Capítulo 3. ¿Cómo te atreves?

1676 Words
Chase Baldwin New York es mi ciudad favorita de todas. Llevaba años diciéndolo, aunque no acababa de decidirme si consolidar mis negocios aquí o no. Pero ahora que hice la primera adquisición, tengo la justificación perfecta para asentarme. La vista que ahora tengo frente a mí, me hace sentirme como el dueño del mundo. Y este es solo el comienzo. —Todo salió como esperábamos, Chase, vamos a celebrar. —Escucho a Peter detrás de mí, tan emocionado como yo. Me giro para verlo de frente y su sonrisa radiante me provoca rodar los ojos. La mayoría de las veces no puedo con su entusiasmo, pero hoy hay motivos y la verdad, es que tengo ganas de un buen trago. —¿Tenías dudas? —pregunto, solo para molestarlo. Peter resopla y desestima mi interrogante con un gesto de su mano. —Tú y tu maldita arrogancia son molestas… —No veo que te quejes de lo que te pagamos mi arrogancia y yo. Alzo una ceja y lo miro a la expectativa, con mis manos metidas en mis pantalones y tan altivo como suelo ser cuando de negocios se trata. Soy un tiburón de los negocios y de eso no quedan dudas. Todas las revistas del país están siempre al tanto de mis negocios y me han declarado varias veces como el empresario más exitoso de la última década. —¿Vas a ir o no? —insiste, con los ojos en blanco, aunque divertido con mi actitud. —¿Por qué tanta insistencia? —Entrecierro los ojos en su dirección. Peter no puede evitar la sonrisa ladina que le sale y no necesito nada más para saber que es por culpa de una mujer. —Tiene varias amigas, por si te interesa. No me entusiasma demasiado la noticia hoy. Después de unos tres días intentando convencer a los dueños de la cosmetería para que firmaran la maldita venta, solo me quedan ganas de celebrar a solas, con un trago de mi whisky preferido. Pero una mujer no es algo que me moleste, en realidad. Puede ser una buena distracción esta noche. —Vámonos, entonces. Peter aplaude mi decisión y recoge su portafolio, después de guardar todos los contratos y documentos que debe archivar. Él es mi abogado y la mejor inversión que pude hacer alguna vez. El cabrón es el mejor en lo que hace. Por mi parte, también recojo mis cosas y doy un último vistazo al lugar antes de salir del todo de mi nueva oficina. Tengo grandes planes para esta empresa y cuando me propongo algo, siempre lo cumplo. No hay nada que se me resista. *** —¿Estás seguro que es por aquí? —pregunto a Peter, cuando sus indicaciones sobre la dirección a la que debemos ir no me convence mucho. —Sí, estuve aquí ayer, sé lo que estoy haciendo —responde, con irritación. Conduzco con cuidado, porque a esta hora las calles están abarrotadas de gente. No estamos tan al centro, pero esta ciudad es activa donde sea que estés. Me extraña que Peter nos haya traído hasta aquí, él suele ser bastante exquisito con los lugares que frecuenta. Y a pesar de que esta zona no es de las más bajas de la ciudad, no es de las más exclusivas. Sus instrucciones me cansan un poco y en un momento dado, cuando señala un club que está a pocos metros de nosotros, algo llama mi atención: una pelirroja. Siento un salto en el estómago ante la sospecha. Por más que hace años que no la veo, algo me dice que es ella. El hijo de puta que llevo dentro me dice que la siga, ahora que la encontré. Hace años juré buscarla y ajustar las cuentas que quedaron pendientes, pero me enfoqué tanto en crecer y ser alguien poderoso, que postergué esa promesa todo este tiempo. Detengo el auto con un sonoro frenazo. —¿Qué haces? No es aquí —se queja Peter. —Me bajo aquí. Sigue tú —indico y sin perderla de vista, me bajo del auto. Escucho que Peter dice algo, pero no le hago caso. Él estaba ansioso por conducir mi Ferrari y ahora por fin puede hacerlo. Es mejor que aproveche. Le hago señas al auto que venía detrás de nosotros. Mis guardias me siguen siempre a todas partes y aunque tengo chofer, me gusta conducir. Aún más cuando me da por disfrutar de mi colección, como hoy. Señalo al club y sin esperarlos, deshago la distancia que me separa de la entrada. Pago una buena propina al de la puerta para pasar sin hacer cola y no perder de vista a la pelirroja. El club está repleto y la sigo, a una distancia prudencial, hasta que se sienta casi al final de la barra. Por mi parte, exijo ver al dueño del local o al menos, al encargado de la noche, para pagar el servicio VIP y poder disfrutar de la estancia mientras la vigilo. Unos minutos después, sentado en la zona