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1755 Words
La Rabieta Damian bajó del auto con los lentes oscuros aún en el rostro, ocultando los estragos de la noche anterior. El eco de la resaca le martillaba las sienes, pero lo sostuvo el fastidio creciente que lo dominaba. La conversación con Serena en el salón de baile le había dejado un mal sabor de boca. Pasó las siguientes horas entre copas y piel ajena, convencido de que al volver, el mundo seguiría esperándolo tal como lo había dejado. Empujó la puerta principal de la mansión Winters con la seguridad de siempre. El eco de sus pasos resonó en el recibidor, pero algo lo hizo detenerse: el silencio. No había rastro de risas femeninas, ni del murmullo de pasos que solían recorrer la casa a esas horas. Una quietud extraña lo envolvía, como si la mansión misma contuviera la respiración. - ¿Serena? - llamó con voz áspera, más para sí mismo que para obtener respuesta. Revisó primero el salón, luego la terraza donde ella acostumbraba a sentarse con un libro. Nada. Subió al estudio, empujando la puerta con un golpe seco, solo para encontrar los cortinajes cerrados y el escritorio intacto. El malhumor comenzó a mezclarse con una incomodidad sorda. Apretando la mandíbula, se cruzó en el pasillo con la ama de llaves. La mujer inclinó la cabeza con respeto, pero él captó un brillo incómodo en sus ojos. - ¿Dónde están mi abuelo y Serena? - preguntó sin rodeos. La mujer entrelazó las manos frente al delantal. - El señor Hastings salió temprano hacia la empresa. En cuanto a la señorita… - hizo una pausa breve, como si buscara las palabras - no se encontraba en la mansión cuando las labores comenzaron esta mañana. Damian se tensó. La respuesta fue como un golpe frío en el estómago. Ni siquiera la molestia le dio tiempo de formarse: lo invadió un mal presentimiento brutal. - ¿Qué demonios dices? - gruñó y sin esperar aclaraciones echó a andar con pasos largos hacia la escalera. Subió dos tramos de un tirón y, sin pensarlo, empujó la puerta de la habitación de Serena. No se molestó en tocar. Nunca lo había hecho. El aire dentro era asfixiante de lo ordenado que estaba. La cama perfectamente hecha, el escritorio despejado, el armario cerrado. Ni una prenda fuera de lugar. Todo en orden. Demasiado en orden. Damian avanzó un paso, sintiendo cómo la presión en el pecho le crecía. Se giró sobre sí mismo hasta que algo, en la mesilla, lo detuvo. Una fotografía. El marco donde antes había visto la imagen de Serena con sus padres, cuando era una niña no estaba. Había desaparecido. El golpe de realidad lo hizo maldecir en voz baja, la palabra escapándose como un rugido ronco: - Mierda… Se llevó una mano al cabello, tirando con frustración. Serena se había ido. De casa. De su vida. Y lo había hecho en silencio, sin darle la oportunidad de impedirlo. El vacío en la habitación lo envolvió y por primera vez, Damian sintió que no tenía control de nada. El joven salió de la habitación con la sangre ardiéndole en las venas. Cerró la puerta de un portazo que retumbó por todo el pasillo y bajó las escaleras como una fiera enjaulada. Cada paso era una descarga de furia contenida. - ¿Así que decidió irse? - murmuró entre dientes, con una sonrisa torcida que no llegaba a sus ojos - Muy bien, pequeña… ¿Quieres jugar a la rebelde? Pues yo sé cómo termina esto. Atravesó el recibidor sin mirar a nadie. El ama de llaves intentó acercarse para hablar, pero el gesto helado de su rostro la hizo retroceder. Tomó las llaves del auto del aparador, como si fueran un arma y empujó la puerta principal de la mansión con violencia. El aire fresco de la tarde le golpeó la cara, pero no calmó el calor que le recorría el cuerpo. Para Damian, lo que Serena había hecho no era más que un berrinche infantil, un intento de llamar la atención ¿De verdad creía que podía desafiarlo, huir sin decir palabra y que él simplemente lo dejaría pasar? Subió al auto de un salto, apretando el volante con los nudillos blancos. - No te imaginas lo que has provocado. - susurró, con el orgullo herido latiendo más fuerte que cualquier preocupación real. Giró la llave, el rugido del motor llenó el silencio del camino, y salió disparado de la mansión Hastings dejando tras de sí el rechinar de las ruedas sobre la grava. Para Damian no había dudas: tarde o temprano la encontraría. Y cuando lo hiciera, no le daría la satisfacción de creer que había ganado. El Contraste El sol de Florencia bañaba con tonos dorados las paredes de la villa Moretti cuando Rafaele invitó a Serena a acompañarlo hacia el ala sur. Era una parte distinta de la residencia, menos ostentosa que la zona principal, pero viva, llena de movimiento. Los pasillos estaban adornados con maquetas, prototipos y pizarras garabateadas con fórmulas y diseños que hablaban de ideas en constante ebullición. - Aquí, Serena, - explicó Rafaele mientras caminaban - no solo se alimenta el talento… se alimenta la esperanza. La primera puerta que cruzaron fue un taller amplio, lleno de resinas y pantallas. Allí un joven escultor en tres dimensiones les mostró con