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BAJO EL AROMA DEL CAFE

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Blurb

Valeria Montalban , una joven estudiante de medicina vive atrapada entre clases interminables , guardias en el hospital y la lucha diaria por llegar a fin de mes un dia cualquiera , en el pasillo de un supermecado , ayuda a un desconocido a escoger un cafe . Lo que ignora es que ese hombre es Enzo Bianchi , un poderoso y temido jefe mafioso acostumbrado a tomar lo que quiere y que desde ese momento la quiere a ella

- lo que empieza como un encuetro trivial se convierte en una serie de conincidencias inquietantes , el cafe que ahora sabe mejor , un costoso libro de anatomia que aparece como regalo anonimo , encuentros ´´casuales ´´ en cafes y librerias . Valeria empieza a notar que alguien mueve los hilos a su alrederor protegiendola y vigilandola

- Mientras la red invisible de Enzo se cierra Valeria debera decidir si confia en el hombre que puede destruirla o si intenta escapar ...... antes de que sea demasiado tarde

BAJO EL AROMA DEL CAFE es una historia de tension romance oscuro y obsesion , peligrosa donde el amor y la amenaza se confunde con cada sorbo

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EL PASILLO DEL CAFE
Un impulso fuera de lugar No suelo entrar a un supermercado yo mismo. Para eso tengo gente. Hombres que saben qué botella de whisky me gusta —un Macallan 18, nunca más joven—, qué panecillos me traen desde aquella panadería pequeña en Palermo, con su costra crujiente y su miga que huele a hogar que nunca tuve, qué puros compro por cajas, habanos Cohiba que quemo en noches solitarias mientras miro una ciudad que me pertenece pero no me entiende. Todo eso lo manejan otros. Mis días están orquestados, cada minuto medido, cada decisión pesada como si fuera un contrato firmado en sangre. Pero ese día… no sé. Algo me hizo bajar del Bentley, despedir al chofer con un gesto seco y caminar bajo el sol abrasador hacia las puertas automáticas de un supermercado que no tenía nada de especial. Curiosidad, tal vez. Aburrimiento. O la necesidad absurda de sentirme, aunque fuera por unos minutos, un hombre común. El aire acondicionado me golpeó al entrar, un frío artificial que olía a limpio, a desinfectante, a nada. Las luces blancas del techo eran implacables, desnudando cada imperfección: el suelo de linóleo rayado, los carritos con ruedas torcidas, las caras cansadas de los que empujaban esos carritos como si cargaran el peso del mundo. Me gustaba eso. En la calle, soy él, el hombre al que miran con respeto o miedo, el que no puede permitirse un paso en falso. Pero ahí, entre estantes abarrotados de latas y cajas de cereal, era nadie. Un tipo más, con una camisa de lino que valía más que el salario mensual de cualquiera en ese lugar, pero nadie lo notaba. Y eso, de alguna forma, era liberador. Empujé un carrito que chirriaba como un pájaro herido. Las ruedas protestaban con cada giro, y yo me movía despacio, dejando que mis dedos rozaran los envases, los paquetes de pasta, las botellas de aceite de oliva. No necesitaba nada de eso. No iba a cocinar, no iba a abrir una lata de atún ni a tostar pan. Pero el acto de estar ahí, de fingir que pertenecía a ese mundo, me mantenía anclado. Por un momento, no era el hombre que decidía destinos en salas de juntas con vistas al río, ni el que firmaba cheques que podían comprar vidas enteras. Era solo un tipo con un carrito, perdido en un laberinto de productos que no entendía. El aroma que lo cambia todo Me detuve en el pasillo del café. No sé por qué. Tal vez porque el aroma llegó primero, un murmullo terroso que se colaba entre el plástico y el cartón, como si el café tuviera vida propia y me llamara. Era una pared entera de opciones: bolsas brillantes, frascos opacos, nombres que sonaban a promesas lejanas. Café de Colombia, con su rojo vibrante; de Etiopía, con letras que parecían talladas en madera; de Guatemala, en un azul profundo que recordaba al océano en