No hay accidentes. No cuando soy yo quien mueve las piezas. En mi mundo, todo es calculado: cada paso, cada palabra, cada mirada que se cruza en el camino de un trato o de una conquista. Las mujeres, especialmente, son como contratos delicados —un error en la cláusula, y se rompe todo. Pero con ella, con Valeria, el juego era diferente. No era un negocio que pudiera cerrar con una firma o una amenaza velada. Era algo más sutil, más peligroso: un deseo que no podía controlar del todo, aunque lo intentara. Y yo siempre intento controlarlo todo.
El plan era simple: aparecer en el lugar correcto, en el momento correcto, con la excusa perfecta. Nada de grandes gestos, nada que oliera a persecución. Si una mujer siente que un hombre la sigue, se asusta y cierra la puerta para siempre. Si siente que él aparece “por casualidad” en varios lugares, empieza a preguntarse si el destino está de su lado… o si ella está imaginando cosas. Y esa duda, esa grieta en su certeza, es mi terreno favorito. Ahí es donde planto la semilla, donde dejo que crezca hasta que ella misma venga a mí, convencida de que fue idea suya.
Llevaba tres días sin verla en persona, solo a través de las fotos que Dante me había conseguido. Esas imágenes eran como bocetos incompletos: Valeria caminando por la acera con la cabeza baja, absorta en sus pensamientos; Valeria entrando a la facultad con la bata blanca al hombro, como una armadura contra el mundo; Valeria en una ventana de su departamento, la silueta borrosa detrás de cortinas finas. No era suficiente. Las fotos capturaban su forma, pero no su esencia: el timbre de su voz cuando hablaba del café, la forma en que inclinaba la cabeza cuando pensaba en qué decir, el leve temblor de sus manos cuando rozaban algo frágil. Necesitaba eso. Necesitaba sentir el pulso de su presencia, no solo su sombra en un papel.
Dante me había hecho un seguimiento impecable, como siempre. "Los miércoles, después de clases, pasa por una pequeña cafetería cerca de la facultad", me dijo por teléfono, su voz ronca y sin adornos. "Llega alrededor de las seis y media. Se queda unos veinte minutos, pide un capuchino y lee o escribe en su cuaderno. No habla con nadie más que con la barista". Era perfecto. No era un sitio elegante, nada que yo frecuentara en mi rutina habitual. Ventanas empañadas por el vapor de las máquinas de café, mesas de madera desgastada con marcas de tazas antiguas, olor a pan recién horneado mezclado con el aroma terroso de granos molidos. Justo el tipo de lugar que ella podía pagar con su presupuesto de estudiante y donde se sentiría cómoda, como un c*****o temporal en medio del caos de su día.
Me preparé con cuidado esa mañana. Elegí una camisa gris oscura, pantalones negros que no gritaban lujo pero que se ajustaban como una segunda piel, y un abrigo ligero que me hacía ver accesible, no intimidante. Nada de relojes caros o corbatas de seda; quería ser el hombre del supermercado, no el que dirigía imperios desde un penthouse. En el espejo del baño, me miré un segundo de más. ¿Quién era este reflejo? El hombre que había construido un legado sobre decisiones duras, sobre noches donde el whisky borraba las caras de los que había dejado atrás, ahora planeando un encuentro como un adolescente con una nota en el bolsillo. Sacudí la cabeza. No había tiempo para dudas. Esto era solo el siguiente paso.
Llegué media hora antes que ella, para observar el terreno. El tráfico de la tarde era un río lento de autos y peatones apresurados, el cielo gris anunciando una llovizna inminente. Estacioné el auto a una cuadra —no el Bentley, un sedán discreto que Dante había arreglado para mí— y caminé el resto del camino, sintiendo el aire húmedo en la cara. La cafetería se llamaba "El Rincón Olvidado", un nombre que encajaba con su encanto desaliñado: fachada de ladrillos expuestos, un letrero de neón que parpadeaba la palabra "Café" en azul desvaído. Empujé la puerta, y una campanita tintineó como un saludo tímido. El calor interior me envolvió, cargado de ese aroma universal que ya asociaba con ella: café fuerte, con notas de vainilla y algo dulce, como canela quemada.
