Capítulo 1
Abby
−Vamos, Abby, llevas semanas encerrada en tu apartamento.
La voz insistente en mi oído pertenecía a Marlena Wilmot, mi mejor amiga. Una incansable cazadora de hombres, vivía según el lema “SOLO SE VIVE UNA VEZ”. Con su metro sesenta y cinco, cincuenta y dos kilos, cabello pelirrojo cobrizo y ojos azules, podía seducir prácticamente a cualquier hombre que quisiera.
Cómo nos hicimos amigas es un misterio que tuvo más que ver con la suerte que con otra cosa. Al llegar a una nueva ciudad después del instituto, nos asignaron juntas en los dormitorios de primer año por pura casualidad del sistema informático. Estaba sentada en mi escritorio, tratando de configurar mi ordenador, cuando Marlena entró, seguida por dos deportistas que llevaban algunas de sus bolsas.
No había razón para que nos lleváramos bien, pero así fue. Cuando mis “quince kilos de más de primer año” se convirtieron en mis “veinte kilos de primer año” fue Marlena quien no solo se aseguró de que los idiotas del campus no me molestaran, sino que también me ayudó a volver a mi peso.
−Es todo culpa mía,− me repetía una y otra vez durante mi segundo y tercer año, −soy yo quien seguía pidiendo las pizzas gigantes baratas y luego solo me comía tres porciones.
Ya ves cómo iba la cosa. Para el final del tercer año, éramos conocidas en nuestro grupo social como “La Pareja Dispareja” y lo hacíamos todo juntas. Fue Marlena quien me convenció de hacerme un tatuaje en el hombro durante el último año, y fui yo quien convenció a Marlena de no lanzarse al matrimonio con Edwin Gibson, el chico de la fraternidad con quien salía, que la veía más por su trasero firme y sus pechos perfectos que como la joven que yo llamaba amiga.
−Viniste a la universidad por tu máster, no para buscar marido,− le dije. Cuando Edwin fue atrapado haciendo trampa en su tesis de último año y lo expulsaron, Marlena me agradeció llevándome a las Bahamas en las vacaciones de primavera.
Desafortunadamente, la graduación nos distanció un poco. Marlena comenzó de inmediato su Máster en administración de empresas, mientras yo tenía que trabajar en dos empleos, uno como interna no remunerada en una sala de emergencias local para abrirme camino con los proveedores de atención médica locales, y otro como camarera en una taberna irlandesa. No culpé a Marlena; sus padres podían pagar su educación, los míos no. Pero en los últimos dos años, pasamos de vernos todos los días a tal vez tres o cuatro veces al mes.
Esta noche era una de mis pocas noches libres, y originalmente había planeado dedicarla a limpiar mi apartamento, algo que llevaba mucho tiempo posponiendo, y luego irme a dormir temprano. Tenía un doble turno en la sala de emergencias a primera hora de la mañana: organizar expedientes, hacer tareas administrativas y esquivar las miradas lascivas del Dr. Freeman. Es un asqueroso, simple y llanamente. Cuando Marlena llamó a las seis y media, supe que mis planes se iban a arruinar.
−Marlena, mañana tengo que estar en la sala de emergencias a las siete de la mañana,− le dije, tratando de zafarme, aunque nunca funcionaba. −En serio, ¿no podemos dejar esto para el sábado?
−¿Estás bromeando? DJ Marlon solo estará en la ciudad esta noche. Es uno de los mejores, y conseguí entradas para tres. Así que te invité a ti y a Kendra. Ya sabes que se divirtieron la última vez que salieron con nosotras. Además, dime, ¿cuándo fue la última vez que tuviste un sábado libre? Siempre estás sirviendo tragos en la taberna o en la sala de emergencias atendiendo a los mismos idiotas a los que habrías estado sirviendo cualquier otra noche.
−Lo sé, pero ya sabes lo que va a pasar. Tú te vas a emborrachar, Kendra va a ligar con al menos dos hombres, y tal vez se vaya con ambos, ¿y dónde me deja eso a mí? Tomando un taxi a casa después de medianoche y tal vez llevándote a la cama. Tienes una idea muy extraña de qué hacer un sábado por la noche.
Tres horas después, las palabras que había dicho seguían resonando en mi cabeza. Después de recogerme y pasar veinte minutos molestándome para que me pusiera algo más sexy, Marlena, Kendra y yo fuimos al club. Debo admitir que el DJ era bastante bueno. Normalmente no me gusta el hip hop remixado, pero este tipo sabía lo que hacía, mezclando suficientes ritmos de house como para que me pareciera bastante decente.
Aun así, tan pronto como entramos al club, las chicas ya tenían bebidas en la mano y hombres rodeándolas como si tuvieran un campo gravitacional propio. Como tercera en discordia, pronto me encontré sola en la barra, mientras Marlena y Kendra dominaban la pista de baile. Las observaba con envidia, cada una rodeada de dos chicos irresistibles, jugueteando y bailando de una manera tan provocativa que estaba segura de que los chicos no tardarían en perder el control. La noche se desarrollaba justo como imaginaba.