calma. En grano, molido, instantáneo. Orgánico, gourmet, de exportación. Caro, barato, amargo, dulce, con notas de frutos rojos o de cacao. Cada paquete era una historia, un viaje que yo no había hecho. Y yo, un hombre que había decidido sobre vidas ajenas sin pestañear, me descubrí incapaz de escoger una maldita bolsa de café. Era ridículo. Había cerrado tratos que movían millones, había apretado manos que temblaban bajo mi mirada, había dado órdenes que cambiaban el rumbo de empresas enteras. Pero ahí, frente a esa muralla de café, me sentía como un niño perdido, abrumado por la abundancia de algo tan simple. Quise reírme de mí mismo, pero el sonido se quedó atrapado en mi garganta. En cambio, tomé una bolsa al azar —Sumatra, decía, con letras doradas— y la sostuve como si pesara más de lo que debía. Olía fuerte, a tierra húmeda, a noches sin luna. No era lo que quería, pero no sabía qué quería. No todavía. Fue entonces cuando la vi. La desconocida que no lo era Venía caminando despacio, al final del pasillo, con la cabeza gacha y los ojos fijos en su teléfono. El ceño fruncido, como si el mundo en esa pantalla fuera una ecuación que no podía resolver. Su cabello estaba recogido en un moño desordenado, con mechones sueltos cayendo sobre sus mejillas, como si el día no le hubiera dado tiempo de mirarse al espejo. Llevaba una bata blanca doblada bajo el brazo, con una mancha de tinta azul en el bolsillo, como una herida que no se molesta en ocultar. Sus zapatillas deportivas estaban gastadas, con las suelas desgastadas por demasiados pasos, y las ojeras bajo sus ojos hablaban de noches largas, de libros abiertos hasta el amanecer, de un cansancio que era más que físico. No sé por qué supe de inmediato que era estudiante de medicina. Tal vez por la bata, con su aire de autoridad cansada. Tal vez por la forma en que apretaba la mandíbula, como si la fatiga fuera un uniforme que se ponía sin quejarse. O quizá porque la había visto antes, no en un supermercado, sino en los márgenes de mi memoria: en hospitales donde visité a alguien que no quise nombrar, en cafeterías donde los estudiantes se apiñaban con cuadernos y cafés fríos, en las calles donde la vida real sucedía mientras yo pasaba en mi auto blindado. Era una desconocida, pero no del todo. Era como si el mundo la hubiera puesto frente a mí antes, y yo, ciego, no la hubiera notado hasta ahora. Nuestros ojos se encontraron. No aparté la vista. No suelo hacerlo. Pero esta vez, no era por poder, no era por imponerme. Era porque no podía dejar de mirarla. Una conversación que no debería importar —¿Conoce de café? —pregunté, y mi voz salió más tranquila de lo que sentía. Había algo en el aire, una corriente que no explicaba, como si el aroma del café se hubiera mezclado con el suyo, un perfume tenue a jabón neutro y papel viejo. Ella parpadeó, sorprendida, y una sonrisa leve cruzó su rostro, como si la pregunta le pareciera absurda en un lugar como ese. Guardó el teléfono en el bolsillo de sus jeans, y me miró con una mezcla de curiosidad y cansancio. —Un poco… ¿Qué está buscando? —Su voz era baja, con un dejo de precaución, como si no estuviera segura de querer entablar una conversación con un extraño. No lo sabía. O quizá sí, pero no era café lo que quería. No del todo. Quería entender por qué sus ojos, aun agotados, tenían un brillo que no podía ignorar. Quería saber qué la hacía caminar con los hombros rectos, a pesar de las ojeras, a pesar de las zapatillas rotas, a pesar de un mundo que parecía aplastarla. —Algo fuerte. Que despierte —dije, sosteniendo su mirada. No era una petición. Era una prueba. Ella asintió, como si aceptara el desafío sin decirlo. Se acercó al estante, y el movimiento de su cuerpo rompió el aire quieto del pasillo. Capté el aroma de su jabón, mezclado con algo más, tal vez el desinfectante de un hospital, o el papel de los cuadernos que cargaba en su mochila. Sus dedos pasaron por una fila de bolsas negras, las levantó una a una, las miró como si pudiera leerlas con el tacto. Había