2. Brian Lambert.

2372 Words
2. Brian Lambert. Los Ángeles, California. Abro los ojos. Lo primero que llego a ver es la fina silueta de una rubia, vestida con un sobrio y aburrido traje de oficina. Las luces artificiales dan de lleno sobre su figura, evitando que llegue a verla con mayor detalle. No tengo la menor idea del día que es hoy, ni cómo es que la rubia desconocida ha llegado a parar aquí. En el exclusivo penhouse, en el que solo y de manera exclusiva entran mujeres que deseo. Y solo una vez. Nunca repito. Es una de mis reglas, es mi manera de mantener equilibrio en mí ya, desequilibrada vida. No importa. Lo único que quiero en este momento es dirigirme al botiquín y tomarme dos fuertes calmantes. Pero esa rubia que me mira… se me antoja tocarla… Aunque… para ser sensato tengo los ojos cansados y el malestar promete darme guerra, está medio difícil que pueda hacer actos lujuriosos con ella. Mirándola mejor, veo que tiene unas curvas aceptables, sus tetas son una talla regular… no me excitan. Aun así… podría jugar con ella, al menos para calentarme un poco… La miro mejor. Esa mirada controlada de mujer de mundo, ese peinado sobrio… en definitiva, no es mi tipo de mujer… Sacándome esos pensamientos de la cabeza me levanto de la cama de una, dejando caer la sábana de lino fino que cubre mi “orgullo” viril. Por suerte el pequeñín está despierto y se luce, me siento orgulloso de lo bien dotado que soy. El pálido rostro de la rubia se torna rosa, acalorada, desvía la mirada hacia otro lado, porque no se lo ha visto venir y eso la ha agitado. —Oh, mierda —suelto con sarcasmo, pero sin la menor intención de cubrirme nada— ¿Quién rayos eres? —le pregunto, aunque en realidad no me interesa saberlo. Sin mirarla ordeno—. Largo. Ahora que me encuentro desnudo, frente a la extraña puedo admirar el magnífico bronceado que he ganado en las playas de Curitiba, junto a dos garotas voluptuosas y calientes, pero eso ha quedado en el pasado, aunque reciente, pero al final pasado. Estoy de vuelta en esta ciudad deprimente, en la que el frío es insoportable. La rubia se ha recompuesto y admira mi cuerpo perfectamente tonificado, con las mejillas todavía sonrosadas. Que disfrute de la vista mientras pueda. Me dirijo al baño, en busca de los malditos calmantes que me saquen de una la maldita jaqueca. Estoy frente al espejo. Los mechones de pelo castaño claro, ondeado y rebelde, —herencia de mi madre—, me cubren parte del rostro, ocultando mis ojos. Abro la canilla y me mojo para reaccionar. Me llevo el pelo empapado hacia atrás, dejando al descubierto mis ojos azules, —que son también, como dije, herencia de mi madre—, enrojecidos por la falta de sueño, delatan mi gran cansancio, y mis ojeras hablan de la tremenda migraña que acaba de empezar. Abro el botiquín que tengo detrás del espejo y saco el frasco de los calmantes. Me llevo dos a la boca y los trago. La rubia se asoma, y se apoya en el marco de la puerta. ¿Qué hace aquí? ¿No le dije que se fuera? Al menos ahora puedo verla mejor. La examino con la mirada, penetro su intimidad recorriendo con mis ojos cada parte de su cuerpo, ella se ruboriza, trata de mantenerse serena. Es bonita, sí. Pero, como lo pensé antes, no es el tipo de mujer con la que me quiera acostar. —Me ha enviado tu padre —me dice, cruzándose de brazos y sin darle mayor relevancia al hecho de que estoy desnudo y que no me importa en absoluto. —¿Mi padre? —Mi tono refleja escepticismo ante la noticia— ¿Por qué te enviaría mi padre? —mi cansada mente trajina buscando alguna explicación, alguna razón para que mi viejo: el idiota, arrogante, el déspota amargado me enviara a la que seguramente es su amante. La rubia, que no se pierde ni un solo gesto que hago acota: —Resulta que hoy es viernes quince… de septiembre. Entonces, todas las fichas del rompecabezas toman forma en mí, desde ya, adolorida cabeza. El sinsentido de su presencia cobra razón. Es el maldito día de la cena familiar que cada año trato, sin nada de éxito evitar. —Es la maldita “Última Cena” versión cuervos —suelto al aire, y luego le miro, mientras mis ojos tratan de doblegarme y cerrarse de nuevo—. Dile que estoy enfermo –le