Unos minutos después, el imponente auto de Giovanni se detuvo frente al bar. La fachada del lugar era discreta, casi modesta, pero irradiaba una vida silenciosa, una promesa velada. Una farola antigua, de hierro forjado, colgaba como un relicario sobre la entrada de madera tallada, bañándola en una luz ámbar que invitaba a la penumbra. Un par de hombres fumaban en la puerta, las colillas brillando en la oscuridad, y desde adentro se escuchaba el murmullo de risas femeninas, el tintinear de copas y la melancólica, profunda melodía de un bandoneón.
—No parece gran cosa —murmuró Marco, ajustándose el arma bajo la chaqueta, sus ojos escanearon el perímetro con la familiaridad de un depredador—. Pero dicen que por dentro es otro mundo, jefe.
Giovanni bajó del coche, sus movimientos fluidos y
