El inicio
Me encuentro sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en mis manos. Las observo como si no las reconociera, mientras las lágrimas caen lentamente sobre mis mejillas, trazando un rastro húmedo y cálido que parece quemar mi piel. Son lágrimas que ya no cuentan el tiempo, pero que representan el peso de cada uno de los 365 días que han pasado sin él, un año completo de vacío.
Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. La llamada, las palabras frías y mecánicas que pronunciaron "desaparecido", resonaron en mi cabeza como un eco infinito. Grité hasta quedarme sin voz. Le grité a Sebastián, insultándolo con todo lo que tenía dentro, como si fuera su culpa, como si él pudiera haber hecho algo para evitarlo. Pero en el fondo, sabía que estaba desahogando mi desesperación. Lloré hasta que mi cuerpo no pudo más, cada sollozo era un lamento por él, por el amor que perdí, por la vida que se desmoronaba sin control.
Los primeros seis meses fueron una neblina de dolor constante. Día y noche, las lágrimas no cesaban, como si mi cuerpo estuviera intentando vaciarse de toda la tristeza que lo consumía. Finalmente, llegó el día que tanto temía: lo declararon oficialmente muerto. Sentí como si el suelo se desvaneciera bajo mis pies cuando Ramson, sin una pizca de emoción, anunció ante los medios que habían cancelado la búsqueda del Agente Clark. Esa misma noche, tomé un frasco de pastillas. Quería dormir para siempre, pero desperté en una fría cama de hospital, rodeada de luces cegadoras y voces preocupadas.
Lo intenté de nuevo. Esta vez, más decidida. Con una navaja en mano, corté mis muñecas, queriendo liberarme de la angustia que me aplastaba. Pero antes de que la oscuridad me cubriera por completo, Sebastián me encontró. Desde ese día, fui trasladada a esta clínica. Un lugar donde las paredes blancas y las luces brillantes parecen congelar el tiempo. No hay noches ni días aquí, solo una interminable sucesión de visitas. Mi madre viene a verme todos los días, sus ojos reflejando un dolor que intenta ocultar detrás de sonrisas forzadas. Sebastián también está siempre aquí, su presencia constante, pero sus palabras no pueden aliviar mi sufrimiento.
—Alexa, necesitas comer algo —insistió la psicóloga, su voz suave pero firme, sentándose frente a mí en la pequeña mesa de la sala de la clínica. Colocó una bandeja con comida delante de mí, como si fuera a cambiar algo.
No le respondí. Mis ojos se mantuvieron fijos en el ventanal, observando el cielo gris que parecía reflejar mi propio estado de ánimo. Afuera, las nubes pesadas se acumulaban, amenazando con una tormenta, pero dentro de mí ya hacía tiempo que había comenzado a llover.
—Alexa, sé que te sientes mal, que has pasado por mucho, pero tu cuerpo necesita energía. No puedes seguir así —continuó, buscando mi mirada.
Me crucé de brazos, sintiendo cómo la rabia empezaba a arder en mi interior.
—¿Y qué? —solté con brusquedad, girando mi cabeza para mirarla por primera vez. Mis ojos estaban llenos de lágrimas contenidas, pero mi voz salió fría—. Comer no va a traerlo de vuelta.
La psicóloga se quedó en silencio por un momento, claramente buscando las palabras adecuadas para no hacerme explotar aún más. Odiaba ese silencio, como si intentara manejarme con cuidado, como si yo fuera un jarrón roto a punto de desmoronarse con el más mínimo movimiento.
—Lo sé —dijo, finalmente—. Pero cuidar de ti misma es un primer paso para seguir adelante. No significa olvidar, Alexa. Solo significa que te estás dando la oportunidad de seguir viviendo, por ti, por los que te aman.
Reí sin humor, amarga.
—¿Seguir adelante? ¿Para qué? —bufé, volviendo a girar la cabeza hacia la ventana—. No hay nada más allá. Todo lo que tenía ya no está. Todo se acabó el día que él desapareció.
Sentí cómo su mirada se clavaba en mí, pero la ignoré. El sonido de su respiración calmada solo lograba irritarme más. ¿Cómo podía ella estar tan tranquila, tan razonable? No tenía ni idea de lo que era perder a alguien de esa manera, de sentir cómo tu mundo entero se derrumbaba en cuestión de segundos.
—Alexa —su tono ahora era más suave, más cercano—, no te estoy pidiendo que olvides. Solo que no te destruyas a ti misma en el proceso.
—Vete —murmuré, cerrando los ojos con fuerza—. No quiero hablar.
