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La primera en decir adiós

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Blurb

Ana es una famosa periodista que pasó su vida dedicada a su trabajo. Estudiosa pero algo rebelde, nunca le temió a las desiciones de la vida, incluso si aquellas desiciones la alejaron de Juan Manuel, un serio político elegante y demasiado atractivo.

Hoy recuerda, junto a sus incondicionales amigas, que no siempre lo que parece correcto lo es y que para ser feliz es necesario ser valiente.

Conoce las historias de Ana, Clara, María y Rose, en esta conmovedora historia que nos recuerda que el amor busca el camino, siempre que estemos dispuestos a dejarlo entrar.

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1
La vida no es más que un conjunto de decisiones, sólo los valientes logran que valga la pena. 1 Las temperaturas agradables de la primavera habían invitado a armar la mesa en el jardín. El mantel floreado flameaba sus extremos cuando la brisa revoltosa se empeñaba en acariciarlo. La jarra con té helado había comenzado a sudar y los deliciosos scones que preparaba cada jueves, parecían algo imperfectos aquella tarde. Rosa volvió a mirarlos y arrugó su ceño, como si no aprobara su forma. -¡Están perfectos, como siempre, Rose!- dijo una voz femenina que conocía demasiado bien. Giró con esa sonrisa impostada que tantos años había practicado y no tuvo problemas en ocultar sus verdaderos sentimientos, una vez más. Ana y Clara, sus amigas desde que podía recordarlo, traían blusas sueltas de manga corta, como si supieran que aquel jardín se volvería caluroso, y sus sweater en tonos ocres, en sus brazos, como si supieran, que luego, sentirían frío. -María está algo retrasada, no quise preguntar demasiado.- dijo Clara, con el tono dulce que solía llevar su voz, como si aún fuera docente y le hablara a sus alumnos. Llevaban 38 años con el mismo ritual. Merendaban cada jueves por la tarde, independientemente del clima, la economía y el agotamiento que llevaban en sus cuerpos. Eran amigas desde que la Señorita Galarza las había obligado a hacer un trabajo práctico juntas en el primer año del secundario. Ninguna había tenido que esforzarse por aquella amistad, eran tan distintas como iguales, eran fragmentos de un rompecabezas que encajaba a la perfección. Eran amigas. -¿Estás sola?- preguntó Ana, mientras acomodaba su abrigo en el respaldo de la costosa silla de ratán y se colocaba una servilleta en la falda. -Sí, hoy si. - respondió Rosa, mirando nuevamente el plato con los dulces cuya terminación parecía no conformarle. -Rose, dejá de mirar los scones.- le dijo Clara tomando uno con su mano para llevarlo a su boca con un movimiento exagerado. -Mmm.. Tan bueno como siempre.- le dijo aún masticando aquella masa que se deshacía en su boca. Ana sonrió, Clara era la más práctica y optimista de las cuatro. Siempre buscaba el lado positivo de las cosas, le quitaba dramatismo a todo lo que pudiera preocuparles. Aunque durante varios años, aquella faceta había estado sepultada, desde un largo tiempo, la había recuperado. Lo contrario podía decirse de Rosa. Si bien vivía en aquella enorme casa, de lujosos muebles y radiantes rosas, pasaba la mayor parte del tiempo quejándose o encontrando errores. Como esa misma tarde con aquellos scones que estaban perfectamente horneadas y sin embargo, le producían ese ceño fruncido qué tanto conocían. -Si María sigue tardando el té se va a calentar.- dijo Rosa tomando asiento a desgano, mientras revoleaba sus enormes ojos negros, que conservaban esa mística que siempre la había hecho ver hermosa. -Lo tomará caliente, no hay problema. Podemos pasar de la hora de quejas, por favor.- le dijo Clara, tomando una nueva masita sin siquiera mirarla. Rosa emitió un suspiro de fastidio y comenzó a servir los vasos de sus amigas con una expresión de falsa indignación. -¿Qué te dijeron en el periodico, Ana? ¿Van a publicar tu editorial?