Exraña presentación

1943 Words
Camila La pantalla de mi teléfono vibró sobre la mesa mientras terminaba de llenar el plato de Onyx con su comida favorita. El gato n***o, con su mirada amarilla y afilada, saltó al mueble y se frotó contra mi brazo antes de enterrar el hocico en el plato. Suspiré y tomé el teléfono. Era un mensaje de Valeria. Valeria: Cami, sálvame. Te debo mi alma y la de mis futuros hijos. Trabaja por mí esta noche. Rodé los ojos. Sabía que esto pasaría. Le escribí de vuelta. Yo: ¿Qué hiciste ahora? Valeria: Nada malo. Sólo que surgió un plan mejor, y no puedo decir que no. Por faaaaaavor. Yo: Un plan mejor, ¿eh? ¿Se llama Diego, Ricardo o Esteban? Valeria: Diego. Pero ese no es el punto. El punto es que tú eres la mejor amiga del mundo y me cubrirás en el club. ¿Sí? Yo: Me debes una. Valeria: Te debo trescientas, pero ¿quién lleva la cuenta? Eres la mejor. Te amo. Bufé y bloqueé el teléfono. Me puse el uniforme y acaricié la cabeza de Onyx antes de salir. El club exclusivo donde trabajábamos era un lugar pretencioso lleno de gente aún más pretenciosa. Desde la primera vez que puse un pie ahí, supe que no pertenecía. No porque me intimidara, sino porque simplemente no soportaba la actitud de los clientes. Hoy sería aún peor: el lugar había sido rentado para un evento privado, lo que significaba que estaríamos lidiando con un grupo de ricos con más dinero que respeto. Al llegar, me acomodé el delantal y me preparé mentalmente. En cuanto las puertas se abrieron para recibir a los invitados, confirmé mis sospechas. Hombres con relojes de miles de dólares y mujeres con vestidos que valían más que mi apartamento entraron en oleadas, riendo y hablando como si el mundo les perteneciera. Sus miradas hacia nosotros, los meseros, oscilaban entre la indiferencia y el desdén. En cuanto empecé a moverme entre las mesas, una risa burlona captó mi atención. Un grupo de hombres se había acomodado en la esquina más apartada del club, con botellas de licor caras sobre la mesa y una actitud de completa arrogancia. Uno de ellos en particular me llamó la atención. Alto, con el cabello n***o despeinado y unos ojos turquesa que resaltaban incluso en la penumbra del lugar. Su sonrisa era torcida, perezosa, como si todo le importara un carajo. Mientras pasaba junto a ellos, sentí un contacto en mi trasero. Un toque fugaz, pero inconfundible. Me giré de inmediato. —¿En serio? —espeté, fulminando con la mirada al tipo de ojos turquesa. Él me miró con un aire despreocupado, ladeando la cabeza mientras sonreía. —Tranquila, brujita —murmuró, con una voz ronca y arrastrada por el alcohol y sabe Dios qué más. Me hervía la sangre. Mi primera reacción fue soltarle una bofetada, pero me contuve. No valía la pena perder mi trabajo por un imbécil con delirios de grandeza. En su lugar, le lancé una sonrisa fría. —Si vuelves a tocarme, te rompo la mano —le susurré con dulzura venenosa. Él se rió, pero no insistió. Me di la vuelta y continué con mi trabajo, aunque sentía su mirada clavada en mi espalda. Cuando el club finalmente cerró, salí por la parte trasera con un par de botellas vacías para tirarlas al contenedor. La noche estaba fresca, el aire ayudaba a despejar mi mente del agotamiento y la irritación. Pero justo cuando estaba por regresar al interior, vi algo que me hizo fruncir el ceño. Unos metros más adelante, en el callejón, un grupo de hombres rodeaba a alguien. Se escuchaban risas ásperas, seguidas de golpes secos. Di un paso más y la luz del poste más cercano iluminó la