Nunca he creído en las casualidades. No en mi mundo. Las casualidades son solo la fachada de un plan que alguien más ejecutó. Y cuando no hay plan… entonces lo invento yo.
Esa noche no pude dormir. No era la cafeína, porque ni siquiera había abierto la bolsa de café que compré por recomendación suya. Era su voz. Ese tono suave que parecía hablar solo para mí, aunque estuviera en un pasillo lleno de desconocidos. Era el roce de sus dedos, el brillo en sus ojos cuando hablaba del café de Guatemala, el aroma que se quedó en mi memoria como un fantasma. Me quedé en el penthouse, mirando la ciudad desde el ventanal, con la taza vacía en la mano. El silencio era absoluto, roto solo por el tic-tac de un reloj que no me importaba. En mi vida, el insomnio era un viejo amigo, pero esta vez era diferente. No era por un trato fallido o un enemigo en las sombras. Era por ella.
No recordaba la última vez que me había interesado tanto por alguien que no formara parte de mis negocios. Ni la última vez que una mujer me miró sin saber quién soy… o lo que he hecho. Esa inocencia, mezclada con cansancio, tenía algo adictivo. Me hacía pensar en las decisiones que había tomado, en las noches donde el whisky no bastaba para ahogar el eco de voces que ya no existían. Ella era un contraste: simple, real, con ojeras que hablaban de batallas cotidianas, no de las mías.
Al día siguiente, decidí encontrarla. No tenía su nombre, pero eso no es problema para alguien como yo. Solo necesitaba un hilo, y yo sé tirar de los hilos hasta desarmar un ovillo entero. Me vestí con la misma camisa de lino del día anterior, como si pudiera retener algo de ese encuentro. El penthouse estaba vacío, como siempre, con sus paredes de vidrio que reflejaban una soledad que no admitía. Bajé al garaje, donde el Bentley esperaba como un animal fiel, pero no lo tomé. Caminé hasta la oficina, sintiendo el aire de la ciudad en la cara, algo que rara vez hacía.
—Dante —llamé a mi hombre de confianza, un tipo bajo, robusto, con cara de no tener paciencia para tonterías, pero leal como pocos—. Necesito que revises las cámaras de seguridad del supermercado en la calle Trevi. Hora aproximada: ayer, entre las cinco y las seis de la tarde. Busca a una chica… —le di una descripción detallada, desde el color de sus zapatillas gastadas hasta cómo se recogía el cabello, pasando por la mancha de tinta en la bata blanca—. Quiero saber a dónde fue después.
No preguntó por qué. En mi mundo, preguntar puede costarte la lengua. Dante era un superviviente, alguien que había visto lo peor de mí y aún seguía a mi lado. Lo vi salir, y me quedé solo con mis pensamientos. ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora? Mi vida estaba en orden: negocios que fluían como un río de dinero, enemigos que se mantenían a raya. Pero ese roce, ese aroma, había abierto una grieta.
Tres horas después, Dante volvió con un sobre. Dentro había fotos impresas en papel barato: capturas de cámara. Ella saliendo del supermercado, con la bolsa de compras colgando de su hombro. Caminando por la acera, con el viento jugando con sus mechones sueltos. Subiendo a un autobús verde con el número 47, su figura pequeña contra el vidrio sucio. En otra imagen, bajaba frente a un edificio antiguo con pintura descascarada, el tipo de lugar donde la renta es baja y los vecinos no preguntan.
—Aquí vive —dijo Dante, señalando la foto con un dedo grueso.
Me quedé mirando esa imagen más de la cuenta. Había algo que no me cuadraba. El edificio era humilde, con ventanas rotas y grafitis en la puerta. Ella no pertenecía ahí, no con esa inteligencia que se leía en sus ojos. Pero tal vez eso era lo que me atraía: el contraste con mi penthouse estéril.
—¿Seguro que vive ahí?
—Entró con llave. —Dante se encogió de hombros—. También averigüé que hay una facultad de medicina a tres cuadras. Parece que va a clases allí.
Ahí estaba mi segundo hilo. La bata blanca, las ojeras, todo encajaba. Pero quería más. Quería su nombre, su historia, todo lo que la hacía quien era.
—Quiero su nombre —ordené—. Y su rutina. Clases, horarios, amigos, todo.
Dante asintió y desapareció como una sombra. Me quedé con las fotos, extendidas sobre el escritorio como cartas de un juego que acababa de empezar. Toqué una, donde ella miraba al horizonte desde el autobús, y sentí un pulso acelerado. Era peligroso, esto. En mi mundo, el interés personal era una debilidad.
Esa noche abrí la bolsa de café azul oscuro que ella me había recomendado. El aroma llenó la cocina como un recuerdo fresco, dulce y terroso, con ese toque que ella había descrito. Preparé una taza, el vapor subiendo como un velo. Mientras bebía, pensé en lo fácil que sería invitarla a un café… y lo imposible que sería hacerlo sin asustarla. El sabor era perfecto, suave, acompañante, como ella dijo. Pero me dejó con sed de más. Me imaginaba su abuela, la cafetera silbando, las noches de estudio. Detalles que no tenía, pero que quería.
En mi vida, la línea entre interés y amenaza siempre ha sido delgada. Demasiado delgada. Recordé un caso, años atrás, cuando rastreé a un socio que me traicionó. Fue fácil: cámaras, contactos, un hilo tras otro. Pero esto era diferente. Esto no era negocio. Era personal.
Dos días después, Dante volvió con lo que pedí.
—Se llama Valeria Montalbán. Veintidós años. Estudiante de medicina en cuarto año. Vive sola en un departamento pequeño, tercer piso, número 302. Padres en otra ciudad. Sale de casa a las seis y media de la mañana, regresa alrededor de las ocho de la noche. Siempre por la misma ruta.
Me pasó una carpeta con fotos recientes: ella caminando por la calle, con la bata blanca al hombro; entrando a una librería llena de textos médicos; saliendo de un café barato cerca de la facultad, con una taza en la mano y una expresión pensativa. Cada imagen era un golpe de adrenalina, un pedazo de su vida que ahora era mío.
—¿Amigos? —pregunté, pasando las páginas con cuidado.
—Pocos. Una chica que parece compañera de estudios. Un tipo, pero no parece pareja. Quizás un amigo, o un colega.
Asentí, guardando silencio. No me gusta que haya hombres cerca cuando algo me interesa, aunque no sean amenaza real. Es instinto. Cerré la carpeta, sintiendo el peso de la información. Valeria. El nombre encajaba, suave pero fuerte, como el café que me recomendó.
Pasé horas mirando esas fotos. No era la belleza lo que me tenía así —he conocido mujeres mucho más llamativas—, sino la sensación de que ella no encajaba en mi mundo… y eso hacía que la quisiera ahí. Su rutina era simple: clases, estudios, un café rápido. La mía era caos controlado. Pero el café nos conectaba.
No planeo dejar que esto sea solo una coincidencia.
El siguiente paso era más delicado: encontrar una forma de aparecer en su vida sin que pareciera que yo la estaba buscando. O, al menos, sin que pudiera probarlo.
Pensé en el café. En cómo su mirada se había encendido apenas un poco cuando hablaba del de Guatemala. La idea me golpeó como un disparo: haría que me lo sirviera ella. No como mesera, no como empleada… sino como anfitriona, aunque aún no lo supiera. Miré la foto de ella en el café barato, y sonreí. Ahí empezaría. Un encuentro "casual", un sorbo compartido. Y luego, el resto.