SOMBRAS UTILES

1742 Words
El problema de acercarse demasiado pronto es que la presa puede escapar. El problema de esperar demasiado es que otro puede atraparla antes. La clave está en el punto exacto: suficiente presencia para volverse familiar, suficiente distancia para no parecer una amenaza. En mi mundo, todo es una balanza, y yo he aprendido a calibrarla con precisión quirúrgica. Con Valeria, sin embargo, la balanza temblaba. No porque yo dudara —nunca dudo—, sino porque ella era diferente. No era un objetivo que podía comprar con dinero o intimidar con poder. Era un enigma, uno que me hacía querer descifrarla sorbo a sorbo, como el café que ahora asociaba con su voz. Durante los días siguientes, me dediqué a construir ese equilibrio. No era suficiente con aparecer en su vida como un invitado casual; necesitaba ser un eco constante, un aroma que se colara en sus días sin que pudiera señalar su origen. Quería que pensara en mí incluso cuando no estaba allí, que buscara mi rostro en la multitud, que mi nombre —Mateo— se convirtiera en una nota recurrente en su mente, como el jazz suave que sonaba en su cafetería favorita. Pero cada paso debía ser medido. Un movimiento en falso, y la red que estaba tejiendo se desharía. Primero, los gestos invisibles. Sabía que Valeria vivía al límite: un presupuesto de estudiante, noches sin dormir, el peso de la facultad de medicina aplastándola como una prensa lenta. Cada capuchino en El Rincón Olvidado era un pequeño acto de rebeldía contra su rutina agotadora, un lujo que apenas podía permitirse. Así que hice que fuera mejor. Una tarde, envié a Dante con un sobre lleno de billetes, discretamente entregado a la barista, Ana, con instrucciones claras: mejorar la calidad de su capuchino sin cambiar el precio, y no decir nada. Usar granos de origen, tal vez un etíope con notas florales que ella misma había mencionado, o un toque extra de crema que suavizara el amargor. Quería que cada sorbo fuera un regalo mío, aunque ella no lo supiera. Quería que el sabor la sorprendiera, que la cafetería se convirtiera en un lugar donde, sin entender por qué, se sentía más viva. Y en el fondo, quería que me lo debiera a mí. No era solo por generosidad. Era estrategia. En mi mundo, las deudas —incluso las invisibles— son hilos que atan a las personas. Y yo era un maestro en tirar de esos hilos. Luego, las rutas. Dante había trazado su vida como un mapa militar: el autobús 47 que tomaba a las seis y diez de la mañana, la parada en la esquina de la calle Trevi, aunque a veces caminaba dos calles más si salía tarde, como si el cansancio la empujara a buscar atajos. Las calles que recorría eran un mosaico de grietas y farolas parpadeantes, no el tipo de lugar donde una chica como ella debería caminar sola. Así que puse ojos en las sombras. Uno de mis hombres, un tipo discreto con cara de nadie, vigilaba desde una esquina, asegurándose de que nadie la molestara. No era protección desinteresada; era control. Una noche, un borracho se acercó demasiado, siguiéndola con la mirada y un murmullo que no me gustó. Dante, siempre eficiente, se acercó a “pedir fuego” con una mirada que era más amenaza que pregunta. El tipo se esfumó antes de que Valeria siquiera girara la cabeza. Ella no lo supo, pero yo sí. Y eso era suficiente. No todo podía ser invisible, sin embargo. La protección desde las sombras era útil, pero necesitaba contacto, momentos que reforzaran la idea de que nuestras coincidencias eran obra del destino, no de mi voluntad. Quería que mi presencia se convirtiera en parte de su paisaje, como el aroma del café que la seguía a todas partes. Un jueves por la tarde, la esperé en la librería donde compraba manuales usados, un lugar polvoriento con estanterías que parecían a punto de colapsar bajo el peso de los libros. Sabía que iba allí los jueves, después de clases, buscando textos médicos que no destrozaran su presupuesto. Llegué antes, con un libro cualquiera en la mano —un tratado de economía que no tenía intención de leer— y me posicioné cerca de la sección de ciencias, fingiendo interés en las portadas desvaídas. Cuando la vi entrar, con una carpeta bajo el brazo y el cabello aún húmedo por la llovizna persistente, mi pulso se aceleró. Pero mantuve la calma. Todo dependía de la ejecución. —¿Valeria? —dije, alzando la vista como si su presencia fuera una sorpresa divina, mi voz cargada de una calidez que no usaba con nadie más. Ella giró la cabeza, sus ojos encontrando los míos con una mezcla de sorpresa y reconocimiento. Sonrió, una sonrisa que era más curiosidad que alegría, pero que me dio entrada. —¿Otra coincidencia? —preguntó, con un dejo juguetón que me hizo sonreír a mí también. —O el destino insiste —respondí, cerrando el libro con un gesto lento, dejando que la pausa se llenara de posibilidad. Hablamos un par de minutos, lo suficiente para que el encuentro no pareciera forzado. Estaba buscando un atlas de anatomía, uno específico que le habían recomendado en clase pero que no podía costear nuevo. Hojeaba los estantes con dedos rápidos, como si supiera que el tiempo era un lujo que no tenía. Me contó, casi sin querer, que los manuales usados eran su salvación, aunque a veces venían con notas garabateadas que la distraían. Yo asentí, pregunté detalles intrascendentes —"¿Y qué tan complicado es eso de la anatomía?"