**RITA**
Ya en la puerta principal, que no era una simple puerta, sino una obra de arte en sí misma. Tallada en madera con flores tan delicadas que parecían recién florecidas, con toques dorados que brillaban como si el sol le hubiera firmado un contrato de exclusividad. La puerta parecía tener más personalidad que muchas personas que conocí en mi vida, y no exagero. Antes de que pudiera siquiera pensar en tocar el timbre —que, por cierto, entonaba una ópera de Wagner tan dramática que podría haber sido la banda sonora de una telenovela—, la puerta se abrió sola, como si tuviera vida propia.
Claro, no lo hizo sola. La abrió un hombre elegantemente vestido, con guantes blancos que parecían sacados de una película clásica y una cara que gritaba: “Yo conozco todos los secretos de esta casa, pero me los llevaré a la tumba, gracias a mi pensión”. El mayordomo.
Me hizo una reverencia tan sutil que casi la confundí con un tic nervioso. Era como si tuviera un músculo entrenado solo para esa gracia, con la precisión de un reloj suizo y la actitud de un actor de Broadway en su papel más dramático. Me indicó que esperara en la primera habitación a la izquierda, al final de un pasillo que parecía extenderse hasta el infinito, o al menos hasta el fin de mis fuerzas. Con mi maleta de herramientas de belleza en mano, sentí que era una mezcla entre Cenicienta y una agente secreta con un plan para infiltrarse en la alta sociedad, solo que en lugar de un zapato perdido, llevaba un kit de peinados y maquillaje.
Subí las escaleras, que crujían con una melodía suave y melodramática, como si quisieran susurrarme historias de generaciones pasadas que quizás habían sido estilistas en su tiempo. Y justo cuando estaba a punto de llegar al pasillo, apareció él: un perrito peludito, blanco como la nieve, con un moño rosa que parecía recién salido de una boutique parisina. ¡Hasta parecía que tenía su propia cuenta de i********:!
—¡Hola, belleza! —le dije, agachándome para acariciar su diminuta cabecita, que parecía una bolita de algodón con orejas.
El perrito me respondió con un lengüetazo en la mano y una mirada que decía: “Aquí todos somos fabulosos, incluyéndote, aunque tu atuendo me cause ciertas dudas”. Después de unos minutos de un amor perruno inesperado, seguí mi camino, sintiendo que había hecho una nueva amiga en esta mansión de fantasía.
El mayordomo me había dicho “primera a la izquierda”, pero mi memoria, que a veces se toma vacaciones sin avisar, me traicionó y, en lugar de seguir sus instrucciones, terminé abriendo la puerta de la derecha. Entré como si fuera la dueña del lugar, acomodé mi maleta con un estilo que rozaba la arrogancia y me asomé a la ventana para admirar este reino temporal.
Y ahí… ahí me quedé sin aliento. La vista era de otro mundo: colinas verdes que se perdían en el horizonte, un cielo tan despejado que parecía recién pintado, y una brisa que me traía un perfume a lavanda y a un éxito que no se vende en tiendas. Me quedé unos segundos en silencio, absorbiendo toda esa belleza. Cuando de repente, como si el paisaje me recordara mi propio sueño, me vino ese pensamiento que siempre intento evitar.
Pronto tendré que irme de casa. Esa madrastra no se detendrá hasta que me vea en el otro mundo. Y no lo digo en sentido figurado; la mujer tiene más veneno que un escorpión con doctorado en manipulación. Pero no debo pensar en eso ahora. Hoy, en esta mansión de ensueño, estoy a punto de embellecer a una clienta que podría ser una reina, una actriz o simplemente una mujer con más poder que la conexión wifi de mi casa.
Respiré hondo, me acomodé el cabello y me dije a mí misma, con la firmeza que solo una heredera con una doble vida puede tener. “Rita, hoy no eres solo estilista. Hoy eres testigo de algo grande para tu vida”. “Sueña siempre en grande y no dejes que nadie elija tu destino”, me repetía mentalmente, mientras mi reflejo en la ventana parecía asentir con complicidad.
Y justo en ese momento, unos pasos firmes y decididos resonaron en el pasillo. Pasos que no sonaban ni al mayordomo ni al perrito consentido. Eran pasos con prisa, con un peso que anunciaba una presencia importante, y quizás, un poco de urgencia. Como si alguien hubiera olvidado algo vital, o peor aún, alguien que venía a decidir mi destino en un abrir y cerrar de ojos.
El pomo de la puerta de la habitación de al lado giró con un leve y largo chirrido, como si protestara por tener que abrirse en ese instante. Y, acto seguido, la puerta se abrió, revelando a una persona para ser exacto a un hombre.