—Alexa, mañana te daremos el alta. Volverás a tu casa con tu familia —anunció la psicóloga con un tono que intentaba ser alentador, pero a mí me sonaba distante, como si estuviera hablando de otra persona.
Ni siquiera levanté la cabeza. Mis ojos seguían fijos en la pared blanca de la clínica, esa que había estado viendo durante meses, como si en ella hubiera una respuesta que jamás llegaba.
—¿Escuchaste lo que te dije? —insistió, tratando de captar mi atención.
—Lo escuché —respondí en voz baja, con un dejo de indiferencia. La idea de salir de aquí, de volver a mi "vida", me resultaba insoportable. Volver a una casa donde ya nada era igual, donde todo estaba teñido por su ausencia.
La psicóloga suspiró, probablemente esperando alguna reacción, alguna muestra de emoción. Pero no le iba a dar eso. No tenía energía para fingir que salir de la clínica cambiaría algo.
—Es un buen paso, Alexa. Volver a tu entorno, rodearte de tus seres queridos te ayudará a sentirte mejor, a sanar —continuó, como si con esas palabras pudiera convencerme de algo que yo sabía que era una mentira.
El día no tardó en terminar, y al día siguiente por la mañana, me vestí con la primera ropa que encontré en el armario: una blusa roja y unos shorts vaqueros. Mi reflejo en el espejo me devolvía una imagen que apenas reconocía. Mi cabello largo y ondulado estaba completamente despeinado, como si reflejara el caos interno que llevaba dentro. Intenté no mirarme demasiado; no quería enfrentarme a lo que veía.
Mis muñecas, cubiertas con pañuelos, ocultaban las cicatrices de mis intentos fallidos de escapar de todo esto. Aunque las marcas seguían allí, como recordatorios de mi desesperación, era mejor que los demás no las vieran. No necesitaba más preguntas, ni más miradas de lástima.
Unos minutos después, llegaron Sebastián y mi madre. Lo supe por el sonido de la puerta al abrirse y por los murmullos de las enfermeras. Sebastián fue el primero en acercarse, sus pasos firmes pero su rostro tenso. Me abrazó con fuerza, como si intentara reconfortarme, como si ese gesto pudiera arreglar algo.
Yo no le respondí. Me quedé quieta, mis brazos colgando a los lados, incapaz de devolverle el abrazo. No lo perdono. No lo perdono por dejarnos solos a John y a mí, por no estar ahí cuando más lo necesitábamos.
Sebastián no dijo nada, pero su expresión cambió cuando sintió mi rechazo. Pero ya no me importaba. Nada de lo que hiciera o dijera cambiaría el hecho de que había fallado.
Ellos me ayudaron con mis maletas y salimos de la clínica. Mientras caminábamos hacia el estacionamiento, una voz femenina nos detuvo.
—Sebastián —escuché detrás de mí.
Me voltee y observé a una mujer de cabello castaño ondulado, similar al mío, aunque el de ella se veía muy maltratado. Sus ojos eran de un gris frío, su piel pálida. Parecía tener unos treinta y cinco o cuarenta años, y por su atuendo, deduje que era doctora.
—Sebastián Blanco —pronunció, atrayendo la atención de mi tío, quien se quedó paralizado. Noté que mi madre la miraba con rabia, algo inusual en ella, que rara vez dirigía una mirada de desprecio a nadie.
—Bárbara, es un placer verte —dijo ella, con una leve sonrisa tensa.
—No puedo decir lo mismo, Marisol —respondió mamá con una sonrisa fría.
—¿Ella es...? —preguntó Marisol, echándome una ojeada.
—Mi sobrina mayor, Alexa —respondió Sebastián rápidamente.
Marisol intentó acercarse para saludarme, pero di un paso hacia atrás. No tenía ningún interés en hablar con ella ni con nadie. Me sentía agotada, tanto física como mentalmente.
—Te espero en el carro, tío —dije, sin mirar a ninguno de ellos.
—Sí, vamos, cariño —intervino mi mamá, tomando mi brazo con suavidad.
—Alexa, no seas grosera —me pidió Sebastián, claramente incómodo.
—No tengo humor para ser sociable. Si quieres seguir soltero, váyanse a una cita, a un hotel o donde sea —respondí con frialdad.
Marisol soltó una risa breve—. Definitivamente es tu familiar. Un gusto, Alexa.
No respondí, solo asentí y me dirigí al estacionamiento, donde estaba el carro. Mientras caminaba, sentí cómo el ambiente entre mi madre y mi tío se volvía extraño, cargado de tensiones no dichas.
Al llegar a casa, me dirigí hacia la escalera con la intención de encerrarme en mi cuarto, pero mi madre me detuvo. Insistió en que pasara la tarde con ella en el jardín, charlando.