POV ISADORA
El viento helado azotaba la colina, agitando los pliegues de mi vestido n***o como un látigo cruel, recordándome que la vida podía ser despiadadamente breve... y brutal.
La lluvia caía en hilos finos, como si el cielo, cínico, derramara lágrimas por una muerte que en realidad a nadie más le dolía.
Yo estaba allí, de pie, sosteniendo el paraguas con las manos entumecidas, la mandíbula apretada, viendo cómo descendía el ataúd de Seraphina en la tierra mojada.
Mi hermana.
Mi mejor amiga.
Mi mitad.
La única persona que realmente conocía a Isadora Valente... y la única que jamás me habría subestimado.
Ahora era solo un recuerdo atrapado entre la niebla y la rabia.
A mi alrededor, las voces de los presentes sonaban vacías, huecas, como un murmullo de hienas ocultas tras rostros solemnes.
No había amor en esos rostros. No había dolor.
Solo miedo, respeto fingido… o peor aún, una satisfacción apenas disimulada.
Venían a ver caer a los Valente.
A regodearse en nuestra desgracia.
La princesa de la mafia más brutal había caído.
Y lo único que quedaba en pie… era su sombra.
O al menos, eso creían.
Cerré los ojos un instante, luchando contra el temblor que amenazaba con atravesar mi cuerpo.
La pena era un cuchillo clavado en el pecho, torcido y girado sin misericordia.
Cada bocanada de aire era un esfuerzo. Cada latido un insulto.
La escuchaba todavía, como un eco cruel en mi cabeza:
"Si Dios existe, me debe muchas explicaciones."
Seraphina nunca pidió clemencia al cielo. Nunca creyó en redenciones.
Tampoco lo haría yo ahora.
No había sacerdote. No había plegarias.
Solo el sonido áspero de la tierra golpeando la madera, como una carcajada sorda en medio de la tragedia.
"¿Por qué ella?", repetía mi mente, en un bucle interminable.
"¿Por qué la mejor de nosotros?"
No había respuesta.
Y la ausencia de justicia era lo que más me carcomía.
Me obligué a mantenerme erguida.
Sabía que era lo que Seraphina habría querido.
Nunca mostrarse débil.
Nunca llorar delante de las serpientes.
Así que me aferré a su recuerdo. A su risa descarada. A su fuerza salvaje. A su amor incondicional.
Y mientras la última palada de tierra caía sobre su tumba, lo supe con una certeza brutal:
Isadora Valente había muerto junto con su hermana.
La que se levantaría de esa tumba no sería la misma.
No podía serlo.
No quería serlo.
Cuando alcé la mirada, mis ojos, nublados de ira y dolor, se cruzaron con los de un hombre al otro lado del cementerio.
Un desconocido.
Alto. De traje n***o impecable.
Quieto bajo la lluvia como una estatua esculpida por la guerra.
No apartaba la mirada de mí.
Sentí un escalofrío recorrerme la columna. No de miedo.
De reconocimiento.
Él sabía.
Él entendía.
La tormenta que se avecinaba no sería solo de agua y viento.
Una promesa silenciosa nació en ese instante, incendiándome por dentro:
El dolor me cambiaría.
La rabia me alimentaría.
Y todos los que habían traído esta oscuridad a nuestras vidas...
Se arrepentirían.
La ceremonia terminó, pero yo seguía allí, incapaz de moverme.
La gente comenzó a alejarse, sus pasos arrastrados y sus sombrillas formando una procesión triste bajo la lluvia persistente.
Los murmullos se apagaban uno a uno hasta que solo quedamos yo, el sepulturero que terminaba de sellar la tumba… y ese hombre.
No podía verlo bien a través de la bruma, pero sentía su mirada perforándome.
No se movía. No decía nada.
Solo estaba allí, como un centinela oscuro que había sido testigo de mi ruina.
Un escalofrío me recorrió la columna.
Decidí no acercarme.
No hoy.
Hoy no tenía fuerzas para nada que no fuera sobrevivir al siguiente minuto.
