La casa estaba sumida en completo silencio. Con los zapatos en la mano, y la oreja pegada a la puerta por si escuchaba movimiento sospechoso y de alto riesgo —ya me creía yo aquí James Bond—, me concentré en encontrar el momento idóneo para salir por la ventana. Por suerte, tenía un árbol bastante robusto que daba al balcón de mi habitación por el que ya me había bajado unas cuantas veces antes. Esperaba no haber perdido la práctica, o me daría una hostia de un par de narices. En cuanto me armé de valor —hacía tiempo que no me acojonaba tanto porque me pillasen— abrí la puerta corredera del balcón despacio para no hacer ningún ruido y de puntillas salí. Lancé los zapatos al césped para no tener que cargar con ellos y una ráfaga de luz proveniente de un coche llamó mi atención. En cuanto l

