**RITA**
Para mi querido padre, todo se reduce a números, alianzas, convenios. Los sentimientos son obstáculos, las relaciones un mero negocio. Y yo… soy solo una ficha más en su tablero de ajedrez, una pieza que mueve según su conveniencia, sin importarle el sacrificio que eso implique. Su unica hija mujer y él por la ambición es capaz de entregarme a cualquier magnate. Si mis hermanos estuvieran aquí conmigo...
—Ya lo dije. No me comprometeré con nadie —mi voz no tiembla, aunque por dentro arde una tormenta de rabia y tristeza que trato de esconder. No pienso ceder, no voy a casarme con ese heredero insípido que apenas sabe pronunciar mi nombre sin mirar su móvil, como si fuera un objeto más en su interminable lista de prioridades.
—Esa hija tuya es una rebelde —dice mi madrastra, con una sonrisa de catálogo que no engaña a nadie, una sonrisa que siempre parece ensayada, perfecta, pero hueca. La llevó atorada en la garganta por cinco años, sí, cinco largos años, y todavía pretende que la llame “mamá”. Como si el tiempo pudiera borrar la distancia, como si ella pudiera reemplazar lo que nunca fue su lugar en mi corazón.
—Tú no te metas —le suelto con dureza, sin filtro, sin rodeos. La odio por su arrogancia, por esa manera en que se cree dueña de todo: de la casa, de mi padre, de mi vida. Pero conmigo no.
Mi padre me mira, confundido, como si no entendiera nada, como si no recordara que mi madre de verdad se fue cuando yo tenía apenas ocho años, harta de sus negocios, de sus silencios, de su indiferencia. La pequeña niña que solía buscar consuelo en los brazos de su madre ahora se ha convertido en una mujer que se protege a sí misma, que se ha acostumbrado a vivir en silencio, en resistencia.
—Por Dios, podría ser mi hermana mayor, menos mi madre —suspiro, sintiendo cómo las palabras caen pesadas en el aire, como un puñal. Y entonces, la cachetada.
Seca, sonora, como un sello de propiedad que él cree tener sobre mí, una marca de posesión que nunca dejará de arder. La sensación del golpe no es lo que más duele; es lo que representa: su control, su poder, su dominio sobre mi cuerpo y mi espíritu.
El salón quedó en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido. Yo lo miro con desprecio, no por el golpe en sí, sino por todo lo que simboliza: la violencia disfrazada de autoridad, la sumisión disfrazada de amor.
—Rita, mira lo que me obligas a hacer… —susurra mi padre, con una voz que intenta parecer arrepentida, pero que en realidad es un eco hipócrita. —Yo no quiero pegarte.
Hipócrita. No quiere pegarme, dice, pero lo hace. No quiere controlarme, pero me vende como si fuera una acción en la bolsa, como si fuera un objeto que puede comprar y vender a su antojo. La lucha que mantiene conmigo es una guerra silenciosa, una batalla por definir quién tiene el poder en esta casa, en esta vida.
—Lo hecho, hecho está. Me retiro —dije—, y di media vuelta, con una autoridad que no admite réplica.
Me doy la vuelta sin mirar atrás, caminando firme, sin prisa, sin lágrimas. No les daré ese gusto. No hoy. Subo a mi habitación, cierro la puerta con llave y me dejo caer sobre la cama, exhausta. Pero no lloró. No puedo permitírmelo. Dentro de mí, algo se rompe. No por el golpe, no por el dolor físico, sino por la certeza amarga de que nunca fui parte de su mundo, que siempre fui solo un adorno más en su vitrina de poder, una pieza que no tiene valor, solo apariencia. Quiere que seduzca a viejos magnates para que su fortuna crezca, no me prestaré a eso.
Y así, en silencio, empiezo a planear mi fuga. No será la primera, pero esta vez… será definitiva. Mis pensamientos giran en torno a ese día en que dejaré todo atrás, a la oportunidad que se acerca, a la vida que puedo construir, lejos de su sombra, lejos de su control, lejos de su mentira. La libertad se vislumbra en el horizonte y, aunque el miedo intenta detenerme, sé que esta vez no volveré. La próxima vez, solo habrá un camino: hacia la independencia, hacia mi propio destino.
