Salamandra recibió las flores como todos los días. Aunque ya no las traía Silvano. Un mensajero, un joven del pueblo, las dejó sobre la barra del bar de su padre con una reverencia nerviosa, huyendo de inmediato. La diferencia era que, esta vez, el exuberante ramo venía acompañado por una extraña melancolía que se le pegaba al alma. salamandra en su habitación, un verdadero santuario personal donde se refugiaba del mundo, los pétalos de decenas de especies distintas —lirios blancos, claveles escarlata, azucenas puras, jazmines embriagadores y flores exóticas que no sabía ni cómo se llamaban— empezaban a marchitarse lentamente. Cada flor que moría parecía susurrar el eco de una promesa rota, de una caricia aplazada, de un tiempo que se escurría entre sus dedos. El dulzón aroma a putrefa