Me senté en una mesa del fondo, con vista perfecta a la puerta y al mostrador. El lugar estaba casi vacío: una pareja en una esquina murmurando sobre facturas, un hombre solo con un periódico viejo, la barista —una chica de veintitantos con piercing en la nariz— limpiando la máquina con movimientos rutinarios. Pedí un café —no el de Guatemala que ella me había recomendado, ese lo guardaba para más tarde, como un as en la manga— y me acomodé, fingiendo leer el menú plastificado. El reloj en la pared marcaba las 6:12. Treinta minutos. Suficiente para calibrar el ambiente, para dejar que mi pulso se asimilara al ritmo lento del lugar.
Mientras esperaba, mi mente divagó. Recordé el supermercado, ese pasillo estéril donde todo empezó. El roce de sus dedos, el aroma de su jabón neutro mezclándose con el café. Había sido un comienzo accidental, o eso creí entonces. Ahora, con el plan en marcha, me preguntaba si el destino no había sido solo una excusa para mi propia maquinaria. En mi vida, las mujeres venían y se iban como transacciones: breves, placenteras, olvidadas al amanecer. Pero Valeria era diferente. Su cansancio no era fingido, su sonrisa no era calculada. Era real, y eso me inquietaba tanto como me atraía. ¿Qué haría si descubría la verdad? ¿Las fotos, los rastreos, los hilos que yo tiraba en la sombra? Sacudí la cabeza. No pensaría en eso. No ahora.
A las 6:42 entró. Exactamente como Dante había predicho. La puerta se abrió con un soplo de aire frío, trayendo el olor a lluvia fresca. Llevaba el cabello suelto, húmedo por la llovizna que empezaba a caer, mechones oscuros pegándose a su cuello como hilos de medianoche. Una bufanda gris envolvía su cuello, demasiado delgada para el frío que se colaba por las rendijas de la puerta, y su mochila médica colgaba pesada de un hombro, cargada de libros y sueños aplazados. Saludó a la chica detrás del mostrador con un gesto familiar —"Lo de siempre, Ana"— y dejó la mochila en una silla cerca de la ventana, reclamando su territorio habitual. Sus movimientos eran fluidos, pero había una fatiga en ellos, un leve arrastre en los pasos que hablaba de un día largo en aulas y laboratorios.
Era mi momento. Me levanté con la taza en la mano, el café aún caliente rozando mis labios, y caminé hacia el mostrador con pasos casuales, como si el destino me hubiera empujado allí. Me detuve a su lado, fingiendo reconocerla en el último segundo.
—¿Tú eres la experta en café del supermercado, verdad? —dije, sonriendo como si me divirtiera la coincidencia, la voz baja y cálida, sin presiones.
Ella giró la cabeza, sorprendida. Sus ojos, esos ojos con ojeras que ahora parecían más profundas bajo la luz amarilla de la cafetería, se abrieron un instante antes de que una sonrisa tímida los suavizara. Me miró de arriba abajo, como si tratara de encajar al hombre del pasillo con este extraño en su refugio.
—Vaya… sí, supongo que soy yo —respondió, con un toque de diversión en la voz, aunque su postura se tensó ligeramente, como un gato que evalúa una amenaza.
—Te debo las gracias —continué, inclinándome un poco hacia el mostrador para que el espacio entre nosotros se sintiera natural—. El de Guatemala es… —hice una pausa, buscando la palabra perfecta, dejando que el silencio se cargara— perfecto. Dulce, pero con ese cuerpo que te mantiene despierto sin pelearte. Justo lo que necesitaba.
Su sonrisa se ensanchó apenas, un destello genuino que iluminó su rostro cansado. Se giró del todo hacia mí, olvidando por un segundo su pedido.
—Me alegra. Pensé que quizá no le gustaría. A veces la gente prefiere algo más... agresivo, como el Sumatra.
—Oh, lo probé después —mentí con facilidad, recordando la bolsa que aún guardaba en mi cocina—. Es bueno para las mañanas de guerra. Pero el tuyo... es para momentos como este. Tranquilos.