ordeno, con toda la pesadez que siento con solo pensarlo. Aunque soy consciente de que ya sea vivo o muerto tengo que estar presente. Es lo que mi viejo quiere, y es el motivo por el que me ha enviado a una niñera. Esa es la única cena en la que “tengo que” tragarme la rabia y el odio que siento por mi viejo, y sonreír falsamente, y comer el plato frío de la indiferencia. Un esfuerzo como ese solo podría hacerlo por una sola persona en el universo y esa persona es mi madre. —Espérame en el lobby —ordeno a la rubia, claramente ya no le impacta mi desnudes—. A menos que quieras seguir disfrutando de la vista… o se te antoje algo más —insinúo señalándome mi mastodonte, que aún se muestra firme, para mi orgullo. Sonrío con algo de picardía, pero sin mucha emoción. La verdad es que prefiero tumbarme nuevamente en la cama y dormir el resto de la vida. La rubia mantiene sus ojos en los míos, parece que se lo está pensando. Le doy una mirada general a su cuerpo, sus gestos controlados, sus labios finos y delineados de un rosa pastel, no es algo que me llame, y confirmo. No es mi tipo de mujer que quiera en mi cama. La rubia retrocede y me deja a solas. Perfecto. Abro la ducha y me quedo observando las gotas frías que caen al suelo. Debo darme un baño de agua fría si quiero despertar de una, así que sin pensarlo entro y siento un fuerte estremecimiento que recorre cada poro de mi perfecto cuerpo con aire deportista. Los vellos en forma de cruz que tengo sobre los pectorales definidos se me erizan al contacto del agua, que va recorriendo por mis bíceps, tríceps, y la adrenalina se me activa en todo mi trabajado cuerpo. Voy al gimnasio tres veces por semana, no es que sea lo mío, no es que sea mi adicción, lo hago por el mero hecho de que mi cuerpo es la mejor carnada que tengo cuando se trata de seducir a las mujeres, mi cuerpo y mi carisma, debo subrayar, son mis ases que me llevan al éxito, como con la mujer de la noche anterior… No recuerdo su nombre, creo que se llamaba Carmen, Camy, no importa, recuerdo, no la volveré a ver, pero aún recuerdo sus gestos, jamás olvidaré lo que leí en sus caderas: “éntra en mi” decía el tatuaje mal escrito, por cierto, era lo de menos. Me tomé la invitación al pie de la letra, y eso es lo que hice, entré en ella mil quinientas veces, en realidad, un poco más o quizás un poco menos, y la monté toda la noche hasta que llegó el momento de pedirle que se marchara. La mujer tomó sus cosas y con lágrimas en los ojos lo hizo, yo solo atinaba a repetirle lo que siempre les digo antes de llevarlas conmigo a mi fabuloso penhouse: “Te deseo, pero no me malinterpretes; deseo tu cuerpo, no tu corazón” Salgo de la ducha algo más despabilado, aunque mis tripas suenan. Vuelvo a la recámara y le doy una vista general, sin un motivo especia. El gigantesco espejo que tengo en cada pared me da una visión completa y espectacular, la uso para disfrutar al máximo cuando traigo a alguien a mi cama, —lo que ocurre a diario desde hace diez años, años más, años menos, a quién le importa— el del techo es su favorito, la visión desde ahí es simplemente perfecta. Me permite apreciar mi escultural cuerpo, que se asemeja a la de un Adonis, y la mujer de turno: una mundana que me adora y que me entrega con cada jadeo una parte de su alma. La verdad es que me complace verlas en pleno orgasmo, liberarse del peso de la vida, escucharlas gemir tan rico… De hecho esos son los recuerdos en secreto que perduran en mi memoria, aunque inevitablemente tengan caducidad. La toalla blanca alrededor de mi cintura está a nada de caerse. No me importa. Lo que lamento es que no haya nadie para disfrutarlo, y mientras dejo que la calefacción haga su trabajo, y caliente y relaje mi cuerpo, voy a la cocina a prepararme un buen café tinto. Afuera hace menos diez grados. Es invierno, la estación que odio con todo mi ser. Hago una mueca con mis labios, al ver por la ventana la ciudad revestida de edificios modernos, de no menos de setenta pisos, y una hilera de arboleda resistente al clima, envuelta en densa niebla. —Debí quedarme en Curitiba –murmuro justo cuando escucho el sonido bastante familiar de cientos de mensajes