exclusiva que está por encima del primer piso, con un vaso de whisky en la mano, la observo coquetear con el barman, que pone una bebida colorida delante de ella. Pasan unas dos horas en las que no pierdo detalle de ella. Bebe un cóctel tras otro, hasta que prácticamente no puede sostenerse. Por ratos, una tristeza es visible en su rostro, pero cuando eso pasa, se empina la copa con mayor ímpetu y se traga de una vez todo el contenido. Desde mi posición puedo ver que ya el barman se niega a servirle más, pero ella insiste. Es entonces cuando decido entrar en escena, ya que al parecer, anda sola y por más cabrón que yo sea, no voy a permitir que salga del club en ese estado. —Lo siento, señorita, pero no puedo darle otra bebida. Ya está borracha. —escucho que le dice el chico moreno cuando me acerco a ellos. Ella hace un puchero gracioso, pero infantil. —Ya no me caes tan bien —declara y lo señala con un dedo. Casi no se entiende lo que dice, porque tiene la lengua tropelosa. Pierde el equilibrio y tiene que sostenerse de la barra para no caerse. Mis manos pican con la intención de sostenerla, pero me aguanto. —Por favor, señorita, pague la cuenta y váyase a su casa. No se encuentra bien. —¡Yo estoy bien! —exclama, con una indignación débil, pero hace caso. Busca en su cartera y saca una tarjeta dorada, se la entrega al chico y este la mira con los ojos muy abiertos. Hasta yo me sorprendo de que ella lleve ese tipo de tarjetas, con saldo ilimitado. Pero unos segundos después, regresa el chico con cara de circunstancias y le dice que no puede pagar, que la tarjeta no sirve. La borrachera que carga se le pierde por unos segundos, en los que ella abre la boca con sorpresa y luego bufa, con verdadera rabia. —¡Maldito! Se atrevió a hacerlo… No entiendo bien lo que dice, pero la veo refunfuñando como niña pequeña sin importarle el verdadero problema en el que está ahora, que sería pagar todo lo que debe de las bebidas. Tal vez esa tarjeta se la quitó a un ingenuo empresario que luego supo en realidad quién era ella. —Señorita, o me da otra tarjeta o tiene que pagarme en efectivo —exige el camarero, ya no tan sonriente y agradable como al principio. La pelirroja se pone nerviosa y busca en su cartera, pero no parece encontrar nada. Mira otra vez al camarero y le pide que pruebe otra vez esa tarjeta, que no es posible que no funcione. Se sostiene a la barra cuando vuelve a perder el equilibrio y se aguanta la cabeza cuando, supongo, pretende que deje de dar vueltas. Ruedo los ojos y decido intervenir. —Yo pago su cuenta, por favor, devuelva la tarjeta a la señorita —ordeno al camarero y el chico me mira escéptico. Saco mi tarjeta, dorada también y se la extiendo. Él mira de la mujer a mí, confuso y extrañado, pero acepta mi tarjeta y le devuelve la suya. —Enseguida, señor. Y se va, aliviado de poder deshacerse de la chica borracha con una buena cuenta que pagar. —No necesito que pague nada —declara ella, enfrentándome. Me señala con un dedo y el movimiento brusco, casi la hace caer. Con rapidez, logro aguantarla antes de que caiga al piso. La suelto al instante, cuando ya creo que podrá sostenerse sola. —No pareces tener más opción, que aceptar la ayuda. Ella aprieta los dientes y me mira con sus ojos color miel, profundos y abatidos. Quiere rebatir mis palabras, pero sabe que es la verdad. —Prefiero fregar trastes, para pagar la deuda, que depender siempre de los demás —asegura y su discurso de independencia me hace reír. El chico regresa con mi tarjeta y con el comprobante de pago. Le doy un asentimiento y le entrego unos billetes como propina, solo por soportarla a ella tanto tiempo. —Parece que ya es tarde, sigues en las mismas —respondo, con ansias de molestar. Sus mejillas se vuelven más brillantes y sus ojos refulgen con fiereza. —¿Cómo te atreves? No necesito el dinero de nadie y menos el tuyo, ni te conozco. Frunzo el ceño, pero cambio la expresión antes de que sea evidente que me exaspera su actitud falsa. —Que sepas que te voy a pagar hasta el último centavo, no necesito la caridad de nadie… —¡Cálmate, fiera! Mejor págame cuando te haga el favor completo. Salgamos de aquí… La tomo de la mano y la arrastro conmigo. Ella se niega e intenta resistirse, pero no tiene ni fuerzas ni estabilidad para lograrlo. La saco del club y en cuanto ponemos un pie fuera, se dobla sobre sí misma y vomita todo lo que bebió las últimas horas; encima de mis zapatos.
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