- le preguntó Clara, dándole un poco de espacio a Rosa. -Todavía no me respondieron. - dijo bebiendo luego el té helado. Ana había escrito para el diario La Nación desde muy temprana edad. Amaba su profesión, siempre lo había hecho. Era muy buena narrando hechos y en su juventud había conseguido notas excepcionales, gracias a su perseverancia y, un poco a su pesar, a su desfachatez. Pero cuando la obligaron a jubilarse, algunos años atrás, sus ganas de escribir no habían desaparecido. Desde entonces habían insistido en enviar material a su antigua editorial, pero al parecer, con la edad avanzada, llega una especie de sensación de inutilidad que se empeña en golpear al autoestima. Como si alguien que llega a los sesenta años ya no tuviera lugar. Las nuevas generaciones no parecen interesadas en lo que los que ya vivieron tienen que contar y eso vuelve a las palabras obsoletas. Sin embargo, Ana, aún tenía mucho por decir y no estaba dispuesta a darse por vencida. -Igual hay una nueva idea rondando en mi cabeza.- dijo la antigua periodista intentando no demostrar el entusiasmo que sentía por ella. Sus palabras lograron llamar la atención de sus amigas, justo cuando María saludaba desde las escaleras que llevaban al enorme jardín. -Hola, queridas. Perdón la demora, ya saben como es mi querido Facundo.- dijo con su voz nasal, cargando su bolso Cartier en el codo de su brazo derecho. María había nacido en una familia de altos ingresos, sus tatarabuelos habían sido terratenientes de gran parte de la provincia de Buenos Aires y aunque nunca había sido ostentosa, llevaba la clase en su sangre. Ahora lucía el cabello corto, pero siempre había gozado de una larga cabellera clara que parecía ajena a la humedad de aquella ciudad. A pesar de su acomodada vida, siempre había sido generosa. Les había proveído vestidos y carteras a lo largo de su adolescencia, las había invitado a su casa de vacaciones en múltiples ocasiones y jamás le había dado al dinero un valor que no sea el que tiene. Aunque al principio de su amistad, debían confesar, que la veían algo superficial, un par de encuentros habían sido suficientes para saber quién era realmente. -Apurate María, que Ana, estaba a punto de contarnos una nueva idea.- le dijo Clara, tan alegre como siempre, agitando su mano para que se diera prisa. -Es sólo una idea.- dijo Ana, intentando descender la expectativa que sus amigas parecían haber adquirido. -Ya conocemos tus ideas, no te quites mérito.- le dijo Rosa sacudiendo su cabeza con impertinencia. Ana suspiró y volvió a tomar un sorbo del té, mientras María se acomodaba en su silla. -Creo que voy a escribir un libro. - dijo sin mirar a ninguna de sus amigas. Le importaba lo que pensaran y sabía que si descubría una pizca de duda en ellas, desistiría de la idea. -¡Es fantástico!- dijo Clara juntando sus manos como si tuviera deseos de aplaudir. -Ya era hora, creo que es una idea maravillosa.- dijo María con una sonrisa en sus labios. -¿Se puede saber de qué vas a escribir?- preguntó Rosa, aún con su tono descreído. Ana, por fin las miró. Sus amigas, sus compañeras de vida, las mismas junto a las que había crecido, seguían siendo aquellas confidentes que tanto amaba. Con la piel algo marcada por esos surcos que la vida se encarga de trazar y los ojos algo achinados por la pérdida de visión; sus expresiones permanecían indemnes y sus miradas guardaban los mismos sentimientos que ella bien conocía. -Creo que tenemos mucho por contar. Creo que nuestras vidas valen la pena de ser narradas. Creo que una amistad como la nuestra merece ser leída.- dijo con entusiasmo mientras sonreía con los dientes apretados. Clara finalmente materializó ese aplauso que ansiaba y María comenzó a asentir con su cabeza mientras su sonrisa se agrandaba. -No creo que tenga nada para contar. - dijo Rosa mientras se ponía de pie y tomaba el plato con los scones con una mano. -Y esta es una mala horneada, no tenemos por qué comerla. - dijo retirándose con paso firme del jardín. Ana, Clara y María intercambiaron miradas con algo de decepción. Si había alguna de las cuatro con una verdadera historia por contar, justamente era aquella mujer que acaba de dejarlas solas.

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