Brielle frunció el ceño, confundida. —¿Limpiarme la boca? —repitió con su inocencia haciéndola parecer aún más vulnerable. Sadrac sonrió y esa sonrisa no le dio buena espina a Brielle. —Ya lo entenderás, mujer. Ahora, llévame a mi aposento. —Señaló la silla con un gesto autoritario—. Usa las agarraderas. Quiero que me empujes por el pasadizo secreto hasta mi cama. Brielle asintió, todavía procesando lo que acababa de ocurrir. Con cuidado, se colocó detrás de la silla con sus manos temblando ligeramente mientras agarraba las manijas curvadas. La sensación de empujar a Sadrac, el Rey Lobo, en la silla que ella había diseñado, era a la vez triunfante y profundamente íntima. Cada paso que daba, cada giro de las ruedas era un recordatorio de que, a pesar de todo, había logrado algo importa