Suspirando, tomé mi agua con gas y subí al segundo piso. Allí la música era un poco más tranquila, y al menos podía pensar un momento. Mirando la pista de baile desde arriba, consideré mis opciones. Era como en esos viejos dibujos animados de Tom y Jerry que veía de niña, cuando el diablo aparecía en un hombro y el ángel en el otro. Por un lado, podía bajar a la pista y encontrarme a mi propio chico. No soy tan guapa como Marlena, pero me considero al menos promedio.
Para este punto, había perdido la mayor parte del peso que Marlena me había ayudado a ganar en mis primeros años de universidad. Con mi metro setenta, sesenta y ocho kilos, ojos verdes y cabello castaño, había mejorado mi forma física, y estaba segura de que podía encontrar a un chico con quien bailar ahí abajo. Aun así, sabía que mi abdomen aún tenía un poco de pancita, pero con el atuendo que llevaba, no se iba a notar. Esa era mi primera opción, y quizás la más divertida.
La segunda opción era la más inteligente. Disfrutar mi bebida, asegurarme de que Marlena y Kendra estuvieran bien para la noche, tal vez sentarme y disfrutar un poco de la música, y luego irme a casa. Era una idea razonable. Quiero decir, estaba en mi último año de máster, y en seis meses podría convertirme en asistente médica. Había estado trabajando como voluntaria en la sala de emergencias para construir mi reputación, además de mi pasantía, y con suerte obtener una carta de recomendación. Aparecer con resaca y sin dormir no era la mejor manera de hacerlo.
Todavía estaba decidiendo qué opción tomar cuando lo vi por primera vez. Lo curioso es que no parecía tan fuera de lo común. Medía alrededor de un metro ochenta, quizá unos ochenta kilos, cabello rubio oscuro, y llevaba una camisa de seda negra con lo que parecían ser jeans de diseñador. Lo que captó mi atención fue la manera en que se movía. Lo único que puedo decir es que parecía un león en uno de esos documentales de Animal Planet, relajado en medio de una sabana llena de presas. Exudaba confianza, pero no de esa forma engreída que veía en muchos de los tipos en el club. No necesitaba inflar el pecho, y no llevaba ninguna joya llamativa.
Lo que más me llamó la atención fue que estaba mirándome. Miré a ambos lados para asegurarme, pero sí, estaba mirándome, sin duda. Me asintió con la cabeza y sonrió, abriéndose paso entre la multitud con una gracia felina para acercarse a mí. −¿Cómo te llamas?
No era la frase de apertura más original que un hombre haya usado conmigo, pero había algo en sus ojos que decía: No necesito una frase ingeniosa, vas a querer hablar conmigo. Y era verdad, sinceramente. Quería hablar con él.
−Me llamo Abby,− le respondí, dándole lo que esperaba que fuera mi mejor sonrisa. −¿Y tú?
−Noah,− dijo, ofreciéndome la mano. La estreché y me sorprendió lo que sentí. Había una fuerza contenida en su agarre. Podía notar que sabía que podría aplastar mi mano, pero no sentía la necesidad de hacerlo. Sostuvo mi mano un momento antes de soltarla. −Eres enfermera.
Su comentario me tomó desprevenida. ¿Cómo demonios lo sabía? −Casi, pero no del todo,− respondí, desconcertada. −Estoy estudiando para ser asistente médica. ¿Cómo lo supiste?
−Tu pulgar y la punta de tu dedo índice tienen callos, como alguien que ha hecho muchas inyecciones o ha manejado un bisturí. Podrías haber sido chef, pero tus manos no tienen la forma de las de un chef. Además, tu piel está muy hidratada. Los únicos trabajos que conozco que requieren eso son los de obreros que trabajan con herramientas grasientas o profesionales médicos que se lavan las manos constantemente con químicos. No dije médico porque eres demasiado joven.
Estaba impresionada. −Vaya. ¿También puedes adivinar qué crema uso?
−Aveeno con complejo de avena,− respondió con una sonrisa. −La casi total falta de olor y nada de grasa lo delatan. Es una buena elección, por cierto. Yo uso Nivea con CoQ10 en invierno.
No pude evitar reírme. Tenía toda la razón.
−Vaya, eres bastante observador. ¿Qué haces con toda esa habilidad de observación?
Noah sonrió, y había un toque de peligro en su sonrisa. Más que nunca, me recordaba a un depredador, y me pregunté por un momento si yo era su presa. −Soy un solucionador de problemas freelance,− me dijo. −Mis clientes me llaman cuando tienen un problema que no pueden resolver por sí mismos. Me encargo de proteger sus negocios y asegurarme de que no tengan problemas.
−Interesante,− respondí, sonriendo. De repente, se me ocurrió una idea. −Oye, ¿te gustaría bailar?
Noah se rió entre dientes y negó con la cabeza.
−No realmente. Vine esta noche pensando que era noche de R&B, no de dance-house. Pero necesitaba relajarme un poco, así que me quedé. Me alegra haberlo hecho, en realidad.