El error que lo cambió todo
No sé cómo dejé que Sofía me metiera en esto. Mis zapatillas gastadas y mi laptop son mi refugio, mi hogar, mi todo. No este vestido n***o que se pega a mi piel como si quisiera recordarme, a cada paso, que no pertenezco a este mundo. El escote es más pronunciado de lo que me gusta, y el dobladillo, que roza mis rodillas, me hace sentir expuesta. Los tacones, un préstamo de Sofía, son una tortura que amenaza con hacerme tropezar en cualquier momento. Pero aquí estoy, atrapada en el vestíbulo de un hotel de lujo en Manhattan, rodeada de candelabros que destellan como estrellas y camareros que se deslizan con bandejas de champán como si fueran parte de una coreografía.
— ¡Es una conferencia tech, Elena, necesitas contactos! —me dijo Sofía hace una semana, con esa sonrisa suya que siempre me arrastra a sus locuras. Pero este lugar no tiene nada de tecnológico. La música de jazz flota en el aire, suave y seductora, y los ventanales del salón principal ofrecen una vista del skyline de Nueva York que parece sacada de una postal. Los edificios brillan como si la ciudad estuviera riéndose de mí, susurrándome que me he equivocado de escenario.
Miro a mi alrededor, buscando una salida. La sala está llena de hombres con trajes impecables y mujeres con vestidos que deben costar más que mi renta de un año. Hablan en murmullos sofisticados, ríen con una elegancia que me resulta ajena. Mi mochila, donde guardo mi laptop, está escondida en el guardarropa, pero siento su ausencia como si me faltara un brazo. Quiero girar sobre estos malditos tacones y escapar, volver a mi apartamento en Brooklyn, donde los códigos y los firewalls no me juzgan.
Estoy a punto de dar el primer paso hacia la libertad cuando alguien se planta frente a mí, bloqueando mi camino. Alzo la vista y, por un segundo, olvido cómo respirar. Es un hombre, alto, con un traje oscuro que parece moldeado a su cuerpo, como si un sastre hubiera pasado meses perfeccionando cada costura. Su cabello castaño está peinado hacia atrás, con un mechón rebelde que cae sobre su frente, y sus ojos verdes me estudian con una intensidad que me hace sentir desnuda. Pero es su sonrisa —torcida, confiada, cargada de promesas— lo que me clava al suelo.
— ¿Eres mi cita? —pregunta, y su voz es puro terciopelo, con un acento ítalo-americano que me eriza la piel.
— ¿Perdón? —balbuceo, aferrándome al bolso que cuelga de mi hombro como si fuera un salvavidas. Mi cerebro grita que esto es un error garrafal, que este hombre no puede estar hablando conmigo. Pero él no retrocede. Su mirada no vacila, y esa sonrisa se ensancha, como si mi confusión fuera parte de un juego que ya ha decidido ganar.
— Luca Moretti —se presenta, extendiendo una mano. Sus dedos rozan los míos al ofrecerme una copa de champán que ha tomado de un camarero cercano, y un escalofrío me recorre desde la muñeca hasta la nuca—. Encantado de conocerte… aunque llegas tarde.
Miro la copa, luego a él, y mi mente se queda en blanco. ¿Cita? ¿Tarde? Esto tiene que ser un malentendido. Sofía me dijo que era una conferencia, no una… ¿qué es esto? ¿Una gala de millonarios? Pero Luca no parece dispuesto a dejarme procesar. Su presencia es magnética, y cada palabra que sale de su boca parece diseñada para desarmarme.
— Creo que hay un error —consigo decir, apretando la copa con tanta fuerza que temo romperla—. No soy…
— ¿Un error? —interrumpe, inclinándose ligeramente. Su colonia, una mezcla de madera y cítricos, me envuelve, y juro que el aire se vuelve más denso—. No creo en errores, cara mia. Solo en oportunidades.
¿Cara mia? ¿En serio? Este hombre es un cliché andante, el tipo de seductor que protagoniza las novelas románticas que Sofía devora. Pero mi cuerpo no está de acuerdo con mi cabeza, porque mis mejillas arden y mis dedos tiemblan. Trago saliva, buscando una respuesta que no me haga parecer una idiota.
— No soy tu cita —insisto, levantando la barbilla para parecer más segura de lo que me siento—. Estoy aquí por… una conferencia tecnológica.
Luca suelta una risa baja, profunda, que reverbera en mi pecho como una corriente eléctrica. Sus ojos brillan con diversión, pero también con algo más, algo que hace que mi pulso se acelere.