Ella rió, un sonido breve pero real, como el tintineo de la campanita de la puerta. La barista —Ana, al parecer— deslizó su capuchino sobre el mostrador, y Valeria lo tomó, inhalando el vapor con un suspiro audible.
—Me encantó tanto que vine a buscar más recomendaciones —dije, señalando la barra con un gesto casual—. Hay un mundo entero ahí atrás. ¿Puedo invitarte uno? Como pago por la clase magistral del supermercado.
Dudó un segundo, sus dedos tamborileando en la taza, midiendo el riesgo. Vi el cálculo en sus ojos: un extraño, atractivo pero desconocido, en un lugar seguro. Finalmente, asintió, con una ceja arqueada en desafío.
—Está bien. Pero yo elijo. No vaya a ser que me endoses algo demasiado fancy para mi presupuesto.
La vi pedir: un capuchino para ella, cremoso y espumoso, con un toque de canela que Ana espolvoreó con maestría; un café n***o para mí, fuerte y sin adornos, como si supiera que no necesitaba dulzura. La chica del mostrador no preguntó nada; parecía conocerla bien, lanzándole una mirada curiosa que Valeria ignoró con gracia. Pagamos —yo insistí, deslizando un billete antes de que ella pudiera protestar— y llevamos las tazas a su mesa, la que había reclamado junto a la ventana. El vidrio empañado dibujaba patrones borrosos con la lluvia, y el mundo exterior se difuminaba en grises.
Me senté frente a ella, el vapor de las tazas subiendo como un velo entre nosotros. El lugar estaba medio vacío, con una música suave de fondo —jazz viejo, con saxofones que lloraban bajito— y el rumor distante de la lluvia golpeando el pavimento. Por un instante, casi parecía que éramos dos personas normales conversando después de un día cualquiera: ella, exhausta de anatomía y diagnósticos; yo, fingiendo ser un empresario de paso. Casi.
—Valeria, ¿verdad? —pregunté, fingiendo adivinar, mi voz casual pero atenta a su reacción.
Me miró con un poco de sorpresa, los labios entreabiertos en una pregunta muda. Luego, sonrió, inclinando la cabeza como si yo hubiera acertado en un juego.
—Sí… ¿cómo lo supo? ¿Tengo cara de Valeria?
—Adivino bien —mentí sin pestañear, sorbiendo mi café para ocultar la satisfacción—. O tal vez es el tipo de nombre que le queda a alguien que recomienda cafés como si fueran vinos finos.
Ella rió de nuevo, más relajada esta vez, y el sonido se hundió en mí como el primer sorbo de algo prohibido. Se acomodó en la silla, cruzando las piernas bajo la mesa, y el aroma de su capuchino se mezcló con el de la lluvia en su cabello. Me contó que estaba en cuarto año de medicina, que apenas dormía —"Turnos de doce horas, exámenes que parecen laberintos, y el cuerpo humano que nunca deja de sorprenderte con sus secretos"—, que ese café era su refugio cuando necesitaba un descanso de las disecciones y las guardias. Hablaba con pasión contenida, los ojos brillando cuando describía un caso reciente, un paciente que había salvado con un diagnóstico oportuno. Yo escuché cada palabra como si estuviera grabando un testimonio valioso, asintiendo en los momentos justos, haciendo preguntas que la invitaban a más: "¿Y qué es lo que más te apasiona de todo eso? ¿El misterio, o el poder de arreglar lo roto?"
No le conté casi nada de mí. Lo suficiente para parecer interesante, lo justo para no despertar preguntas incómodas. Dije que tenía un negocio propio —"Algo con importaciones, granos y especias, nada glamoroso"—, que viajaba mucho por trabajo, que estaba en la ciudad por unos asuntos pendientes que me tenían atado por unas semanas. La verdad... o una versión cuidadosamente editada de ella. Omití los detalles: las reuniones donde las palabras eran armas, los rivales que desaparecían en la noche, el peso de decisiones que habían construido mi fortuna pero erosionado algo en mí. En cambio, hablé de viajes a Colombia, de plantaciones de café donde el aire olía a tierra mojada y promesas, y vi cómo sus ojos se iluminaban, conectando de nuevo con ese hilo invisible.