Caminé lentamente hacia el coche fúnebre, donde mi madre me esperaba con el rostro desencajado.
Su mano temblorosa buscó la mía, y por un segundo, me dejé sostener.
Por un segundo, permití que la fragilidad me abrazara.
—Se fue —susurró ella con voz quebrada, como si aún esperara que alguien la contradijera, que todo fuera un error horrible.
No pude responder.
No podía mentirle.
Seraphina se había ido. Y la mujer que yo había sido también.
Cuando llegamos a casa, la mansión Valente parecía un mausoleo.
Las luces apagadas.
El silencio denso.
La tristeza impregnando cada rincón, como si las paredes mismas lloraran su ausencia.
Subí las escaleras arrastrando los pies, esquivando las miradas compasivas de los empleados y los amigos de la familia que intentaban ofrecer apoyo inútil.
Mi habitación estaba tal como la había dejado.
Ordenada. Inmaculada. Fría.
Cerré la puerta y me dejé caer al suelo, abrazando mis rodillas contra el pecho.
Allí, en la soledad más absoluta, el dolor que había reprimido en el cementerio estalló como una marea salvaje.
Lloré.
Lloré hasta que me dolieron los huesos, hasta que mi voz fue solo un susurro afónico y mi alma parecía desintegrarse en pedazos diminutos.
Golpeé el suelo con los puños, como si pudiera pelear contra lo inevitable.
Como si pudiera traerla de vuelta.
“¡Te odio!” le grité a Dios, al universo, al destino.
“¡Te odio por llevártela! ¡Por dejarme sola!”
La lluvia repiqueteaba contra las ventanas, acompañando mi lamento.
Y en medio del llanto, juré que nunca más volvería a ser vulnerable.
Nunca más dejaría que alguien me destruyera de esa manera.
Mi corazón había muerto con Seraphina.
Lo que quedaba ahora era una cáscara vacía.
Una Isadora que aprendería a endurecerse, a ser inquebrantable.
La venganza sería mi nueva religión.
El olvido, mi refugio.
El poder, mi escudo.
Y aunque no lo sabía entonces, ese juramento sellaría mi destino… y me conduciría directamente hacia la tormenta.
La madrugada se deslizó sobre mí como una sombra viscosa, fría y pegajosa.
No había cerrado los ojos ni un solo instante.
No podía.
Me incorporé lentamente en la cama, con movimientos torpes, como si mi cuerpo ya no me perteneciera.
Mis dedos acariciaron la tela áspera de las sábanas, buscando un ancla que no existía.
La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por los débiles destellos de la tormenta que persistía allá afuera, como si el cielo mismo se negara a darle paz a mi alma.
La pérdida seguía ahí, instalada en mi pecho como una piedra, pero había algo más, creciendo en las grietas del dolor: una fría determinación.
Hoy sería el primer día del resto de mi vida.
Y no sería la vida de la niña Valente que una vez fui.
Sería algo… mucho más fuerte.
Me puse de pie, el suelo helado mordiendo la planta de mis pies descalzos.
Cada movimiento era un recordatorio de lo que ya no podía permitirme sentir.
El lujo de la tristeza había terminado.
Me vestí en silencio: pantalón de vestir n***o, blusa de seda gris, chaqueta a medida.
Nada de colores suaves.
Nada que pudiera interpretarse como debilidad.
Al mirarme en el espejo, apenas reconocí a la mujer que me devolvía la mirada: ojos enrojecidos pero secos, labios apretados, mandíbula tensa.
La Isadora que había llorado en el piso de su habitación ya no estaba.
La heredera Valente había muerto junto a Seraphina.
Lo que quedaba ahora… era la nueva reina.
La sala principal de la mansión estaba llena.
Familiares. Socios. Aliados.
Rostros conocidos y desconocidos, todos cubiertos con la misma máscara hipócrita de duelo y ambición.
La mayoría evitaba mirarme directamente.
Otros, en cambio, lo hacían sin pudor, evaluándome, sopesándome como si fuera un objeto defectuoso puesto en subasta.