escena. Mi estómago se apretó. Era él. El imbécil de ojos turquesa estaba en el suelo, sangrando por la nariz mientras dos tipos lo sostenían por los brazos y otro le lanzaba un puñetazo al estómago. Su expresión era una mezcla de furia y aturdimiento, como si aún no procesara lo que estaba pasando. No pensé. No tuve tiempo para decidir si valía la pena ayudarlo o no. Simplemente reaccioné. —¡Hey! —grité, agarrando una botella del basurero y estrellándola contra la pared. El vidrio se rompió en pedazos afilados, y avancé con una determinación que no sabía que tenía. Los hombres se tensaron. Uno de ellos me miró con una sonrisa burlona. —¿Y tú quién mierda eres? —La persona que llamará a la policía en tres segundos si no se largan —escupí, sosteniendo el cuello roto de la botella como un arma improvisada. No sé si fue mi tono, la seguridad en mi voz o la simple posibilidad de que realmente alertara a la policía, pero los tipos decidieron que no valía la pena. Soltaron al chico y desaparecieron en la oscuridad. Me acerqué a él. Respiraba con dificultad, su ceño fruncido por el dolor. Me miró con ojos desenfocados, entrecerrados por la hinchazón de un golpe en la ceja. —¿Por qué... me ayudas? —murmuró. Suspiré. —No lo sé. Probablemente porque no quiero un cadáver en mi callejón. Él rió, aunque inmediatamente se quejó y llevó una mano a sus costillas. Definitivamente tenía al menos un par de golpes serios. Me agaché junto a él y le ofrecí la mano. —Vamos, imbécil. No tengo toda la noche. Se quedó mirándome por un momento antes de tomar mi mano. En cuanto sus dedos tocaron los míos, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Algo me decía que esta no sería la última vez que me cruzaría con él. Liam La última escena del rodaje era, por decirlo en términos amables, una mierda. —Te amo, Ethan —susurró Renata, con su mejor cara de dolor romántico. Yo tenía que mirarla con adoración y acariciarle la mejilla, como si fuera el amor de mi vida. Asco. —Yo también, Ana. Siempre lo hice… —Mi voz debía sonar grave, emocional. Bla, bla, bla. La misma basura de siempre. —¡Corte! —gritó el director—. ¡Perfecto! ¡Eso es todo! El set estalló en aplausos, vítores y abrazos. Yo apenas me aguanté las ganas de soltar un bufido. Por fin había terminado esta farsa. Renata se me lanzó encima, rodeándome el cuello con los brazos. —¡Lo hicimos! —canturreó, pegando su cuerpo al mío de forma demasiado obvia—. Ahora sí podemos celebrar como se debe, ¿no? Antes de responder, sentí un brazo pasándome por los hombros. —Vamos, Renata, dale un respiro. Mi chico aquí necesita más que un polvo de celebración —intervino Adrián, con su sonrisa de imbécil encantador—. Aunque, claro, si solo quieres uno, seguro Liam te hace un hueco en su apretada agenda de donjuán. Rodé los ojos y aparté a Renata con suavidad, pero ella me miró con una expresión que claramente decía "esto no se ha acabado". Estaba encaprichada conmigo, y aunque follar con ella era fácil y sin esfuerzo, la intensidad con la que se aferraba a mí empezaba a irritarme. —Déjame adivinar, Adrián, ¿otra vez haciendo el papel de mi mamá sobreprotectora? —repliqué con sorna, encendiendo un cigarro. —No, cabrón, yo soy el amigo que te recuerda que de todas las opciones de este planeta, elegiste meterte con una que te va a dar dolores de cabeza. —Se inclinó hacia mí, murmurando—: Oye, ¿cómo sigue tu polla? Digo, después de tanto esfuerzo con Renata, pensé que ya estaría en huelga. Le solté un codazo en las costillas, pero el cabrón solo se rió. —No