Apenas Tito regresó del pueblo, su rostro pálido y la respiración entrecortada, la orden de Giovanni fue inmediata y gélida: los hombres que lo atacaron en el lago debían morir. No hubo preguntas, no hubo objeciones. La palabra del Halcón era ley, y su palabra, esa noche, era sentencia de muerte. Dos noches después, el murmullo del bar Las Diosas parecía distinto. Como si la música tuviera un pulso más lento, más sombrío. Como si los vasos, al chocar, sonaran con más cautela. La clientela habitual, hombres de sombrero de ala ancha, obreros de campo con las manos curtidas por el sol, algún que otro joven de provincia con sueños húmedos y la mirada ansiosa, se mantenía cerca del escenario, hipnotizados por la promesa de la música y las risas, o de las chicas que se ofrecían con sonrisas com