Me moví entre ellos con paso firme, mi expresión esculpida en hielo.
Cada saludo era un campo minado.
Cada apretón de manos, una amenaza disfrazada.
—Isadora —gruñó mi tío Giacomo, un hombre de hombros anchos y ojos como cuchillas—. Debemos hablar de tu futuro… y del futuro de la organización.
“Mi futuro”, repetí en mi cabeza, sintiendo un veneno dulce trepar por mi garganta.
Me dejé guiar hacia uno de los salones privados, donde varios miembros clave ya esperaban: consejeros, capitanes, parientes de sangre diluida que ahora olían la oportunidad como lobos alrededor de una presa herida.
Me senté en la cabecera de la mesa, como correspondía a una Valente.
Mi padre no estaba allí.
Ni en cuerpo ni en voluntad.
Desde la muerte de Seraphina, su mente se había fracturado más allá de toda reparación.
Así que, técnicamente, yo era lo único que quedaba.
—Las cosas han cambiado —comenzó Giacomo, su tono condescendiente haciéndome hervir la sangre—. No puedes cargar con todo esto sola, bambina.
Es demasiado para una niña…
Una risa seca, peligrosa, quiso escapar de mi pecho, pero la contuve.
—Quizá —respondí, dejando que mi voz cortara el aire como una hoja afilada—.
O quizá sea exactamente lo que necesito.
Los murmullos se agitaron como hojas muertas en el viento.
—Consideramos —intervino otro tío, un hombrecillo de bigote aceitoso llamado Lorenzo— que sería prudente concertar un matrimonio estratégico.
Unir fuerzas. Proteger lo que queda.
La palabra “proteger” sonó como un insulto.
—¿Casarme? —repetí, arqueando una ceja con una lentitud calculada—.
¿Entregar lo que queda de los Valente como una dote?
El silencio que siguió fue absoluto.
Los observé a todos, uno por uno.
Vi la codicia.
Vi el miedo.
Vi la subestimación que serpenteaba bajo sus palabras educadas.
Mi sonrisa fue apenas un destello, cruel y elegante.
—Escúchenme bien —dije, dejando que cada palabra se clavara en ellos como un clavo ardiente—:
No me casaré por conveniencia.
No cederé lo que es mío.
Y si alguno de ustedes siquiera piensa en cruzar esa línea…
Me incliné hacia adelante, dejando que el frío de mi promesa los envolviera.
—…será la última decisión que tome en su miserable vida.
Un escalofrío recorrió la sala.
Incluso Giacomo se tensó, sus manos temblando ligeramente.
Me puse de pie con una lentitud deliberada.
—La reunión ha terminado.
Me giré sin esperar respuesta, dejando tras de mí un reguero de silencio atónito.
La princesa Valente había muerto.
La reina Valente había tomado su lugar.
Y ellos acababan de verlo.
La noche había caído cuando salí de la mansión.
El aire seguía oliendo a tormenta, a tierra mojada y peligro.
Me envolví en mi abrigo y caminé hacia el extremo del jardín, donde la niebla comenzaba a descender como un velo espectral.
Fue entonces cuando lo sentí.
La misma presencia que había percibido en el cementerio.
Firme. Inquebrantable.
Observándome.
Me detuve, el corazón golpeando en mi pecho con un ritmo frío y controlado.
No me giré.
No mostré miedo.
Unos pasos suaves resonaron a mis espaldas, y luego… nada.
Solo el viento.
Solo la oscuridad.
Hasta que, al mirar hacia abajo, vi un pequeño sobre n***o deslizado bajo una piedra a mis pies.
Me agaché y lo recogí con cuidado.
Dentro, una nota escrita a mano, con trazos firmes y angulosos:
“Tu guerra apenas comienza.
No confíes en nadie.”
El escalofrío que recorrió mi cuerpo no fue de miedo.
Fue de reconocimiento.
Algo en mi interior susurró que el verdadero juego apenas había comenzado.
Y yo… estaba más que lista.