Bajé al piso 20 y me dirigí directamente a mi oficina. Dejé las carpetas sobre el escritorio, aunque no estaba segura de cómo no las había olvidado por el camino—quizá en algún rincón del edificio o incluso en la recepción de los jefes. Respiré aliviada, pero la calma duró poco: unos diez minutos después, alguien tocó la puerta.
—Adelante —dije, levantando la mirada.
Era Bella, quien entró con una taza humeante de té de Jamaica en las manos.
—Lo necesitas, nena. Relájate un momento y después piensa qué es lo mejor para ti —comentó con una sonrisa cálida mientras me alcanzaba la taza.
—Gracias —respondí, tomándola y dando un sorbo. El aroma floral me envolvió de inmediato—. Está delicioso.
—¡Claro que lo está! Lo preparé yo misma —dijo orgullosa, ajustándose el blazer—. Bueno, te dejo, que aún me queda trabajo pendiente.
Con un gesto amable, salió de la oficina, dejando tras de sí un rastro de tranquilidad y el leve perfume a hierbas del té.
A decir verdad, el té de Jamaica logró relajarme un poco. Ya me sentía más tranquila que hace unos minutos, aunque la inquietud no desaparecía del todo. ¿Qué hacer con todo esto? Ahora todo depende de mí, pensé.
Siendo sincera, el 10% de la herencia no me interesaba. Lo que realmente me preocupaba era el futuro del bufete. No era solo un tema de lealtad, sino de supervivencia: yo soy una trabajadora, y mi sustento depende de este lugar, como todas las personas que depende de mí decisión en este momento.
Mi carrera era un equilibrio inestable entre dos pasiones: como cirujana, apenas comenzaba —llevaba solo tres años en el camino—, pero como abogada, tenía siete años de experiencia en este bufete. El señor Dominic me había dado mi oportunidad cuando aún era una estudiante de leyes. Aquí aprendí más de lo que cualquier aula podría enseñarme, y cuando decidí estudiar medicina, en lugar de despedirme, él me apoyó, aun recuerdos sus palabras: "El conocimiento nunca sobra mi querida Ale". Gracias a su flexibilidad, pude trabajar y estudiar al mismo tiempo le debo tanto al señor Dominic, pero estoy en una situación un tanto descomunal.
Era irónico: ahora que él no estaba, todo lo que había construido parecía tambalearse.
Justo en ese momento, mi teléfono vibró sobre el escritorio. La pantalla mostraba el nombre de mi padre: Alejandro. Un nudo se formó en mi estómago. Perfecto, pensé con amargura, como si el día no fuera ya lo suficientemente complicado.
—Hola, papá —dije, conteniendo un suspiro mientras ajustaba el teléfono contra mi oreja.
—¡Mi amor! ¿Cómo estás? —su voz sonó cálida, como siempre, pero esa falsa normalidad me irritó.
—Bien. Trabajando —respondí en un tono plano, mirando los documentos esparcidos sobre mi escritorio.
—¿Y de qué estás trabajando, hija? —preguntó con genuina curiosidad.
Es increíble, pensé, que sea mi padre y no sepa ni siquiera esto de mí. Pero era algo a lo que ya me había acostumbrado, No debería sorprenderme a estas alturas de la vida.
—Me gradué de abogada, papá. Trabajo en un bufete —dije, dejando caer las palabras como si fueran triviales, aunque sabía que no lo eran. Todo lo relacionado con él me daba igual... o al menos eso me repetía. Había momentos de debilidad, sí, pero siempre lograba recomponerme.
—¡Felicidades, hija! —exclamó con un entusiasmo que sonó fuera de lugar—. Eso es maravilloso.
—Gracias —murmuré, seca. Luego, sin rodeos—: ¿Para qué me llamaste?
—Para saber de ti, hija. Si no te llamo yo, tú nunca lo haces —dijo papá, con un dejo de reproche que me hizo apretar el teléfono con más fuerza.
—Lo veo irrelevante, papá —respondí sin filtrar el cansancio en mi voz—. Nunca te ha interesado lo que hago, así que no encuentro motivos para llamarte. Hoy no estoy de humor para disfrazar las palabras.
Hubo un silencio. Luego, su voz se quebró:
—Hija... lo siento. Sé que para ti he sido el peor padre que pueda existir, pero te amo. Eres mi sangre, eres mi .
—Claro, papá. Lo sé —dije, mientras rodaba los ojos frente al espejo de mi oficina. Sus palabras sonaban huecas, como un disco rayado—. Solo que, según tú, nunca lo has tenido fácil, ¿verdad? —No pude evitar el sarcasmo
—Eres mi tesoro —insistió, ignorando mi tono—. Sé que te he fallado mil veces, pero... quisiera verte. Pide una semana libre en el trabajo. Yo te pago el pasaje, desde Cooperstown hasta aquí.
Una sonrisa irónica se dibujó en mis labios. Negué con la cabeza, aunque él no podía verme.
—Tienes tiempo en la tarde —solté de pronto, sorprendiéndome a mí misma—. Tal vez sea hora de que nos veamos... después de ¿siete años? ¿Nueve? —La cifra exacta se me escapaba, y eso lo decía todo.
