Prólogo
Liam - 16 años
La alfombra roja parecía interminable, un río ardiente que me arrastraba sin que pudiera resistirme. Las luces de las cámaras explotaban frente a mis ojos como fuegos artificiales, y los gritos de los fotógrafos retumbaban en mis oídos, cada uno más desesperado que el anterior. Mi corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de mi pecho, pero yo seguía caminando, sonriendo, posando, porque eso era lo que se suponía que debía hacer.
Cada paso que daba se sentía como si estuviera entrando en un mundo al que no pertenecía. Un mundo demasiado brillante, demasiado perfecto, donde todos te miran, pero nadie te ve realmente. Mi traje caro raspaba mi cuello, la corbata me asfixiaba, y el aire estaba cargado de perfume, sudor y falsedad.
—¡Liam, aquí! ¡Sonríe!
Giré el rostro hacia la voz y ofrecí la sonrisa que todos esperaban. La sonrisa perfecta, esa que mi abuela decía que podía conquistar al mundo. Pero por dentro, me sentía como una sombra de mí mismo. Como una marioneta bien vestida que respondía mecánicamente a los hilos invisibles que me controlaban.
Cuando finalmente entré al teatro, el ruido no cesó. Palmas en mi espalda, felicitaciones vacías, rostros que se desdibujaban entre copas de champán. Mis manos temblaban ligeramente. No era miedo. Era otra cosa, una sensación de estar flotando entre dos realidades. Quise desaparecer, pero al mismo tiempo, quise quedarme. Quise encajar en este mundo que parecía tan fuera de mi alcance.
La película comenzó y ver mi rostro en esa pantalla gigante me hizo sentir pequeño. Era yo, pero no lo era. Era alguien más. Un chico que todos admiraban, pero que yo apenas reconocía. Cuando los créditos finales aparecieron, la sala estalló en aplausos. Miré a mi alrededor, buscando algo, alguien. No encontré nada.
La fiesta después del estreno fue diferente. El miedo comenzó a desvanecerse, reemplazado por una sensación extraña. Había música, risas, copas que nunca estaban vacías. Las miradas eran distintas aquí, más cercanas, más intensas.
Alguien me pasó una copa. La tomé sin dudar. El líquido ardía en mi garganta, pero el calor me calmó.
—Relájate, Liam. Esto es solo el principio. —La voz de un compañero de reparto era suave, casi hipnótica.
Otra copa, otra sonrisa, otro halago. Y luego, algo más. Una línea blanca sobre una mesa, un susurro al oído: “Te hará sentir mejor. Te hará olvidar”.
No lo dudé demasiado. Quise sentirme mejor. Quise olvidar ese vacío. Inhalé.
El mundo cambió. Todo parecía más claro, más vivo, más fácil. Podía acostumbrarme a esto.
Pero incluso en medio de la euforia, una voz débil en mi mente susurró: “¿Eres feliz?”. La ignoré.
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Camila - 15 años
El aire estaba cargado de un olor amargo. Alcohol derramado. Algo rancio. Algo que ya no me inmutaba.
—¡Camila!
La voz de mi madre resonó en la pequeña casa, quebrada, furiosa. Me estremecí, pero no me moví. Seguía en la cocina, con las manos húmedas sobre un plato que intentaba secar. Sentía las lágrimas ardiendo detrás de mis ojos, pero no las dejé salir. No podía. Las lágrimas eran un lujo que no podía permitirme.
—¡Ven aquí! —gritó de nuevo, esta vez más cerca.
Respiré hondo, tratando de calmar el temblor en mis manos, y dejé el plato sobre la encimera. Caminé hacia la sala con el cuerpo tenso, lista para lo que fuera.
Allí estaba ella. Cabello revuelto, ojos vidriosos, una botella medio vacía en la mano. Su ropa estaba arrugada, el maquillaje corrido. Una sombra de la mujer que había sido.
—¿Por qué me miras así? —Su voz era un susurro cargado de veneno.
Quise responder, decirle que no la estaba mirando de ninguna forma. Pero las palabras no salieron. Solo el nudo en mi garganta, apretando, haciéndome difícil respirar.
—Eres igual que tu padre.
El cristal explotó contra la pared. Mis oídos zumbaron. El aire se llenó de un olor a vodka y desesperación.
Di un paso atrás. No por miedo. No esta vez. Esta vez, fue por algo diferente. Algo que se quebró dentro de mí.
Subí las escaleras sin correr, sin temblar. Cerré la puerta de mi cuarto con cuidado. Como si eso pudiera contener el caos al otro lado.
Luciana dormía profundamente, abrazada a Onyx. Su respiración tranquila, su rostro inocente. No se había enterado de nada.
Me senté en la cama y la observé. Las lágrimas cayeron, silenciosas, ardientes. No por mi madre. No por mí. Sino por Luciana. Porque ella merecía algo mejor.
Esa noche decidí que todo iba a cambiar. No sabía cómo, pero iba a encontrar la forma. Por ella. Por mí.
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En el brillo de una alfombra roja y en el caos de una sala destrozada, dos vidas tomaron rumbos distintos. Dos almas quebradas por razones diferentes, cada una buscando algo que todavía no podía nombrar. Y en algún lugar del futuro, esos caminos destinados a cruzarse comenzarían a sanar.