— ¿Una conferencia? —Se acerca un paso más, y el espacio entre nosotros se reduce a casi nada—. Esto es una gala benéfica, bella. Pero me gusta tu versión. Es… refrescante.
Quiero retroceder, poner distancia entre nosotros, pero mis pies no obedecen. Hay algo en él —en su confianza, en la forma en que me mira como si fuera la única persona en esta sala abarrotada— que me tiene atrapada. Mi mirada recorre su rostro: la mandíbula definida, la barba incipiente que le da un aire peligrosamente atractivo, los labios que parecen saber exactamente cómo sonreír para desarmar a cualquiera.
— No estoy aquí para ser tu cita —repito, pero mi voz sale más como un susurro. Me maldigo internamente. ¿Dónde está mi sarcasmo cuando lo necesito?
Él arquea una ceja, claramente divertido.
— Entonces, ¿por qué estás aquí, vestida como si quisieras robarme el aliento? —Su mirada recorre mi vestido, deteniéndose en cada curva, y juro que siento su roce como si fueran sus manos.
Mis mejillas se incendian, y miro hacia otro lado, buscando una distracción. En el salón, vislumbro a Sofía charlando con un grupo de hombres trajeados, ajena a mi situación. La traidora. Esto es su culpa.
— Mi amiga dijo que era una conferencia —admito, encogiéndome de hombros—. No esperaba… esto.
Luca ladea la cabeza, estudiándome como si fuera un rompecabezas que está decidido a resolver.
— ¿Y qué haces en esas conferencias, Elena? —pregunta, y el sonido de mi nombre en su boca, con ese acento que arrastra las vocales, me hace estremecer.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —Mi corazón da un vuelco.
— Tu amiga —responde, señalando con la barbilla hacia Sofía—. Me dijo que estabas aquí. Aunque no mencionó que serías… así.
— ¿Así cómo? —pregunto, entrecerrando los ojos, desafiante.
— Imposible de ignorar —dice, y su voz baja una octava, cargada de una intensidad que me hace contener el aliento.
Estoy a punto de responder, de soltar alguna pulla que me devuelva el control, pero antes de que pueda hablar, Luca me toma del brazo con una suavidad que desmiente la firmeza de su agarre. Me guía hacia una puerta lateral, y de repente estamos en un balcón privado, lejos del bullicio del salón. El aire fresco de la noche me golpea, y las luces de Nueva York parpadean como un mar de estrellas. Los rascacielos se alzan a nuestro alrededor, y el murmullo de la ciudad sube desde las calles, mezclándose con el latido acelerado de mi corazón.
— ¿Qué haces? —pregunto, mi voz temblando, no de miedo, sino de algo mucho más peligroso.
Luca se apoya en la barandilla, su postura relajada pero calculada, como un depredador que sabe que tiene a su presa justo donde quiere.
— Darte una razón para quedarte —responde, y su mirada no se aparta de mí—. Dime, Elena, ¿qué hace una mujer como tú confundiendo una gala con una conferencia?
Me cruzo de brazos, tratando de recuperar algo de compostura.
— Soy analista de ciberseguridad —digo, encogiéndome de hombros—. Firewalls, encriptación, esas cosas. No es glamoroso, pero es lo mío.
Sus ojos se iluminan, y por un momento, parece genuinamente sorprendido.
— ¿Ciberseguridad? —repite, dando un paso hacia mí—. Eso es… inesperado. Y sexy.
Suelto una risa incrédula, sacudiendo la cabeza.
— ¿Sexy? Eres un cliché, ¿lo sabías?
— Y tú eres una contradicción —replica, acercándose más. El calor de su cuerpo es casi tangible, y el aire entre nosotros se carga de electricidad—. Dices que no perteneces aquí, pero luces como si hubieras nacido para brillar en este balcón.
Quiero protestar, pero sus palabras me desarman. Hay algo en su voz, en la forma en que me mira, que hace que mi resolución se tambalee. Luca extiende una mano, rozando mi muñeca, y una chispa recorre mi piel.
— Quédate un poco más, cara mia —susurra, su aliento rozando mi oído—. Prometo hacer que valga la pena.
Mi mente grita que debo irme, que este hombre es peligroso, que no encajo en su mundo de lujo y seducción. Pero mi cuerpo tiene otros planes, y cuando sus dedos se detienen en mi mano, una voz traicionera dentro de mí susurra: Quédate.