"¡Sí, hija! Pero tu viaje es largo... ¿O prefieres que te compre un boleto de avión?" — La emoción en su voz casi resultaba patética.
"Papá" — suspiré — "llevo viviendo en la ciudad desde hace siete años". — El silencio al otro lado de la línea fue tan denso que casi podía saborearlo —.
"¿Qué? Alejandra, ¿por qué no me dijiste nada?" Su tono había cambiado bruscamente, como si mi omisión fuera un crimen imperdonable.
"Será porque no hablamos mucho" — respondí secamente. — "Esta es la primera llamada en... ¿seis meses? ¿Más?" — Hice una pausa deliberada. — "Perdí la cuenta."
"Hija, sabes que con la situación de los negocios no tengo tanto tiempo como antes..." —comenzó a justificarse, como siempre —.
"Papá", lo interrumpí, sintiendo cómo la irritación me recorría como corriente eléctrica, "nunca has tenido tiempo para mí. Pero no te preocupes, me adapté. Resuelvo mis asuntos sola, como siempre lo he hecho. Nunca dependí de ti." — dije seria, no entiendo por que comenzar con un tema que el sabe que lo tiene perdido por completo, yo hablo con hechos
El silencio se extendió unos segundos demasiado largos antes de que respondiera, con voz quebrada: — "Sé que te debo mil disculpas, hija. Intento ser un buen padre... Si me ocultaste que vivías en la ciudad, un día de estos te vas a casar y yo ni siquiera lo sabré"
El comentario me golpeó como un puño en el estómago. ¿Casarme? Justo el tema que intentaba mantener enterrado en lo más profundo de mi mente.
"No intentes ser un buen padre”, — repliqué, esforzándome por mantener la voz estable — "Ese tren ya partió hace muchos años. Eres mi padre, y si algún día me caso recibirás una invitación. No soy una mala hija... solo no estoy acostumbrada a compartir mi vida contigo. Por razones más que obvias." Si algún día me caso, te llegará una invitación. No es que sea una mala hija… solo que… —hice una pausa, buscando las palabras exactas—. Nunca me acostumbré a contarte mis cosas.
. —Hija, soy tu padre. Debo saber de ti… si necesitas algo, estoy aquí—.
—¡Lo sé! —salté, y noté que mi voz se quebraba—. Eres mi padre, pero… ¿dónde estuviste todos esos años? —Una lágrima traicionera resbaló por mi mejilla; la sequé con un gesto brusco, como si así pudiera borrar también el dolor—. Te olvidaste de que tenías una hija. Y ahora apareces queriendo que haga borrón y cuenta nueva. —Cerré los ojos un instante, recordando las noches en vela junto a mamá—. El tiempo pasa, papá. Yo crecí… maduré. A los quince ya trabajaba para ayudar a mamá, mientras tú… —No terminé la frase. No hacía falta.
—Perdóname… —murmuró papá, y esta vez su voz sonó frágil, como el cristal de aquel jarrón que rompí de niña—. No debiste cargar con eso. Yo debí estar ahí… cubrir tus gastos, protegerte…—.
—¿Cubrir gastos? — repliqué con una risa amarga, secándome otra lágrima con el dorso de la mano—. No se trata de dinero papá, creí que solo tenía un padre… pero ahora, por ironía, tengo tres. —Apostillé, refiriéndome a los hombres que, sin serlo, habían estado cuando él faltó—. Y ninguno fuiste tú.
—¿Gustavo? ¿Rogelio? —la voz de papá se agrió, como si los nombres le quemaran la lengua—. Esos no son tu familia, Alejandra. Yo soy tu sangre.
Respiré hondo, apretando el teléfono hasta que los nudillos se blanquearon. Quería gritarle. Decirle que Gustavo había estado en cada recital del colegio, que sabía cómo me tomaba el café o que Rogelio, había pagado aquella cirugía cuando mamá no podía y siempre me apoyo económicamente cuando mi padre o donador nunca estuvo. Pero solo dije:
—¡Para mí sí lo son, papá! —corté, mordiendo cada sílaba.
Hubo un silencio pesado. —No seas grosera —gruñó, pero su tono sonó más a súplica que a regaño.
—No es grosería, es la verdad —dije, seca, mientras miraba la foto de Rogelio y yo en la playa, colgada en la pared—. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo. Hablamos… en seis meses.
—¡Alejandra! —rugió, pero ya había apretado el botón de finalizar llamada.
—Brillaste por tu ausencia, papá. Mientras ellos… —La voz se me quebró, pero la enderecé con rabia—. Ellos me dieron más que un apellido.
—¡Chao, hija! —su voz sonó forzada —. Te quiero mucho. Nos vemos en la noche para cenar en familia… Te enviaré la ubicación.
La palabra "familia" resonó como un chiste cruel. ¿Familia? ¿Él, su nueva esposa y mis medio hermanos al que s?
*—También —murmuré, con la frialdad de quien cierra un trámite burocrático. La línea se cortó antes de que añadiera: "Aunque mi familia no se reúne por obligación".
El teléfono vibró de inmediato:
Ubicación compartida: "Le Jardin" (20:00).
Un mensaje antiguo de Gustavo apareció bajo la notificación, como un recordatorio incómodo: