No me sorprenden fácilmente. En mi mundo, todo tiene un guion: contratos que se firman en rascacielos, apretones de manos que valen millones, mujeres que caen con una sonrisa y un par de palabras en italiano. Las galas como esta son un juego que domino: charlas vacías, risas estratégicas, y, si la noche se alarga, una conquista que sabe que no debe esperar más que una madrugada. Pero esta mujer, Elena, con ese vestido n***o que abraza sus curvas como si lo hubieran cosido sobre su piel, está rompiendo todas mis reglas. Y, maldita sea, me gusta demasiado.
Estoy apoyado en la barandilla de un balcón privado, con el skyline de Nueva York parpadeando como si la ciudad quisiera impresionarme. Pero mis ojos están en ella. Las luces tenues del hotel juegan con su rostro, resaltando unos labios que no puedo dejar de mirar y un rubor que grita que no está tan tranquila como pretende. La brisa agita su cabello oscuro, y un mechón cae sobre su mejilla. Me muero por apartarlo, por rozar su piel, pero me contengo. Por ahora.
— Entonces, ¿una conferencia tecnológica? —pregunto, dejando que mi acento ítalo-americano envuelva las palabras como un trago de Barolo. Me inclino hacia ella, lo justo para ver cómo reacciona—. ¿Qué clase de tecnología te apasiona, Elena?
Me mira como si buscara una trampa, y esos ojos oscuros, brillantes bajo las luces, tienen una mezcla de cautela y fuego que me tiene enganchado. No es como las demás, eso está claro. No hay pestañeo coqueto, no hay risita fácil. Hay desafío, y eso me prende.
— Ciberseguridad —responde, levantando la barbilla como si me retara a burlarme—. Firewalls, encriptación, esas cosas. No es tan glamoroso como… —hace un gesto vago hacia el salón, donde la música de jazz y las risas falsas siguen flotando— esto.
Arqueo una ceja, y una sonrisa se me escapa. ¿Ciberseguridad? Mi empresa, Moretti Enterprises, vive de eso, pero nunca imaginé a alguien como ella —tan viva, tan real— detrás de los códigos que protegen mis datos. Mi asistente, Daniela, debe estar riéndose en alguna esquina, porque esta mujer no es la cita que me prometió. Y, por primera vez en mucho tiempo, eso no me molesta.
— ¿Ciberseguridad? —repito, dejando que mi voz baje, cargada de diversión—. Eso es… inesperado. Y sexy.
Suelta una risa corta, casi un bufido, y sacude la cabeza. El mechón vuelve a caer, y esta vez no me resisto. Extiendo la mano y lo aparto con los dedos, rozando su mejilla. Su piel es suave, cálida, y cuando contiene el aliento, siento una chispa que me recorre como si hubiera tocado un cable vivo.
— ¿Sexy? —dice, recuperando la voz, aunque suena más temblorosa de lo que seguro quiere—. Eres un cliché andante, ¿lo sabías?
— Y tú eres una contradicción —replico, dando un paso más cerca. El espacio entre nosotros se reduce, y el aire se carga como antes de una tormenta—. Dices que no perteneces aquí, pero estás brillando en este balcón como si hubieras nacido para él.
Abre la boca para protestar, pero levanto una mano, deteniéndola con un gesto suave. No quiero que huya, no todavía. Hay algo en ella —en su sarcasmo, en la forma en que me desafía sin siquiera intentarlo— que me tiene atrapado.
— No lo niegues, cara mia —susurro, y mi voz sale más baja de lo que planeaba, cargada de un desafío que no puedo controlar—. Lo veo en tus ojos. Estás intrigada.
Me mira, los labios entreabiertos, y por un segundo pienso que va a retroceder, que va a romper este juego que apenas empieza. Pero entonces, contra todo pronóstico, da un paso hacia mí. El calor de su cuerpo es casi palpable, y mi pulso se dispara. Maldita sea, esta mujer me está desarmando sin siquiera tocarme.
— Estás muy seguro de ti mismo —dice, pero su voz tiembla, y sé que siente lo mismo que yo. Hay una corriente entre nosotros, algo que no puedo nombrar pero que no pienso ignorar.
— Porque sé lo que veo —respondo, inclinándome hasta que nuestros rostros están a centímetros. Su aliento roza mi piel, y su aroma —fresco, con un toque de jazmín— me envuelve—. Y veo a una mujer que no tiene miedo de retarme.
Suelta un bufido suave, pero sus ojos no se apartan de los míos. La brisa agita su vestido, pegándolo a sus curvas, y tengo que apretar la barandilla para no acercarla de un tirón. Quiero saber cómo se siente contra mí, cómo suena su risa cuando no está conteniéndose, qué la hace temblar. Quiero todo de ella, y eso me asusta tanto como me excita.
— No te estoy retando —dice, aunque su tono grita lo contrario—. Solo estoy… tratando de entender qué quieres.
Sonrío, lento y peligroso, dejando que sus palabras floten antes de responder.
— Quiero conocerte, Elena —digo, y por primera vez esta noche, mi voz suena más sincera que calculada—. Quiero saber por qué una experta en ciberseguridad está aquí, confundiendo una gala con una conferencia. Quiero saber qué te hace reír, qué te hace temblar… —Hago una pausa, dejando que mi mirada caiga a sus labios— y qué te hace quedarte.
Traga saliva, y el rubor se extiende por sus mejillas. Está a punto de responder cuando la brisa vuelve a jugar con su cabello, y esta vez no me contengo. Me inclino, y antes de que pueda detenerse —o detenerme yo—, capturo sus labios.
El beso es como un relámpago, suave al principio pero cargado de una urgencia que nos toma por sorpresa. Ella se tensa un segundo, como si su cabeza estuviera gritándole que pare, pero luego sus manos encuentran mis hombros, y se derrite contra mí. Sus labios son cálidos, saben a champán y a algo que es solo ella. Profundizo el beso, una mano deslizándose por su cintura, atrayéndola más cerca, mientras la otra se enreda en su cabello. Un gemido suave escapa de su garganta, y juro que podría perderme en ese sonido.
Cuando nos separamos, ambos estamos jadeando. Sus ojos están abiertos de par en par, brillantes, y sus labios hinchados me hacen querer besarla otra vez. Pero hay algo más en su mirada, una mezcla de deseo y pánico que me clava al suelo.
— Esto… esto no debería haber pasado —susurra, retrocediendo un paso. Su voz es temblorosa, pero hay una fuerza en ella que me intriga aún más.
— Pero pasó —replico, mi voz ronca, incapaz de apartar los ojos de ella—. Y no me arrepiento.
Sacude la cabeza, como si quisiera deshacerse de lo que acaba de sentir, pero antes de que pueda hablar, una voz corta el aire desde el salón.
— ¡Luca! —Es Daniela, mi asistente, con ese tono que usa cuando algo está a punto de descarrilarse—. Tu cita real está aquí.
Frunzo el ceño, y la verdad me golpea como un puñetazo. Elena no es mi cita concertada. Es un error, un glorioso error. Pero cuando la miro, con esos labios que acabo de besar y esa mirada que me desafía incluso ahora, no me importa.
— ¿Cita real? —repite Elena, y su voz se quiebra, traicionando una herida que no esperaba. Sus ojos se oscurecen, y da otro paso atrás.
— Elena, espera —empiezo, pero ella ya está girando hacia la puerta, su postura rígida.
— Esto fue un error —dice, y antes de que pueda detenerla, se pierde en el salón.
Me quedo solo, con el sabor de su beso en los labios y una sensación extraña apretándome el pecho. No la dejo ir tan fácil. La sigo al salón, esquivando a Daniela y a una rubia que supongo es mi “cita real”. Encuentro a Elena cerca de la salida, con el bolso apretado contra el pecho.
— Ven conmigo —digo, tomándola del brazo con suavidad—. No quiero que esto termine así.
Me mira, y por un segundo, creo que va a decir que no. Pero entonces asiente, apenas un movimiento, y la guío a mi coche. Las calles de Manhattan pasan en un borrón, y su mano roza la mía en el asiento. No sé qué está pensando, pero sé una cosa: esta noche no ha terminado.