En un momento, el viento golpeó contra la ventana con un aullido bajo, y la lluvia se intensificó, trazando ríos en el vidrio. Valeria se frotó las manos para calentarse, sus dedos pálidos y finos, marcados por el frío.
—Siempre olvido traer guantes —murmuró, casi para sí misma, soplando sobre sus palmas—. Es como si mi cerebro médico supiera curar todo menos mis propios resfriados.
—Podría regalarte un par —dije, medio en broma, medio en serio, inclinándome hacia adelante para que mi voz cortara el ruido de la tormenta—. De cuero suave, forrados de cachemira. Para que tus manos no se congelen mientras salvas el mundo.
Ella alzó la vista, una chispa de diversión en sus ojos, pero también algo más: curiosidad, quizás un atisbo de calidez.
—No hace falta —respondió, pero su sonrisa se demoró, y no negó que le agradara la idea—. Aunque... si vienen con una receta para dormir ocho horas seguidas, los acepto.
La conversación fluyó más de lo que esperaba. No hubo silencios incómodos, solo pausas en las que ella bebía su capuchino, dejando un rastro de espuma en el labio superior que limpió con el dorso de la mano, y yo la observaba, memorizando cada gesto: la forma en que enredaba un mechón de cabello húmedo alrededor del dedo cuando pensaba, cómo sus hombros se relajaban con cada sorbo, cómo su risa brotaba como un secreto compartido. Hablamos de cafés exóticos —ella juraba por un etíope con notas florales que había probado en un viaje familiar—, de la ciudad que nos rodeaba como un laberinto hostil, de los pequeños rituales que nos mantenían cuerdos. "El mío es un puro al amanecer, mirando el río", dije, y era verdad, aunque el río que veía era de acero y luces, no de agua viva.
El tiempo se estiró, pero la realidad irrumpió cuando ella miró su reloj —un modelo barato con correa de plástico— y suspiró, el peso del deber volviendo a sus hombros.
—Tengo que irme —dijo, recogiendo su taza vacía—. Mañana tengo guardia en el hospital. Noches como esta me hacen desear un clon.
—Entonces no te detengo —respondí, levantándome con ella, sintiendo el fresco de la puerta abierta como un recordatorio de que esto terminaba, pero no del todo—. Que la guardia sea leve. Y si necesitas un café de emergencia a las tres de la mañana, ya sabes dónde encontrar recomendaciones.
Ella sonrió, esa sonrisa que era mitad fatiga, mitad luz, y asintió. Saqué una tarjeta de mi bolsillo —simple, con mi nombre y un número que no estaba ligado a nada oficial— y la empujé hacia ella sobre la mesa, mis dedos rozando los suyos por un segundo fugaz.
—Por si alguna vez quieres seguir hablando de café… o de lo que sea —dije, sosteniendo su mirada lo justo para plantar la semilla.
Ella la tomó, girándola entre sus dedos, leyendo el nombre —mi nombre verdadero, sin adornos— con una expresión mezcla de curiosidad y precaución. "¿Mateo?", murmuró, como probando el sonido. Luego la guardó en el bolsillo de su chaqueta, un gesto que valía más que cualquier promesa.
Se puso de pie, se colgó la mochila al hombro y empujó la puerta, dejando que el frío entrara como un intruso. La vi caminar bajo la lluvia, su bufanda ondeando como una bandera de tregua, la silueta difuminándose en la penumbra de la calle.
Yo me quedé sentado un momento más, el café frío en la taza, el jazz aún susurrando en el fondo. Sonreí para mis adentros. El segundo encuentro había sido un éxito. No la había asustado. Aún no. Pero las piezas ya estaban en movimiento: la tarjeta en su bolsillo, el recuerdo de mi voz en su mente, el aroma de este lugar ahora compartido. Dante me esperaría en el auto, con más informes, más hilos. Pero por primera vez en días, no sentía urgencia. Sentía anticipación.
La lluvia golpeaba la ventana como un aplauso lento. El juego acababa de comenzar de verdad.