Entré al dormitorio con la sensación de peso en el alma, como si el mundo entero hubiera decidido apilarse sobre mis hombros en ese instante. Me dejé caer en la cama, sintiendo cómo las almohadas se hundían ligeramente bajo mi peso, y cerré los ojos un momento, buscando un respiro en medio del caos mental. Con una mano temblorosa, saqué el celular y marqué el número de Patricia, esa amiga del alma y socia en el salón que, de alguna manera, siempre lograba levantarme el ánimo con su presencia y su energía inagotable.
—Hola, Patricia, ¿cómo vas? —le pregunté con una sonrisa cansada, acomodándome entre las almohadas y dejando que la voz familiar me envolviera, aunque fuera solo a través del teléfono.
Su voz, a pesar de sonar un poco cansada, mantenía esa firmeza que tanto admiro. La escuchaba en la línea, siempre en la lucha, siempre en movimiento. Ella no para, y en ese pequeño instante, sentí una profunda admiración por su incansable espíritu.
—Hola, Rita, aquí como siempre, en la chamba —me respondió, con esa chispa en la voz que revela que, aunque agotada, nunca pierde la determinación.
Siempre me gusta saber cómo va todo en su mundo, sobre todo porque ella es el motor que mantiene vivo ese salón que compartimos. Mientras tanto, yo me encargo de los trabajos a domicilio, y aunque no siempre es fácil, saber que Patricia está bien y en su ritmo me da cierta paz.
—¡Qué bien! Esa sí que es buena noticia, amiga. Tú sabes que estas vacaciones las aprovecho para descansar, así que, si necesitas algo, solo dime. Estoy libre como el viento y lista para lo que sea.
—Gracias, amiga, tú siempre tan linda. Le digo a mi mami que tú eres mi mayor bendición, que Dios te puso en mi camino —me dijo con ese tono que mezcla cariño profundo y un poquito de dramatismo, como si quisiera que supiera cuánto significa para ella.
No pude evitar sonreír ante esas palabras tan sinceras. Aunque a veces me exaspera su manera de expresarse, su cariño genuino siempre termina por conquistarte. Le respondí con una sonrisa en la voz:
—Te llamaré si alguna clienta no puede atenderse, no te preocupes. Descansa, amiga, te lo mereces. Tú también necesitas un respiro de esa vida que llevas.
—Chao, amiga. Cuídate mucho y no olvides que aquí tienes una amiga que te quiere muchísimo —me dijo antes de colgar.
Cerré el teléfono y me quedé en silencio, mirando el techo, dejando que mi mente divagara. Pensé en lo loca y única que es Patricia, en lo mucho que la quiero, a pesar de todo. Aunque a veces me saca de quicio, especialmente cuando insiste en que la acompañe a su “mundo”, ese espacio donde las reglas parecen diferentes. Me pide que use ropa sencilla, de mercado, nada de marcas ni brillos, como si eso fuera un acto de rebeldía contra el mundo exterior.
—Rei — me ha hecho comprar ropa solo para andar con ella en ese universo paralelo que ella creó, y aunque al principio me resistí, ahora acepto esa parte de su locura como una forma más de nuestro vínculo.
Pero, en mi interior, también guardo secretos. No le cuento mi vida familiar, que siempre se ha complicado, ni las sombras que a veces me acompañan en los momentos más oscuros. Solo le digo que mis vacaciones me lo permiten, que puedo descansar un poco, y ella cree que trabajo en alguna empresa, lo cual no está del todo equivocado. Porque, en realidad, llevo el marketing de los hoteles de mi padre, un trabajo que requiere de mucha dedicación y que, en cierto modo, me ayuda a mantenerme a flote.
Mientras la noche cae lentamente, y la tranquilidad de la casa me envuelve, pienso en cómo en medio de todo, Patricia y yo encontramos un refugio en nuestra amistad, un espacio donde podemos ser nosotras mismas, sin máscaras ni prejuicios. Aunque mi vida familiar sea un torbellino, aquí, en mi pequeño mundo, tengo a mi amiga, y eso, por ahora, basta para seguir adelante.