Las azucenas

1493 Words
Año 1945. Dicen que Sam Guerrero, cuando todo empezó, llegó a Argentina con lo justo. Una maleta de cuero envejecido que olía a salitre y a los años de viaje, un acento tibio de su Italia natal que se pegaba a las palabras como el mosto a la barrica, y una esposa. Ah, Gumercinda. Una mujer con ojos de lluvia, dos pozos profundos de melancolía y resiliencia, que no hablaba una palabra en español, pero parecía entender todos los silencios. Especialmente los de Sam, que eran los más ruidosos. Venían de una Europa en ruinas, una tierra donde el polvo de las ciudades derribadas aún se asentaba en el aire y el eco de las bombas seguía vibrando en los huesos. Atrás, Sam había dejado un apellido. Un linaje que, antes de la guerra, había significado algo en los bajos fondos de Nápoles, una sombra respetada en callejones y puertos. Pero la guerra no distinguía entre apellidos ilustres o infames; lo había barrido todo, dejando un rastro de cenizas y un pasado que olía a sangre vieja y oportunidades perdidas. El nombre que alguna vez sirvió de escudo, ahora solo era un recordatorio de lo que ya no existía. Pero en su pecho, Sam traía algo más valioso que el oro de los banqueros suizos, algo que ni las bombas ni la desesperación de la posguerra pudieron arrebatarle: una voluntad feroz. Una determinación tan dura como el acero templado de una navaja, la inquebrantable necesidad de empezar de nuevo. No solo de sobrevivir, sino de reconstruir algo. No importaba qué, no importaba dónde, pero tenía que ser suyo, forjado con sus propias manos y su propia sangre. Buscaron su lugar lejos del bullicio de Buenos Aires, de los puertos atestados de inmigrantes, de los ojos curiosos de la ley. Sam quería tierra virgen, un lugar donde el pasado no pudiera encontrarlos tan fácilmente. En algún punto del interior de Argentina, donde la tierra parecía dormida bajo un sol implacable y el viento, ese compañero constante del gaucho, hablaba solo a través del silbido en los cardales, compró un pedazo de campo olvidado. No era mucho, solo unos pocos acres secos, con un rancho decrépito y un pozo medio seco. Pero para Sam, era un lienzo en blanco. Lo llamó Las Azucenas. Lo hizo por las flores que Gumercinda, con manos temblorosas y una esperanza que desafiaba la lógica, sembraba al borde del rancho. Las cultivaba cerca de un pequeño lago, un ojo de agua que rodeaba aquellas tierras, casi como un abrazo silencioso. Sus dedos se hundían en la tierra árida, depositando bulbos pequeños y frágiles, y Sam la observaba en silencio, el corazón encogido por una mezcla de ternura y la promesa de una prosperidad que aún se veía lejana. Las flores, blancas y puras, eran un contraste absoluto con la brutalidad que Sam había conocido y con la que aún cargaba. Eran el único atisbo de belleza delicada en su nueva, y aún incierta, realidad. Allí, bajo el vasto cielo argentino, con el transcurso del tiempo, Sam Guerrero se convirtió en un imán. No solo vendía tierra, sino también una promesa. Vendió parcelas a otros como él. Hombres sin patria, con cicatrices invisibles y miradas que habían visto demasiado. Mujeres con hijos a cuestas, sus ojos cansados pero llenos de una determinación idéntica a la de Gumercinda. Almas exiliadas por una guerra que había dejado cicatrices más hondas que las visibles, heridas en el alma que tardarían generaciones en sanar, si es que lo hacían alguna vez. —Aquí, somos todos iguales —les decía Sam, su voz grave resonando bajo el sol—. Aquí, el pasado se queda en el barco. Aquí, no hay nazis ni fascistas ni comunistas. Solo hay hombres y mujeres que quieren trabajar y vivir en paz. O, al menos, vivir. Su última palabra siempre iba cargada de un doble sentido que solo los más curtidos captaban. Y así fue como, en poco tiempo, Las Azucenas dejó de ser un campo solitario para convertirse en un pequeño pueblo. Un crisol de acentos, de lenguas incomprensibles para la mayoría, pero con una resonancia universal: la del miedo superado y la esperanza renacida. Italianos, con sus gestos dramáticos y su pasta casera. Alemanes, con su disciplina y su cerveza artesanal. Polacos, con sus cuentos de frío y resistencia. Todos llegaron con acentos distintos, costumbres extrañas para los pocos lugareños, pero la misma hambre. La