Un mes
Lisa
Raven Hill es uno de los estados más peligrosos de Estados Unidos. Aquí, la vida cotidiana está teñida por el narcotráfico y la violencia. La mafia de Chicago tiene presencia en Raven Hill, extendiendo sus tentáculos desde la ciudad principal hasta los barrios más humildes.
La mafia de Chicago controla varias rutas de tráfico de drogas, armas y personas. Sus operaciones están organizadas como un negocio: tienen líderes, intermediarios y soldados que se encargan de las tareas más peligrosas. Las pandillas locales trabajan como socios menores, distribuyendo mercancías y realizando trabajos sucios, como cobrar deudas o silenciar testigos.
El principal motor de su poder es el miedo. Quien se atreve a desafiarlos no vive para contarlo. Muchos políticos y policías en Raven Hill están en sus nóminas, asegurando que nadie pueda detener su dominio. El dinero sucio fluye constantemente, comprando lujos para sus líderes y condenando a las comunidades al caos.
Mi nombre es Lisa. Vivo en un barrio peligroso, donde salir de casa siempre implica mirar por encima del hombro. Apenas tengo diecisiete años, pero la vida me ha obligado a crecer rápido. Desde que mi madre nos abandonó cuando yo tenía diez, me he hecho cargo de mis dos hermanas menores, las gemelas Camila y Casandra.
Mi padre es alcohólico; pasa las noches en bares y las mañanas en un sillón desvencijado, ajeno a todo lo que ocurre en casa. Mi hermano mayor es otra historia: un joven irresponsable que nunca logra conservar un trabajo y apenas aporta algo a la casa.
Mi vida se resume en estudiar lo poco que puedo y trabajar como niñera o en cualquier empleo que encuentre para subsistir. Ver a mis hermanas llorar por comida es como sentir una puñalada en el pecho, una que nunca deja de doler.
Esta mañana, como siempre, las estoy dejando en el colegio. Las gemelas, con sus mochilas gastadas pero limpias, me sonríen antes de entrar corriendo al edificio.
—Adiós, Lisa —dijo Camila con una sonrisa tímida, agitando la mano.
—Te queremos, Lisa —agregó Casandra, dándome un último vistazo antes de desaparecer por la puerta.
Las observé hasta que entraron, sintiendo una mezcla de orgullo y tristeza. Ellas eran mi motor, mi razón para seguir adelante.
Caminé con prisa por las calles vacías, esquivando miradas curiosas y sonidos lejanos de sirenas. Otro atentado había sacudido el barrio esta mañana, así que las clases se suspendieron. Por un instante, deseé no regresar a casa, pero no tenía opción.
Cuando llegué, noté que la puerta estaba entreabierta. Algo en mi interior se tensó, una sensación que ya conocía bien. Empujé la puerta lentamente y allí estaban: mi hermano Damián y otros dos tipos que no reconocí, con las pupilas dilatadas y el aspecto desaliñado de quienes están atrapados en el vicio. Pero lo que realmente me puso los pelos de punta fue la presencia de Mauro, uno de los principales distribuidores de droga del barrio.
Mi respiración se detuvo un segundo antes de que estallara.
—¿Qué mierda hacen en mi casa? —grité, avanzando con pasos firmes hacia ellos.
Mauro, sentado cómodamente en una de nuestras sillas rotas, me dedicó una sonrisa burlona.
—Pero mira qué tenemos aquí... —dijo, observándome de arriba abajo como si fuera un juguete nuevo.
Damián levantó las manos, como si intentara calmarme.
—Relájate, Lisa. No pasa nada.
—¿No pasa nada? —bufé, sintiendo la rabia hervir en mis venas—. ¡No pueden consumir aquí! Esto no es suyo, es de los jefes. ¿Tienen idea del lío en el que se están metiendo?
Mauro soltó una carcajada y apagó el cigarro que tenía en la mano contra la mesa, dejando una quemadura negra en la madera.
—Tienes agallas, niña —comentó, con un tono casi divertido—. Pero deberías aprender a mantener esa boquita cerrada.
Damián se puso de pie, tambaleándose un poco, y se acercó a mí.
—Tranquila, Lisa. Mauro solo está aquí por un rato, ¿vale? No queremos problemas.
Lo miré fijamente, casi sin reconocer al hermano mayor que solía protegerme de todo.
—No quiero problemas, pero ustedes los traen aquí —respondí con frialdad, antes de dirigirme a Mauro—. Lárguense de mi casa.
Mauro se levantó lentamente, sin borrar esa sonrisa arrogante.
—Eres valiente, Lisa. Me gusta eso. Pero recuerda, en este barrio, el valor no te lleva muy lejos.