te preocupes por mi polla, Adrián. Tú quédate con tu celibato forzado. —No es celibato, es selectividad —respondió, guiñándome un ojo—. Además, esta noche me pienso divertir. Y tú también. Vamos a ese club caro y exclusivo donde los ricos creen que son dioses. Tienes que celebrar. Sí, celebrar. Claro. Con drogas, alcohol y sexo fácil. Mi tipo de celebración. ******* El club estaba abarrotado de gente que se creía superior al resto del mundo solo porque tenía dinero. Entre ellos, yo. Las luces intermitentes me mareaban un poco, pero el efecto de la cocaína ayudaba a mantenerme enfocado. Me apoyé contra la barra, mirando a mi alrededor. Fue entonces cuando la vi: una melena de fuego moviéndose entre las mesas. No pude ver su cara, pero algo en ella llamó mi atención. El tipo de atracción que no podía ignorar. —Adrián, ¿ya viste eso? —murmuré, inclinándome hacia él. —¿El qué? ¿La pelirroja buenorra que claramente no quiere estar aquí? —se rió—. Ya la vi. Pero tranquilo, fiera. Seguro es una mesera, y ya sabes que a los de su tipo no les gusta mezclar con los de los nuestros. Ignoré su comentario y me dirigí hacia ella. Pasé entre la gente hasta que la alcancé junto a una mesa. Cuando giró la cabeza, pude verla bien: pecas en la nariz, ojos oscuros llenos de desdén, labios fruncidos como si estuviera oliendo mierda. No sé por qué, pero me dieron ganas de provocarla. —Oye, preciosa —murmuré, inclinándome sobre ella—. ¿Qué haces en un lugar como este? No pareces del tipo que se mezcla con la realeza. Ella me miró como si le hubiera escupido en la cara. —Trabajo —respondió con frialdad—. ¿Tienes algún pedido o solo quieres molestar? Me encantó su actitud. En un arranque, dejé que mi mano rozara su trasero al pasar. No demasiado evidente, solo lo suficiente para ver su reacción. No me decepcionó. —¡...Vuelve a tocarme y te rompo la mano! —espetó, girándose para empujarme con el hombro. Me reí, alzando las manos en un gesto de inocencia. —Tranquila, bruja. Solo me aseguraba de que fueras real. Sus ojos brillaron con rabia y por un segundo creí que me lanzaría la bandeja en la cara. Pero se contuvo y se alejó, murmurando insultos que no alcancé a oír. Me quedé viéndola desaparecer entre la multitud, preguntándome por qué demonios me había parecido tan interesante. La noche continuó, y yo seguí en mi espiral de alcohol, drogas y compañía efímera. Me metí al baño con una modelo que no recordaba cómo se llamaba, y cuando salí, Adrián me estaba esperando con una copa en la mano y una sonrisa burlona. —¿Qué? —pregunté, tomando la copa. —Nada, nada. Solo estoy disfrutando ver cómo te hundes en la mierda con estilo. —Le dio un trago a su bebida y se inclinó hacia mí—. ¿Qué se siente follar con alguien y no recordar su nombre cinco minutos después? —Se siente jodidamente bien —repliqué con una sonrisa—. Y ahora, si me disculpas, necesito un poco de aire. Salí por la puerta trasera del club, tambaleándome un poco. La brisa nocturna me golpeó en la cara y me recargué contra la pared, tratando de aclarar mi mente. Mi cuerpo se sentía ligero, como si flotara. No vi venir el golpe. De pronto, estaba en el suelo, con la mandíbula palpitando de dolor y un sabor metálico en la boca. Apenas alcancé a ver a un par de tipos encapuchados antes de que otro puñetazo me nublara la vista. —¡Cabrón! —gruñí, intentando defenderme, pero mi cuerpo no respondía. Escuché sus risas, los golpes, los insultos, y en algún momento, todo se volvió n***o.
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