron con insistencia conseguirme trabajo, solo para después no contestar mis llamadas. ¿Qué ganaban siquiera prometiendo algo así para luego desaparecer? Es horrible.
Finalmente apago el motor de mi pequeño coche y abro la puerta, dejando que el aire caliente de la tarde penetre el interior fresco. Camino pesadamente hacia la puerta del apartamento. Solo verla hace que se me hinche el corazón. Está rodeada de suculentas en pequeñas macetas que siempre me hacen feliz de estar en casa. A Jeremy también le encantan. Tanto, que les puso nombre a todas. Por más que lo intento, no puedo recordar ni uno solo, pero me alegra que Jeremy disfrute tanto de ellas. Aunque también me entristece. Si tuviera amigos, ¿estaría haciendo amistad con plantas?
Mis ojos se llenan de lágrimas no deseadas, y parpadeo para contenerlas antes de abrir la puerta.
—¿Hola? ¡Ya estoy en casa!
—¡Mamá! —El golpeteo de los pies de Jeremy anuncia su llegada antes de que doble la esquina y se me lance encima mientras me quito los zapatos.
Rodea mis piernas con sus brazos y me abraza con tanta fuerza que ambos tropezamos hacia la puerta.
—Uy —digo, riendo. Le pongo una mano en la cabeza y le aparto el cabello oscuro—. Con cuidado, peque, que un día de estos me vas a tumbar.
Él echa la cabeza hacia atrás y me sonríe con los ojos cerrados.
—Perdón, mamá —dice, y salta como un conejo, dando vueltas mientras me quito el otro zapato.
—¿Dónde está tu tía? —Le pongo la mano en la cabeza mientras paso y él me sigue, vibrando de energía.
—En el sofá —dice Jeremy, al mismo tiempo que Elise grita—. ¡En la sala!
Sigo el sonido de su voz hasta la pequeña pero luminosa habitación. Es un apartamento abarrotado, pero al menos tiene muchas ventanas. Una cosa que nunca me gustó de vivir en el norte era la falta de sol durante buena parte del año. La penumbra puede ser bonita, incluso deseable a veces, pero los días grises, incesantes —durante meses— pueden llegar a ser demasiado. Una de las razones por las que elegí mudarme a Las Vegas fue con la esperanza de que Jeremy pase más tiempo jugando al aire libre.
—Hola, hermana —digo.
Elise está recostada en el sofá, con la cabeza cuidadosamente apoyada en una almohada. Sus brazos, ambos inmovilizados en yesos rosa fosforescente en ángulo de noventa grados, descansan sobre otra almohada colocada sobre su vientre. Su largo cabello castaño sigue en la trenza que le hice esta mañana. Como hago casi todas las mañanas, ya que peinarse y arreglarse el cabello le resulta prácticamente imposible. Le cuesta hacer muchas cosas ahora que tiene ambos brazos rotos.
Elise es inusualmente guapa con su melena de color chocolate, incluso cuando pasa el día en casa en pantalones de chándal viendo programas infantiles con Jeremy durante horas. Su rostro parece esculpido por un artista, con sus pómulos altos y labios llenos, envidiables. Y vaya que sabe aprovecharlo. Normalmente trabaja en verano en uno de esos clubes de piscina en Las Vegas, los que solo contratan a mujeres muy atractivas. Ahorra cada centavo antes de irse durante el invierno a Tailandia, México, Guatemala... la lista sigue. Viaja con su mochila, conoce gente interesante y vive experiencias únicas antes de regresar a Estados Unidos para la siguiente temporada laboral. Este año, una semana antes de que abriera el club, Elise se cayó haciendo boulder en Red Rock y se rompió ambos brazos. Esa lesión fue el principal detonante de mi mudanza a Las Vegas.
El momento resultó ideal para mí también. Elise no podía pagar sus cuentas, y yo necesitaba un lugar donde quedarme cuando mi relación colapsó. Aunque la responsabilidad de mantenernos recae sobre mí, Elise cuida a Jeremy gratis mientras yo trabajo.
—¿Y bien? —Elise se quita la almohada del regazo y pone pausa al televisor. Se incorpora y me mira expectante—. ¿Cómo te fue?
—Vamos a la piscina —respondo. Miro a Jeremy—. ¿Qué opinas?
—¡Sí! —Jeremy da un salto.
—¡Ve a cambiarte! —le digo, haciéndole señas hacia la habitación—. ¡Rápido, rápido!
Jeremy sale de la habitación como un rayo. Cuando ya no puede oírnos, me giro hacia Elise.
—Dios santo, tengo tantas cosas que contarte —digo en un susurro entrecortado. Me llevo las manos a la cabeza y suelto un enorme suspiro.
—¿Qué? —Una arruga le aparece entre las cejas, y alza sus yesos rosas con gesto expectante—. ¿Qué pasó?
Miro por encima del hombro para asegurarme de que Jeremy no esté espiando. Ese niño tiene un don para escuchar conversaciones incómodas y hacer preguntas aún más incómodas en los peores momentos.
—Te lo cuento cuando esté en la piscina.
—Uf —Elise pone los ojos en blanco—. Está bien.
Ayudo a Elise a ponerse el traje de baño antes de echar a Jeremy de la pequeña habitación que compartimos para poder cambiarme. No es una situación ideal, eso es seguro, pero funciona. Y tampoco es que vaya a ver a nadie pronto. No después del último tipo con el que salí. Sacudo la cabeza, tratando de sacar esos pensamientos mientras junto las cosas de la piscina en una bolsa. Lleno un termo con vino blanco frío para Elise y para mí, y una botellita de agua para mi hijo. Nos reunimos en la puerta, nos ponemos las chanclas y bajamos juntos hacia la piscina.