misma desesperación silenciosa y la misma hambre de futuro. Un hambre tan potente que podía mover montañas. Gumercinda, la silenciosa Gumercinda, observaba. Desde el porche de su rancho, que lentamente se transformaba en una casa más sólida, observaba el ir y venir. Observaba el hastío de las noches, cuando los hombres, agotados por el trabajo en el campo, se sentaban solos en los porches, bebiendo mate amargo y mirando la inmensidad de la pampa. Observaba la melancolía en los ojos de aquellas viudas jóvenes, de aquellas madres solteras que habían perdido a sus maridos y a sus hijos en el fragor de la guerra. Mujeres que llegaban con vestidos deshilachados y una tristeza que les pesaba más que las pocas posesiones que traían. Las veía intentar reconstruir sus vidas, con manos vacías y corazones rotos, trabajando en la siembra o lavando ropa para los demás. Una tarde, mientras el sol teñía el cielo de naranjas y púrpuras, Gumercinda preparaba la cena. El silencio entre ella y Sam era cómodo, lleno de la familiaridad de años de convivencia. De repente, soltó el cucharón con un golpe seco. Sam, que estaba afilando su navaja en la puerta, levantó la mirada. —¿Qué sucede, mia bella? —preguntó, en su italiano natal, la única lengua en la que se sentía realmente libre con ella. Gumercinda se giró, sus ojos de lluvia fijos en él, una chispa que Sam no había visto en mucho tiempo. —Sam, estas mujeres… estas almas perdidas… necesitan algo más que tierra y trabajo. Sam frunció el ceño. —¿Qué más, Gumercinda? Les damos lo que tenemos. —Necesitan un lugar. No una iglesia, ni una tienda. Un refugio para el alma. Un sitio donde puedan respirar. —¿Un lugar para rezar?—preguntó Sam, confundido. —No. Para vivir. Para bailar, beber. Y si quieren, llorar. Pero entre luces, música, y pieles tibias. No más luto. No más duelo eterno.—No hablo de pan y techo —replicó ella, con una pasión inusual en su voz suave—. Hablo de alma. De consuelo. De olvidar por un instante el frío de Europa y el calor de los combates. Se acercó a él, su mirada intensa. —Los hombres necesitan beber. Necesitan música. Necesitan un lugar donde no sean solo campesinos agotados. Y las mujeres… —Suspiró, una tristeza profunda cruzando su rostro—. Las mujeres necesitan… una forma de sobrevivir, Sam. Una forma de vender lo único que les queda a algunas, sin perder lo que más valoran. Sam la miró, la navaja quieta en su mano. Comprendió al instante. Su mente, acostumbrada a las transacciones complejas y a las negociaciones silenciosas, captó la magnitud de la idea. Un bar. Y no uno cualquiera. Un lugar donde la desesperación se transformara en una mercancía, donde la soledad se diluyera en alcohol y caricias. Un lugar donde los hombres pudieran encontrar consuelo, aunque fuera comprado con monedas tristes, y donde las mujeres, las "diosas" caídas de la guerra, pudieran recuperar un atisbo de poder sobre sus propios destinos. —Un bar —repitió Sam, saboreando la palabra—. Y las muchachas… Gumercinda asintió. —No es solo por dinero, Sam. Es por la dignidad que se puede encontrar en la transacción, si se hace bien. Si se hace con respeto. Ellas elegirán. Serán dueñas de sus cuerpos y de sus ganancias. Y les daremos protección. Sam asintió lentamente. La idea era audaz, arriesgada, y encajaba perfectamente con su visión de Las Azucenas. Un lugar donde las reglas las ponía él, un lugar donde la desesperación se canalizaba y se controlaba, y donde él era el único mediador. Así nació el Bar Las Diosas. No era un letrero lujoso, solo unas letras toscas pintadas sobre una tabla de madera, pero el nombre se grabó a fuego en la conciencia del pequeño pueblo. Con su apertura, no solo se inauguró un local de vicios y placer, sino que nació también la leyenda de un linaje. Un linaje que, bajo el ala protectora —o quizás posesiva— de Sam Guerrero, no conocería el olvido. Un linaje que se construiría sobre el alcohol, el sudor, la música lúgubre, los susurros en la oscuridad y el brillo de las azucenas en el jardín de Gumercinda, que parecían florecer con una pureza irónica en medio de tanta oscuridad. La historia de la familia Guerrero, los que llegaron de la guerra para construir un imperio de cenizas y deseos, apenas comenzaba.
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