El comedor del rancho estaba bañado por la luz matinal que entraba a través de las grandes ventanas abiertas. El sol de la mañana argentina, puro y diáfano, inundaba el espacio, contrastando con la oscuridad de la madera pulida y los muebles robustos. Una mesa larga, de caoba maciza, estaba repleta de manjares que hablaban de la opulencia y el refinamiento de su anfitrión: pan de masa madre recién horneado, aún tibio; una selección de quesos artesanales, algunos de cabra, otros madurados, sus aromas tentadores; café fuerte, humeante, que llenaba el aire con su amargo perfume; higos frescos con miel de la propia cosecha del rancho; embutidos finos, cortados con precisión. Una opulencia casi obscena en contraste con la sencillez del pueblo de Las Azucenas. Aún así, Salamandra apenas probaba