una seguridad en sus gestos que contrastaba con su aspecto agotado, como si el café fuera un idioma que dominaba sin esfuerzo. —Si quiere algo fuerte, este de Sumatra es bueno —dijo, tomando una bolsa negra con letras doradas, la misma que yo había sostenido minutos antes—. Amargo, con mucho cuerpo. No es para todos, pero… —Me lanzó una mirada rápida, casi de evaluación, como si midiera si yo era digno del café o de su tiempo— creo que podría gustarle. No respondí de inmediato. Estaba demasiado ocupado mirando la curva de su cuello al inclinarse, la forma en que un mechón de cabello se deslizaba sobre su piel. Tomó otra bolsa, más pequeña, de un tono azul oscuro que parecía robado del cielo al atardecer. —Y este es mi favorito —continuó, con un brillo nuevo en la voz, como si hablara de un amigo y no de un producto—. De Guatemala. Más suave, con un toque dulce. Perfecto para la tarde, cuando necesitas algo que no te pelee, sino que… no sé, te acompañe. Su voz era íntima, como si me estuviera contando un secreto sin querer. Me di cuenta de que no estaba mirando el café, sino a ella. La forma en que sus dedos sostenían la bolsa, con cuidado, como si temiera romperla. La manera en que sus labios se curvaban al hablar del café guatemalteco, como si evocara un recuerdo que no iba a compartir. —¿Cuál compra usted? —pregunté, inclinándome un poco más cerca, lo suficiente para que el espacio entre nosotros se sintiera cargado. Ella sonrió, mostrando apenas los dientes, una sonrisa que era más resignación que alegría. —El barato de oferta —dijo, encogiéndose de hombros—. El que me alcanza. Pero si pudiera, siempre escogería el de Guatemala. Había una honestidad cruda en sus palabras, una vulnerabilidad que no esperaba. No era la típica respuesta de alguien que quiere impresionar. Era real, y eso me desarmó más de lo que quería admitir. Asentí despacio, como si procesara un secreto importante. —Entonces me llevaré ese —dije, tomando la bolsa azul de sus manos. Mis dedos rozaron los suyos. No fue un accidente. Sentí la calidez de su piel, breve como un latido, y algo en mi pecho se apretó. No era el tipo de hombre que se dejaba llevar por un roce, pero ahí estaba, atrapado en un instante que no podía explicar. Ella se apartó, un poco nerviosa, y metió las manos en los bolsillos de sus jeans. —Bueno… espero que le guste —dijo, con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Había una barrera ahí, una que no iba a cruzar todavía. No dije nada más. La vi alejarse hacia la caja, y mis ojos la siguieron como si no tuvieran otra opción. Cada paso suyo parecía dejar un rastro invisible, una estela de jabón y cansancio que me obligaba a caminar detrás, aunque mantuve la distancia. Quise ver qué más compraba, como si los detalles de su vida pudieran darme una pista de quién era. Una caja de té barato, de esos que saben a cartón. Pan integral, cortado en rebanadas gruesas. Un paquete de galletas saladas, de la marca más barata. Nada más. Paguó rápido, con billetes arrugados que sacó de un monedero gastado, y se fue sin mirar atrás. El eco de un encuentro Cuando salí del supermercado, el sol ya no quemaba tanto. La ciudad se movía a mi alrededor, un caos de bocinas y pasos apresurados, pero yo solo podía pensar en ella. La vi subiendo a un autobús viejo, con el cabello despeinado por el viento. La imagen se me quedó grabada, como si fuera un cuadro que no pedí pintar. La bolsa de café pesaba en mi mano, un recordatorio absurdo de un encuentro que no debería importar pero que, de alguna forma, lo hacía. No era solo una chica que sabía de café. Había algo en ella, algo que no podía nombrar pero que me decía que debía volver a verla. No tenía razones legítimas para hacerlo. No las necesitaba. En mi mundo, querer algo era suficiente para tenerlo. Pero esta vez, no estaba tan seguro. Esta vez, el aroma del café no era solo un aroma. Era una promesa, una que no sabía si quería cumplir. Y yo nunca he necesitado razones

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