**RITA**
Al día siguiente del drama con mi padre, desperté en modo zen, envuelta en una sensación de calma que parecía imposible después de todo lo ocurrido. Tirada en mi camita, rodeada de mis peluches y cojines de conejitos —sí, lo admito, me encantan, no importa cuántos años tenga—, estaba en lo mejor de mi relax, disfrutando de ese silencio que solo se escucha en las mañanas tranquilas. Nada ni nadie iba a sacarme de ahí… o eso creía.
El celular sonó. Mi mano se movió lentamente para alcanzar el móvil, que vibraba sobre la mesita. Lo miré con desgana, preguntándome quién podía interrumpir mi paz en ese momento tan perfecto.
¿Quién sería? Ah, claro… Patricia.
—Hola, dime, amiga. Espero que sea urgente e importante, porque estaba en lo mejor de mi relax —le respondí con una voz medio dormida, haciendo un esfuerzo por sonar dramática y diva a la vez.
—Amiga, discúlpame, pero te necesito. Tengo una clienta que quiere servicio a domicilio, pero estoy full en el salón. ¿Puedes ir tú? Te mando la dirección. Es dinero extra.
Dinero extra. Esa frase tiene un poder casi hipnótico sobre mí. La idea de ganar unos pesos más, en medio de esta rutina, siempre suena tentadora para la nueva vida que quiero emprender.
—Ok, amiga. Chao —le contesté, levantándome con cierta desgana, como quien se prepara para una misión peligrosa.
A regañadientes, claro, me puse a buscar qué ponerme. La ropa de mercado, como dice Patricia, esa que parece sacada de una novela de barrio, porque cuando atiendo a sus clientas, debo vestir “sencilla”, “normalita”, “sin llamar la atención”. Según su teoría, así las propinas son mejores. Y yo, que podría ir con un vestido de diseñador, termino con unos jeans que parecen sacados de una novela de barrio, viejos pero cómodos.
Entré a la ducha, dejando que el agua caliente lavara las últimas huellas de sueño y preocupación. Mientras me alistaba, pensaba en cómo sería el día que me esperaba. Justo cuando estaba terminando de peinarme, mi teléfono vibró de nuevo en la mesita.
Entonces, llegó a la dirección. La misma que mi nana ya había anotado en un papel, con su letra limpia y ordenada. Ella, como siempre, tenía el desayuno listo y preparado en la mesa —pan, jamón, café, y un tazón de fruta fresca. Mientras me tomaba el café, le dije con una sonrisa forzada:
—Salgo a hacer un mandado, por si mi papi pregunta.
Ella solo asintió, como quien guarda secretos sin hacer preguntas, con una sonrisa cálida que parecía entender más de lo que decía.
Y así, sin saberlo, esa salida, ese “mandado”, iba a cambiar mi vida para siempre. No sabía qué me esperaba al otro lado de esa puerta, ni qué secretos o peligros escondería la calle. Solo sabía que, en ese instante, el destino me estaba llamando, y no podía ignorarlo.
Mi casa es una mansión preciosa, y no lo digo por presumir… bueno, tal vez un poquito. Los jardines son tan inmensos que podríamos perdernos en ellos, y los salones tan espaciosos que podrías organizar una fiesta de gala solo para buscar el control remoto de la televisión. Cada detalle, desde las lámparas de cristal, hasta el mármol en el piso, lleva mi sello de estilo, amor y un toque de capricho. Claro, mi padre también aportó, porque si algo tiene él, además de millones, es un gusto impecable. Aunque siempre con la condición de que yo sea la directora creativa de la opulencia.
En este palacio de las extravagancias, habitamos mi padre —un hombre que podría fundar un país con sus contactos—, mi nana —mi cómplice silenciosa y guardiana de mis secretos—, una madrastra que parece haber nacido con un detector de billetes en lugar de corazón, y un ejército de jardineros y guardias de seguridad que me adoran. Estos últimos parecen sacados de una película de espías y están siempre listos para obedecer mis órdenes, incluso si es solo para que me traigan un sándwich de medianoche.
Mis dos hermanos, los eternos guardianes de la fortuna familiar, están en Inglaterra. El mayor, de 34 años, está casado con una española que es pura dinamita y padre de dos pequeños tornados con piernas. El segundo, de 28, soltero, guapo y más coqueto que un pavo real en primavera, siempre dice que no quiere ponerle «dueña a su dinero». Cada vez que lo escucho, me da un ataque de risa que solo mi nana entiende. Me llaman a menudo para hablar de todo: negocios, chismes, memes y hasta recetas que, por supuesto, nunca cocinamos.
Hoy, la ironía ha tocado a mi puerta en forma de un taxi. Patricia, mi mano derecha y la voz de la razón en mi vida caótica, han prohibido que use mi BMW. Según ella, la elegancia al volante se traduce en propinas que se evaporan. “Si llegas en ese coche, pensarán que no necesitas el dinero y la propina se esfumará como un espejismo en el desierto”, me dijo.
Así que aquí estoy, sentada en el asiento trasero de un taxi, con la misma ropa que la mitad del mercado de pulgas de la ciudad y rumbo a Sabika, uno de los puntos más exclusivos de España. Mi misión: atender a la clientela de «dinero», como Patricia las llama, con ese tonito que mezcla respeto y picardía. Somos buenas en lo que hacemos. Tan buenas que la clientela VIP es un goteo constante de clientes.
El trayecto me da tiempo para reflexionar sobre lo surrealista que es mi vida. Yo, la heredera de una cadena de hoteles de lujo, la princesa de una fortuna familiar, estoy en un taxi que huele a perfume barato y con un vestido que me costó menos que una cena en mi restaurante. Es una ironía tan deliciosa que casi podría sentir su sabor. Es como comer caviar con pan de molde: lujoso por fuera, pero con un toque de sencillez que lo hace aún más divertido.
De repente, el taxi hace una pausa en medio del tráfico y, al asomarme por la ventana, veo que hemos llegado a nuestro destino: una mansión que parece sacada de una película de Hollywood, pero con un toque aún más exagerado. Columnas corintias que parecen sostener el cielo, jardines que parecen diseñados por un artista con demasiado tiempo libre, y fuentes que escupen agua en una coreografía perfecta. El aire huele a dinero, pero no a dinero común, sino a ese olor, a madera antigua, a papel de alta calidad y a perfumes importados que solo se pueden comprar en un lugar donde el precio ni siquiera se discute.
Desciendo del taxi con la gracia de una reina, ajusto mi vestido barato, pero que parece caro, y me acerco a un portero que, con su impecable traje, parece un general de un ejército de criados. Como si fuera lo más natural del mundo, le digo: —Hola, soy Rita. Vengo a atender a la señora. Me mandó Patricia.
El hombre me mira, asiente con la cabeza y me hace un gesto que dice: “Adelante, reina de las mendigas”. Y así, con una sonrisa de oreja a oreja, paso a ese mundo de opulencia que, aunque es mi vida cotidiana, y sé perfectamente cómo funciona. Es como un juego de disfraces, pero con más dinero y menos reglas.
Camino por el jardín principal, admirando las obras de arte que parecen tener más historia que mi propia vida. Y justo cuando estoy a punto de llegar a la puerta principal, la piel se me eriza. Ese instante en que sabes que algo va a pasar, esa sensación que solo los que llevan una doble vida conocen, como si un presentimiento de que la próxima escena será la más divertida, la más loca, la más inesperada.
Y, claro, justo en ese momento, mi sexto sentido —que en esta vida de lujo y caos se ha convertido en un superpoder— me susurra que las sorpresas siempre llegan cuando menos te lo esperas.