Se giró hacia Damián, dándole una palmada en el hombro.
—Hablaremos luego, chico. Parece que tu hermanita tiene más agallas que tú.
Ellos apenas cruzaban la puerta cuando una camioneta negra, blindada, se detuvo frente a la casa. De ella bajaron más de tres hombres, todos vestidos con ropa oscura y miradas de pocos amigos. Pero el que más llamaba la atención era uno de cabello oscuro y ojos azules. Su semblante era frío, casi inhumano, y la autoridad que emanaba era innegable.
Antes de que pudiera reaccionar, sentí a Damián moverse detrás de mí, usando mi cuerpo como escudo.
—Señor Russo... —murmuró Mauro, temblando visiblemente mientras sus ojos buscaban alguna salida.
—Me han reportado que te has robado mercancía —dijo Cassio Russo con una calma escalofriante, apuntándole con una mirada que podría congelar el aire—. ¿Sabes lo que le pasa a los que se atreven a tocar lo que me pertenece?
Mauro negó rápidamente con la cabeza, con las manos alzadas en un gesto de súplica.
El disparo resonó como un trueno, y el cuerpo de Mauro cayó al suelo con un golpe seco. Sus ojos, llenos de lágrimas y miedo, ahora estaban vacíos. No tuve tiempo de procesar lo que acababa de pasar cuando los otros dos hombres que lo acompañaban sufrieron el mismo destino. Todo ocurrió en cuestión de segundos.
El hombre de cabello oscuro y ojos azules permaneció completamente impasible. Sus movimientos eran precisos, casi calculados, como si lo que acababa de hacer no le afectara en lo más mínimo. Guardó silencio por un momento, inspeccionando el lugar con frialdad. Entonces, giró su mirada hacia mí, y antes de que pudiera reaccionar, me apuntó con el arma.
Mi corazón se detuvo. Sentí cómo las piernas me temblaban, pero me obligué a quedarme de pie. No podía mostrar miedo. No con él.
—¿Y tú? —preguntó, su voz tan gélida como su mirada—. ¿Qué papel juegas en esto?
Abrí la boca para responder, pero ningún sonido salió al principio. Me aclaré la garganta, intentando controlar el temblor en mi voz.
—Yo... yo no tengo nada que ver con ellos. Vivo aquí, eso es todo.
Él ladeó ligeramente la cabeza, evaluándome. Su arma seguía apuntándome, y sus ojos no mostraban ni un rastro de compasión.
—¿Nada que ver? —repitió lentamente, como si estuviera considerando si creerme o no.
Sentí el peso del arma como si estuviera sobre mi propia piel. Mi mente trabajaba a toda velocidad, intentando encontrar las palabras correctas para convencerlo.
—Mi hermano —continué, señalando a Damián, que seguía escondido detrás de mí—. Ellos vinieron por él. Yo no sabía nada de esto.
Cassio Russo levantó su mano, haciéndome una señal clara para que me apartara. Mis piernas temblaban, pero obedecí, moviéndome a un lado mientras Damián caía al suelo, llorando incontrolablemente. Un olor ácido llenó el aire; se había orinado del miedo.
Cassio, con una calma espeluznante, apuntó su arma hacia él.
—Por favor, señor Russo —intervine rápidamente, mi voz temblando, pero con toda la firmeza que pude reunir—. Mi hermano no sabía que esa mercancía era suya. Mauro lo invitó. Nosotros... nosotros se lo pagaremos.
Él se giró hacia mí, su mirada helada perforándome como un cuchillo.
—¿Tú lo pagarás? —preguntó con un tono bajo, casi burlón, pero que encerraba una amenaza implícita.
—Sí —dije sin dudar, aunque sentía que mi garganta se cerraba—. Si deja vivir a mi hermano, le doy mi palabra de que lo pagaré.
Cassio se quedó en silencio un momento, evaluándome con una expresión indescifrable. Finalmente, guardó su arma y dio un paso hacia mí. Su mirada recorrió mi figura de arriba a abajo, pausadamente, como si estuviera calculando algo.
—Tienes un mes, niña —dijo, su voz cargada de un frío absoluto—. Una forma u otra, lo pagarás.
Mi corazón se detuvo por un instante, pero asentí.
—Lo haré.
Cassio no respondió. Hizo una señal a sus hombres, y sin más, se giró hacia la camioneta. Antes de subir, me lanzó una última mirada, una que me dejó helada.
Cuando finalmente se marcharon, me dejé caer al suelo junto a Damián, que seguía llorando como un niño. La realidad de lo que acababa de prometerme me golpeó como una avalancha. Un mes. ¿Cómo iba a conseguirlo?