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1025 Words
Me encontraba sentada en el sofá junto a mi hermana Eliana, quien no paraba de hablar sobre su reciente compromiso. Estaba radiante, emocionada porque César le había pedido matrimonio. No quería arruinar su felicidad, pero como era de esperarse, me sacó la verdad rápidamente. —¿Y qué hiciste cuando te besó? —preguntó, con los ojos brillantes de curiosidad. Suspiré, intentando restarle importancia. —Pues nada, Eliana —respondí, mirando hacia otro lado para no enfrentar su mirada inquisitiva. Pero ella no se detuvo y empezó a reír con esa risa que me hacía sentir como si todo estuviera bajo una lupa. —¡Dime la verdad, Ally! ¿Te gustó? Me encogí de hombros, sonriendo a medias. —Pues claro que sí. Pato es guapo, amable, me cuida y me protege... Es el hombre perfecto. A veces desearía poder retroceder el tiempo y no haber cometido la estupidez de fijarme en su primo. Lo lastimé y tuve mi karma. Eliana dejó de reír y me miró con seriedad, colocando una mano sobre la mía. —No fue tu culpa, Ally. Dante fue el idiota. Me quedé en silencio, mirando al suelo, sintiendo el peso de sus palabras, pero también sabiendo que el pasado aún dolía demasiado. Eliana me miró fijamente, como si pudiera leer cada uno de mis pensamientos. Sabía que no iba a dejar el tema fácilmente, así que me preparé para lo que venía. —Ally, de verdad... deberías darte una oportunidad con Pato. Él te quiere, y lo sabes. ¿Por qué sigues aferrada a lo que pasó con Dante? —su tono era suave, casi suplicante, mientras jugaba con el anillo de compromiso en su dedo. Suspiré, un nudo formándose en mi estómago. —Es que no es tan sencillo, Eliana... —murmuré, evitando su mirada—. Pato es mi mejor amigo. Si algo sale mal, no sé si soportaría perderlo también. —Ally —insistió, esta vez tomando mi mano con firmeza—, Pato te ama. ¿No te has dado cuenta de lo mucho que ha hecho por ti estos años? Él siempre ha estado a tu lado, incluso cuando tú estabas rota. Y mereces ser feliz, no puedes quedarte atascada en lo que pasó con Dante. Me quedé en silencio, mirando cómo nuestras manos se entrelazaban. Eliana tenía razón, lo sabía. Pero también tenía miedo de volver a abrirme, de dejar entrar a alguien de nuevo y arriesgarme a que todo terminara mal, otra vez. —Mira, hermana —continuó ella—, entiendo que te cueste, pero piensa en lo que te estoy diciendo. Pato no es Dante. Él no te va a romper el corazón. Y tú mereces ser feliz, Ally. Ya has sufrido bastante. La última frase hizo que algo se quebrara dentro de mí. Eliana tenía razón... Pero aún así, la idea de tomar ese riesgo me aterraba. —Lo pensaré —le dije finalmente, con la voz algo quebrada. Eliana sonrió suavemente y me abrazó. —Solo quiero verte feliz, Ally. Eso es todo lo que importa. La abracé de vuelta, sintiendo cómo la presión en mi pecho se alivianaba un poco. Quizás, después de todo, sí merecía ser feliz. Luego de almorzar con mi hermana, me dirigí a la clínica psiquiátrica para visitar a la señora Mariana, la madre de Dante. Hacía más de un año que estaba haciendo mi residencia allí, y había encontrado en este lugar un sentido de propósito y consuelo. La visita a Mariana era un rito para mí; me ayudaba a mantener el equilibrio entre mi trabajo y mis emociones personales. Cuando llegué a su habitación, me costó un poco reconocerla. Había un hombre con ella, y la escena era tan distinta a la imagen que tenía de ella en mi mente. La señora Mariana siempre había sido una mujer de gran elegancia y gracia, con su cabello rubio y sus grandes ojos verdes que reflejaban una profunda amabilidad. Ahora, sin embargo, su fragilidad era evidente. Catalina, su hermana, la había mantenido oculta, avergonzada por la situación de su hermana, y eso hacía que su presencia en la clínica fuera un secreto cuidadosamente guardado. La señora Mariana levantó la vista cuando entré, y aunque su expresión era una mezcla de confusión y sorpresa, me dirigió un saludo que me conmovió profundamente. —Regina... —pronunció, su voz temblorosa. No podía evitar sentir una punzada en el corazón al escuchar su error. Siempre me había confundido con su hija, Regina, y, en lugar de corregirla, prefería dejarla vivir en su error. Me dolía ver cómo su mente había comenzado a desmoronarse, pero en esos momentos, me esforzaba por ser un consuelo para ella. —Hola, señora Mariana —dije suavemente, acercándome a su silla. Me agaché para estar a su nivel—. ¿Cómo ha estado hoy? Ella sonrió débilmente, y la tristeza en sus ojos era palpable. —Bien, querida, pero... ¿dónde está mi pequeño? La he estado esperando. —Dante está ocupado, pero yo estoy aquí para hacerte compañía. ¿Te gustaría que te leyera algo o simplemente charláramos un poco? Ella asintió lentamente, y me senté a su lado, tratando de ofrecerle algo de consuelo en medio de su confusión. Mientras hablábamos, observé a su acompañante, un hombre mayor con una actitud amable, que parecía cuidar de ella con dedicación. La señora Mariana, como me di cuenta durante mis visitas, sufría de una gran depresión severa. Su condición era compleja, y a menudo me confundía con su hija Regina, lo que reflejaba su estado mental deteriorado. La enfermedad que padecía había llevado a un trastorno del estado de ánimo profundo que impactaba significativamente su percepción de la realidad. A medida que pasaba el tiempo, el diagnóstico se volvió más claro: Mariana estaba lidiando con un Trastorno Depresivo Mayor con episodios de psicosis. Este diagnóstico explicaba la confusión persistente en sus recuerdos y su incapacidad para distinguir entre el presente y el pasado, así como la depresión profunda que la había consumido. Salí de mis pensamientos cuando observé que me enviaban un mensaje era la Señora Margarita y quería verme.
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