—, manteniendo la conversación ligera, como un café que no quema pero calienta. No lo encontró. Sus hombros cayeron un poco, y se despidió con una promesa de volver otro día. Esa misma noche, hice una llamada. Uno de mis contactos en el puerto, un hombre que podía conseguir cualquier cosa —desde arte robado hasta libros raros—, localizó una edición nueva del atlas de anatomía, de tapa dura, con ilustraciones en color que no se vendían en el país. Dos días después, el libro apareció en la librería, envuelto en papel kraft, dejado discretamente en el mostrador con un mensaje escrito a mano: “Para que no estudies a ciegas”. Sin firma, sin rastro. Quería que dudara, que se preguntara si había sido yo, pero sin certeza. Quería que mi sombra estuviera en su mente, como el aroma de un café que no puedes identificar pero que te persigue. La estrategia funcionó mejor de lo que esperaba. La siguiente vez que nos vimos —otro “encuentro casual” en El Rincón Olvidado, donde llegué con un periódico bajo el brazo y una excusa sobre reuniones cercanas—, Valeria me miró con esos ojos que pesan las palabras antes de soltarlas. Estaba sentada en su mesa de siempre, con el capuchino que ahora sabía mejor gracias a mí, y el atlas nuevo abierto frente a ella, sus dedos trazando las venas dibujadas en una página. —¿Tú… tuviste algo que ver con lo del libro? —preguntó, su voz baja, como si temiera la respuesta. Me encogí de hombros, apoyando los codos en la mesa, mi café n***o humeando entre nosotros. —¿Qué libro? —respondí, con una sonrisa que era puro teatro. Ella rió suavemente, un sonido que vibró en el aire como el eco de la lluvia contra el vidrio. No insistió, pero su mirada se quedó en mí un segundo más de lo necesario, y supe que había plantado la semilla. Sospechaba, pero no estaba segura. Y esa incertidumbre era mi victoria. Las noches eran más peligrosas. Valeria caminaba desde la facultad hasta su edificio por calles mal iluminadas, donde las farolas parpadeaban como si tuvieran miedo de quedarse encendidas. No podía seguirla yo mismo sin llamar la atención —un hombre como yo, en un barrio como ese, era una bandera roja—, así que mandaba a un coche a distancia prudente, con orden de intervenir si alguien se acercaba demasiado. Uno de mis hombres, un conductor silencioso con ojos de halcón, vigilaba desde un sedán gris que se fundía con la noche. Informaba cada movimiento: "Sale de la facultad a las 8:03, toma el camino largo por la avenida, llega al edificio a las 8:27". Era una rutina que me tranquilizaba y me inquietaba al mismo tiempo. Quería protegerla, sí, pero también quería poseerla, controlar cada variable de su vida como hacía con mis negocios. Una noche, casi rompí mi propia regla. La vi desde la esquina, caminando con la mochila pesada y la bufanda gris ondeando como una bandera frágil. Dos tipos en una moto, estacionados bajo un farol roto, la miraban demasiado, sus risas cortando el silencio de la calle. Mi sangre se calentó, no por celos, sino por algo más primitivo. Me acerqué por detrás, mis pasos silenciosos, la mano en el bolsillo donde guardaba algo más que una cartera. No hizo falta sacar nada. Bastó con que me vieran, con la sombra de mi figura bajo la luz tenue, para que arrancaran y se perdieran en la noche. Valeria ni siquiera giró la cabeza. Siguió caminando, ajena a la escena, sus auriculares tapando el mundo. Cada pequeño acto era como tejer una red invisible. El capuchino mejorado, el libro en la librería, los ojos en las sombras. Cada gesto era un hilo, y yo sabía que cuando la red estuviera completa, Valeria no se daría cuenta hasta que ya no hubiera salida. Pero no todo era tan sencillo. Había algo que no había previsto: ella empezaba a buscarme. No de forma evidente, no con mensajes a la tarjeta que le di ni con llamadas al número que apenas usaba. Era más sutil, más peligroso: una chispa en su mirada cada vez que entraba a la cafetería y me encontraba allí, una pausa en su paso como si esperara verme, una sonrisa que ya no era solo de cortesía. Era el primer indicio de que el equilibrio funcionaba. Ella ya no me veía como un extraño. Empezaba a verme como parte de su rutina, como el aroma del café que llegaba antes que la taza. Esa es la trampa más eficaz: convertirte en algo que la otra persona siente que siempre ha estado ahí. Y yo pienso quedarme ah
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