CAPITULO 1
Freya
El café estaba frío.
Otra vez.
Freya Lennox lo sostuvo entre los dedos como si fuera un trofeo a la derrota. La espuma ya se había hundido, y los labios del vaso de cartón estaban decorados con pequeños rastros de lápiz labial rojo. Se lo había puesto a las prisas, en el metro, sin espejo. A la mierda el glamour.
—Penny, ¿hiciste la entrega del cliente del Soho? —preguntó, mientras trataba de responder tres correos, subir los planos a la nube y no gritarle al mundo.
—Lo intenté, pero el Uber no quiso meter la mesa al maletero. —Penny, su asistente, parecía un hámster humano: demasiado dulce para este mundo y completamente inútil en situaciones de crisis.
—Perfecto. —Ferya cerró los ojos. Respiró. Contó hasta tres. No sirvió.
La oficina de su pequeño estudio de diseño era un caos: muestrarios por todas partes, papeles, bolsas, madera, una planta medio muerta, y la canción más deprimente de Lana Del Rey sonando de fondo como si el Spotify supiera que hoy iba a ser uno de esos días.
Pero aún así, ahí estaba ella: con el cabello recogido en un moño desordenado, la camisa arremangada y las uñas pintadas como si no tuviera tiempo de fracasar.
Porque no lo tenía.
Había recibido un correo esa misma mañana: su solicitud para el "Concurso Internacional de Proyectos Emergentes" había sido aceptada.
El premio: medio millón de dólares para financiar su proyecto.
La trampa: debía presentar un concepto en equipo.
—¿Con quién, carajo, se supone que voy a hacer equipo si trabajo sola? —murmuró, mientras abría el archivo de términos y condiciones.
Y fue entonces cuando lo vio. Una línea discreta.
Un nombre.
Alexander Dorne – CEO asociado.
Y más abajo: “se le asignará un socio patrocinador en caso de no contar con equipo propio.”
—¿Qué…? —Freya se quedó en blanco.
Había escuchado de él.
Todo el mundo lo había hecho.
Pero nunca pensó que su nombre y el de Alexander Dorne fueran a estar en el mismo documento.
Y aún no sabía que estaban a punto de estar en algo mucho más íntimo.
Alexander
Las 5:00 a.m.
Ni un minuto más.
Alexander Dorne ya estaba de pie, con la espalda recta, el reloj suizo marcando el ritmo de su respiración. El mármol n***o de su baño reflejaba el cuerpo marcado y frío como una estatua.
Tres gotas de serum. Agua helada. Afeitado limpio.
El día podía comenzar.
En el comedor, su desayuno esperaba: espresso doble, sin azúcar, una rebanada de pan de masa madre tostado exactamente a 8 minutos. Junto a él, la tablet con los movimientos bursátiles de Tokio y los informes del equipo de seguridad.
Su agenda estaba cronometrada al segundo.
Tenía reuniones con el consejo, una videollamada con Dubai, y la revisión final del Concurso Internacional de Proyectos Emergentes.
Un estorbo menor, pensado solo para limpiar imagen de su empresa.
Leía los perfiles asignados mientras cruzaba el vestíbulo de mármol de su edificio privado. Unos tacones apresurados resonaron tras él, pero no se giró. Nunca lo hacía.
—Señor Dorne, la Junta lo espera en la planta ejecutiva —anunció su asistente con voz firme.
—Que esperen. Tengo que revisar algo más importante.
Y ahí estaba.
Una aplicación solitaria.
Una diseñadora freelance sin equipo.
Freya Lennox.
Algo en ese nombre le provocó una incomodidad extraña.
Demasiado joven. Demasiado orgullosa. Y esa mirada... sí, la había visto en el archivo.
Ojos avellana. Como si se burlaran de todo lo que él representaba.
Sonrió. Solo un poco.
—Así que tú eres la que se atrevió a firmar sin saber con quién estaba jugando…
Y sin saberlo, los engranes del destino ya giraban.
El juego estaba por comenzar.
No sabía si quería vomitar o llorar.
Llevaba casi una hora sentada frente al espejo del baño de su departamento, con un vestido colgado detrás de la puerta y una copa de vino sin terminar en la encimera.
El correo era claro:
“Candidata aceptada al Programa Vallencourt. Asistencia obligatoria a la gala inaugural. Código de vestimenta: formal.”
Formal. Claro.
Como si tuviera tiempo, dinero y energía para ir a fingir que era alguien que no estaba sobreviviendo a punta de café y sarcasmo.
Respiró hondo. Luego lo hizo otra vez.
Se levantó, se puso frente al espejo, y comenzó a cambiarse.
El vestido era n***o, de espalda abierta, ceñido en la cintura. Había sido un regalo de una clienta satisfecha, demasiado caro para su vida real, pero perfecto para fingir que pertenecía a ese mundo.
Su cabello caía como una cascada oscura sobre sus hombros, y sus labios… bueno, rojo sangría siempre era una buena idea.
Los ojos avellana brillaban más de lo que deberían. Había una mezcla extraña en su pecho: miedo y fuego.
—Solo es una gala —se dijo a sí misma—. Solo vas a ver a la gente rica emborracharse y a algún imbécil con ego inflado dar un discurso.
No sabía lo equivocada que estaba.
La alfombra negra de la entrada era nueva.
La iluminación, ajustada a niveles de cálido oro.
El nombre de su empresa decoraba la entrada del salón de eventos más exclusivo de Manhattan como si el edificio completo le perteneciera —y en parte, lo hacía.
Alexander Dorne bajó del auto con la elegancia de quien no necesita mostrar poder para tenerlo.
Su smoking n***o estaba hecho a medida en Londres. Llevaba un reloj que solo seis personas en el mundo poseían, y su perfume se mezclaba con el aire como una advertencia.
Mientras entraba al salón, saludaba con una leve inclinación de cabeza. Todos sabían quién era.
Pero él solo buscaba una cosa: verla.
Freya Lennox.
Nombre simple.
Mirada desafiante.
Un error… o un accidente perfectamente útil.
Su equipo ya le había mostrado fotos. Sabía que era atractiva.
Pero nada lo preparó para verla entrar.
Freya bajó las escaleras del salón con paso firme. Su corazón iba al doble de velocidad, pero no lo mostraba.
Los focos la acariciaban. El vestido n***o absorbía la luz como si fuera parte de su piel.
Miradas la seguían, algunas por deseo, otras por intriga. No pertenecía ahí, y por eso destacaba.
Y entonces, lo sintió.
Como si una corriente helada se colara por su espalda.
Una mirada.
Giró el rostro.
Él estaba al otro lado del salón, en la cima del mundo, rodeado de ejecutivos, copas de cristal y alfombras importadas.
Alexander Dorne.
Su mirada era como acero líquido.
No sonreía. No hablaba. Solo la observaba.
Y por un instante… Freya sintió que no llevaba nada puesto.
Sus ojos se encontraron.
Y en ese microsegundo, algo se rompió.
O se encendió.
O tal vez ambas cosas.
Él no se movió.
Ella tampoco.
Pero el juego había comenzado.