La Cocina y La Tradición
La cocina de la villa bullía con el calor del mediodía. Theo, con las mangas arremangadas y un delantal gris, le indicó la mesada de mármol. Serena avanzó con entusiasmo, acercándose a la mesa de trabajo de la cocina familiar donde los ingredientes estaban alineados y colocó las manos sobre la superficie.
Theo la miró algo ansioso, aunque sus manos eran firmes y experimentadas -había preparado miles de platos para esa casa- no siempre lograba la textura perfecta. Desde que la señora falleció, él había tomado la responsabilidad de mantener vivas las comidas familiares, pero era un deber cargado de amor, no de refinamiento.
Serena, apoyada en la mesa con los brazos cruzados, lo observó unos segundos antes de hablar con una sonrisa contenida.
- ¿Te ayudo?
Theo levantó la vista, arqueando una ceja.
- ¿Sabes amasar pasta fresca?
- Más de lo que imaginas. - respondió ella, acercándose ya con decisión - Mis padres tenían una cadena de restaurantes. No me dieron muñecas, me dieron cuchillos y cucharas.
Theo soltó una carcajada ronca.
- Eso explica la confianza. Avanti, mostralo.
Serena se lavó las manos, recogió el cabello en un moño improvisado y se situó frente a la harina y los huevos. Hizo el volcán con la destreza de quien lo había repetido cientos de veces, y en cuestión de segundos estaba amasando con una energía rítmica, firme pero suave. La masa se transformaba bajo sus manos, lisa y elástica, justo en ese punto que Theo siempre tardaba más en conseguir.
Él silbó, sorprendido.
- Santo cielo… si hubieras estado aquí antes, me habrías salvado horas de frustración.
Serena rio y se giró con picardía.
- No exageres. Se nota que sabes cocinar, Theo. Solo es cuestión de técnica.
Él se encogió de hombros, probando su propia bola de masa y comparándola con la de ella.
- Yo sé hacer que la mesa esté servida y que a tu jefe no le falte nada. Pero tú… - la señaló con la barbilla - lo haces con alma.
El comentario la sorprendió, pero solo asintió con una sonrisa serena.
- Crecí rodeada de cocinas. Antes de aprender a leer, ya sabía romper un huevo sin que cayera una sola cáscara.
Theo soltó una carcajada y se acercó para vigilar lo que hacía. La masa empezó a tomar forma bajo sus manos, firme y elástica. Serena la trabajaba con movimientos seguros, como si hubiera nacido para ello.
- Vaya, se nota la práctica. - murmuró él, asintiendo con aprobación - La mayoría se desespera al amasar, pero tú… parece que lo disfrutas.
Ella lo miró de reojo, con una chispa de orgullo en la mirada.
- Es que no solo se trata de comida. En mi casa la pasta era casi un ritual. Nos reuníamos alrededor de la mesa, cada uno con una tarea. Mi padre decía que una familia que cocina unida permanece unida.
Theo se quedó en silencio unos segundos, impresionado. Había esperado a una joven nerviosa o torpe y en cambio la veía completamente en su elemento, con la confianza de quien carga tradición en cada gesto.
Ella terminó de amasar y le pasó un trozo.
- Vamos, inténtalo. La pasta no muerde.
Theo resopló, obedeciendo. Intentó imitar sus movimientos, pero la masa se le pegó a los dedos. Serena rio, musical, y se acercó por detrás para guiarle las manos.
- No la aplastes, acompáñala. Deja que respire.
Theo giró la cabeza un instante y la encontró demasiado cerca; el calor de sus manos sobre las suyas le recorrió los brazos. Ella, ajena al efecto que causaba, continuaba enseñándole con calma. Era como una madre enseñándole a un niño y eso lo descolocó. La señora Moretti era igual. No se quedaba con sus conocimientos. Los enseñaba a quien quisiera aprender.
Y era por eso que Rafaele había creado la fundación para apoyar a jóvenes talentos.
El ambiente quedó suspendido en esa mezcla de harina, risas y algo más, algo que Theo no supo nombrar, pero que lo dejó inquieto cuando ella se apartó con naturalidad para tomar el rodillo.
- Ves, no era tan difícil. - dijo Serena, estirando la masa con movimientos largos y precisos.
Theo la miraba y pensó que nunca había visto a nadie conquistar una cocina con tanta naturalidad.
En ese momento, Rafaele apareció en el umbral, atraído por el sonido de risas y el aroma que empezaba a llenar la cocina. Se detuvo unos segundos, apoyando una mano en el marco de la puerta, sin ser visto. Serena estaba inclinada sobre la mesa, guiando a Theo con naturalidad mientras él estiraba la pasta bajo su instrucción. La harina le cubría los dedos y la blusa blanca, pero había en ella una gracia natural, como si la cocina fuera parte de su identidad.
Rafaele ladeó la cabeza, y una sonrisa profunda se dibujó en su rostro. Murmuró apenas audible:
- Grazie al cielo…
No dijo más. Observó en silencio, con ese brillo en los ojos que combinaba ternura y picardía. No era solo que Serena supiera cocinar: era que lo hacía con pasión, con herencia, con calor humano. Y él lo sabía muy bien: a un italiano se lo conquistaba también por el estómago.
Serena, sin darse cuenta de la mirada en el umbral, volteó hacia Theo mientras estiraba la masa.
- ¿Ves? No es fuerza. Es dejar que la pasta te guíe.
Theo asintió, divertido, mientras Rafaele pensaba para sí mismo que aquella joven no era solo una visita, sino algo mucho más cercano al destino que había pedido para su hijo.