que me llegan de una al celular. Lo tengo programado para que se conecte a la red siempre a las doce del mediodía, pero hoy lo he desactivado pensando que era un viernes cualquiera. Falta poco para las cinco de la tarde. Regreso a mi recámara y me pongo a buscar por todos lados, debajo de la cama tamaño King, de velador en forma ovoide estilo renacentista, hasta que, minutos más tarde doy con mi celular. Lo tenía regado en el suelo, cerca de mi pantalón además del celular, está mi billetera expuesta, con mi cédula de identidad a simple vista, y unas diez tarjetas doradas, clase Vips con gastos ilimitados, obsequio de mi madre y mi abuela. Las dos mujeres de mi vida. Recobro la noción de tiempo, sé que he tardado más de lo necesario, pero... ¿qué mejor que atrasar el mal trago? Con la taza de café en la mano abro el vestidor. La luz se enciende revelando lo que hay dentro. Mis ojos aprecian al menos doscientos trajes de la mejor calidad listos para ser usados. Muchos de ellos siguen sin ser estrenados. En la pared de la derecha, tengo calzados de todo tipo y clase, y en el de la izquierda las corbatas. Elijo un impecable esmoquin estilo Jean Boud Luck, oscuro, que es como me siento en este momento. Me queda tan bien que seré sin duda alguna, dentro de nada el foco de toda atención. Aunque jamás paso desapercibido por nadie, menos por una mujer. Escucho una tos. Giro la cara y veo que no estoy solo. La rubia se ha quedado a pesar de que he sido claro al ordenarle que se fuera. —¿Qué haces aquí? —pregunto con frialdad, vistiéndome sin muchas ganas. —Como te dije, tu padre me ha enviado para que lo acompañe a la cena familiar. —No es lo que acabo de preguntar. —Pero es lo que debes escuchar. Se cree lista. —¿Quién eres? —Insisto, ya es hora de que me lo diga—. Me parece que eres demasiado joven para ser la secretaria del vejete… —Abro los ojos para enfatizar la palabra “vejete” —Trabajo para el señor Octavio Lambert, tu padre, desde hace año y medio –por su expresión parece que quiere acotar algo pero se fuerza a sí misma a mantener la boca cerrada, como dicen los abuelos, en boca cerrada no entran moscas, para mí que se está tirándose al vegete, no me creo que ocupe un puesto como ese solo por su eficiencia. Eso solo pasa en las películas y series, en la vida real, o escalas gracias a los contactos que posees o simplemente perteneces a un círculo social adecuado. No hay de otra. La rubia vuelve a toser. —Soy su asistente. No su secretaria. —¿Por qué es la primera vez que te veo? —me cruzo de brazos esperando a que responda mi pregunta. La rubia seria y recatada se ha quedado sin palabras. Tengo la sospecha de que oculta algo. —Eso no es algo que yo puedo contestar —le dice ella por último, dejando el tema finalizado. —Entonces te acuestas con ese viejo verde —declaro sin reparos, dando por sentado que es verdad. No es la primera vez que descubro a la secretaria con mi viejo, y eso hace que considere que todas son unas oportunistas, unas más que otras. Debo ser claro y directo con ella. A la larga puede que me lo agradezca— ¿Sabes que mi madre es la dueña del ochenta por ciento de cada una de las empresas de la firma McNamara y Cia? No te quedarás con nada. Así que puedes encamarte con ese vegete todo lo que quieras, puedes chuparle el flácido pene si eso es lo que te gusta porque no recibirás ni un centavo si le lavas la cabeza y haces que quiera deje a mi madre. La rubia permanece serena, como quien ya conoce lo que le espera en cuanto el jefe le da una orden y no puede negarse. —No eres alguien con la mejor reputación del mundo como para criticar a nadie. Menos a mi jefe. Es hora de partir. Vaya. Me sorprende que lo defienda, con lo insufrible que es. Sin perder la compostura ni la elegancia, la miro a los ojos: —No me compares con el vejete. Yo no tengo ni un solo compromisos con nadie. Y no pienso comprometerme jamás. Soy libre y solo con eso he superado por mucho al vejete. Pero lo que en este momento ignoro es el hecho de que uno no puede, ni debe escupir al cielo, porque la mayoría de las veces, suele caer inevitablemente sobre uno mismo.
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