Me aproximé a él con la intención de saludarlo de manera cordial y afable, preparándome para ofrecerle una bienvenida amable y respetuosa. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera articular una palabra o extender mi mano en señal de saludo, fui tomada por sorpresa cuando, de manera inesperada y abrupta, me empujó con ímpetu hacia la cama. Su acción fue repentina y arrolladora, lanzándome sobre el colchón con una urgencia voraz y una pasión incontrolable que no me dio tiempo a reaccionar.
Me debatí con todas mis fuerzas, luchando desesperadamente por zafarme de su agarre, pero fue en vano. Cada intento de liberarme se veía frustrado por su dominio físico. Sus labios se posaron sobre los míos, acallando mis gritos y silenciando mi resistencia, sofocando cualquier esperanza de pedir auxilio. Con una determinación implacable, continuó despojándome de mi ropa, dejando al descubierto mi vulnerabilidad.
Me sentí atrapada, presa de una situación que escapaba a mi control. Su peso opresivo se asentó sobre mí, aplastando mi espíritu y dificultando aún más mi lucha. Su fuerza, superior a la mía, me impedía siquiera moverme con la agilidad necesaria para escapar. En mi angustioso y desesperado intento de alejarlo, sentí la impotencia de saber que mis esfuerzos eran inútiles frente a su brutalidad.
Cada movimiento, cada espasmo de resistencia, se estrellaba contra un muro de fuerza implacable. La angustia se apoderó de cada célula de mi ser, mientras sus manos seguían explorando mi cuerpo sin mi consentimiento. El horror se mezclaba con la incredulidad, negándome a aceptar la realidad de lo que estaba sucediendo. Mis lágrimas, silenciosas y amargas, recorrían mis mejillas, marcando el camino de mi dolor.
La respiración se me hacía cada vez más difícil, el aire parecía escasear en mis pulmones, aprisionados por el peso de su vileza. En mi mente, clamaba por una intervención divina, por una fuerza superior que me rescatara de ese infierno. Pero el silencio era la única respuesta, un silencio cómplice que acentuaba mi soledad y mi desamparo. La repulsión se apoderó de mí, un asco profundo que me hacía desear desaparecer, fundirme con la nada antes de seguir soportando su contacto.
Luché con cada fibra de mi ser para no perder la conciencia, para mantenerme presente en ese tormento y no ceder ante la oscuridad que amenazaba con engullirme. Sabía que rendirme significaría perder lo último que me quedaba: mi dignidad.
Todo sucedió en un instante, un torbellino de emociones y sensaciones que me dejaron completamente desorientada. Fue tan fugaz, tan inesperado, que antes de darme cuenta, mi virginidad se había desvanecido entre las sábanas. Ni siquiera tuve la oportunidad de contemplar el rostro del desconocido que me acompañaba en ese momento de intimidad. Todo era borroso, confuso, como un sueño del que intentaba despertar sin éxito. Al sentir su presencia, la idea de oponerme se desvaneció por completo. Ya no tenía sentido luchar contra la corriente, resistirme a lo inevitable.
El peso de la situación me abrumaba; la resignación se apoderó de mí. Cerré los ojos con fuerza, intentando bloquear cualquier sensación, cualquier pensamiento que pudiera perturbar ese instante. Me entregué por completo, abandonándome a la situación, dejando que todo terminara. Al abrir los ojos, la habitación seguía sumida en una penumbra que apenas permitía distinguir las formas.
El silencio era denso, casi palpable, interrumpido solo por el latido acelerado de mi corazón. Me sentía extraña, vacía, como si una parte de mí se hubiera quedado atrapada en ese torbellino de un instante. La virginidad perdida ya no era solo un concepto abstracto, sino una realidad tangible que pesaba sobre mis hombros. Me levanté lentamente de la cama, sintiendo un ligero escalofrío recorrer mi cuerpo.
Las sábanas, ahora arrugadas y desordenadas, eran testigos silenciosos de lo que había sucedido. Me vestí con rapidez, intentando escapar de ese lugar lo antes posible. No quería pensar, no quería sentir, solo quería huir. Al salir de la habitación, corrí sin mirar atrás, dejando todas las herramientas de mi trabajo. Salí de la casa cuando la luz del sol me cegó momentáneamente. Respiré hondo, sintiendo el aire fresco, llenar mis pulmones. Necesitaba tiempo para asimilar lo que había pasado, para entender cómo había llegado a esa situación. «Maldita sea mi suerte»