orgullo las ortesis que había diseñado. Eran piezas ligeras, casi artísticas, que se adaptaban a las extremidades de niños con dificultades motoras. - Las fabrico con materiales de bajo costo. - explicó, con un brillo en los ojos - Quiero que cualquiera pueda acceder a ellas, no solo quienes tienen dinero. Serena sonrió, conmovida. Esa chispa de entrega le resultaba contagiosa y pensó en lo distinto que era aquello a las recepciones y fiestas donde todo giraba en torno a apariencias. En la sala contigua, un muchacho delgado, de mirada intensa, le mostró los planos de un sistema de pozos artesanales con filtros incorporados. - Con esto se puede purificar agua en comunidades aisladas sin necesidad de grandes maquinarias. - dijo con una pasión que desbordaba sus gestos - Ya lo probamos en dos pueblos al sur de Nápoles. Rafaele lo escuchaba con orgullo paternal, como si cada logro de esos jóvenes fuera suyo. La tercera sala llamó particularmente la atención de Serena. Era un espacio reducido, con pantallas y códigos desplegados a toda velocidad. Allí estaba ella: una joven de cabello corto, mirada desafiante y brazalete en el tobillo. Una hacker, en libertad condicional. - No soy ninguna santa, signorina. - dijo con una sonrisa ladeada al ver a Serena - Pero el Don me dio la oportunidad de demostrar que puedo usar mis manos para algo más que destruir. Ahora trabajo en seguridad digital para hospitales. Rafaele rio bajo. - Si no la hubiera tomado bajo mi techo, probablemente ya estaría otra vez en problemas. – le dijo bajo. Finalmente, en una sala llena de libros y pizarras, conocieron al más callado de todos: un joven serio, con lentes redondos y una calma que imponía respeto. Era un genio de la administración, capaz de estructurar empresas, proyectos y hasta el caos creativo de sus compañeros con una precisión quirúrgica. Serena los observó uno a uno, sintiendo que en ese lugar latía algo más grande que la suma de sus talentos. Se trataba de segundas oportunidades, de sueños que alguien poderoso había decidido proteger. Rafaele, con las manos cruzadas a la espalda, la miró de reojo mientras los jóvenes volvían a sus tareas. - Ahora entiendes, cara mia. - dijo en voz baja - Por qué hablo de ellos como si fueran mi famiglia. La sangre no siempre lo es todo. Serena asintió, conmovida. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba en un lugar donde la vida no giraba en torno a los caprichos de alguien como Damian, sino en torno a la creación, la pasión y la posibilidad de construir un futuro distinto. La joven salió del ala sur con Rafaele, todavía con el eco de las voces de aquellos jóvenes en su memoria. Había visto entusiasmo, entrega, pasión real. Cada uno hablaba de su proyecto como si fuera un pedazo de su alma, como si lo que hacían no solo les diera sentido, sino que también pudiera cambiarle la vida a otros. Mientras caminaba por los corredores bañados de luz, Serena se descubrió comparando aquel mundo vibrante con el que había habitado junto a Damian. Recordó las interminables galas, las cenas de compromiso, los desfiles en donde él siempre brillaba con su sonrisa impecable y sus palabras dulces dirigidas a cualquiera menos a ella. Lo más cercano a una pasión que había visto en Damian era la forma en que hablaba de su última compra superficial o de sus conquistas. Todo giraba en torno a su propio reflejo, como si necesitara que el mundo lo alabara para existir. Ella había pasado años siguiéndolo como una sombra, creyendo que el amor era esperar pacientemente a que él la mirara, que el sacrificio de su dignidad era prueba de su lealtad. Había confundido silencio con fortaleza, paciencia con amor. Ahora, allí, viendo a un escultor diseñar para niños que jamás podrían pagar, a un ingeniero soñando con agua potable en los rincones olvidados del mundo, a una hacker intentando redimirse y a un administrador capaz de organizar lo imposible… entendió lo absurdo de haber dedicado tanto tiempo a alguien vacío. Damian nunca había construido nada que no fuera humo. En cambio, esos jóvenes -con menos medios, con menos privilegios- construían esperanza. Una punzada de vergüenza le recorrió el pecho. Había permitido que un hombre como Damian definiera sus emociones, su tiempo y hasta su primera vez. Lo había venerado como si fuera lo único valioso en su vida, cuando en realidad era lo más hueco que había conocido. Rafaele le abrió una puerta hacia el jardín interior, adosado a la terraza y la cocina familiar y le ofreció un asiento en una banca de hierro forjado. - Estás muy callada, Serena ¿Qué piensas? - preguntó con suavidad. La joven lo miró, respiró profundo y, por primera vez en mucho tiempo, habló con una sinceridad que la sorprendió incluso a sí misma: - Pienso que desperdicié demasiados años en alguien que nunca tuvo nada real que darme. Aquí… aquí siento que todo lo que vi hoy vale más que cualquier gala de sociedad. Rafaele sonrió apenas, complacido, como si en su interior supiera que ella comenzaba a despertar de una larga pesadilla.
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