Pero conforme se movían por uno de los corredores menos transitados del castillo, Thessa sintió la familiar molestia: pequeños granos de una sustancia arenosa que se filtraban por debajo de su vestido. Era un fenómeno que la había acompañado desde la infancia, manifestándose cuando se sentía nerviosa o estresada. Su piel secretaba diminutos cristales dorados similares a arena fina, un secreto vergonzoso que guardaba de todos de forma muy celosa porque lo consideraba grotesco.
Cuando frotaba sus manos con ansiedad, esos granitos aparecían entre sus dedos. Thessa asumía que se trataba de alguna condición cutánea extraña, una anomalía que su cuerpo de loba beta no debería experimentar, sin sospechar que lo que consideraba una imperfección era algo mucho más extraordinario.
—Otra vez no, deb
