TODAVIA EXISTE GENTE QUE ME AMA

1640 Words
**RITA**  Llegué a casa con las piernas temblando, subiendo las escaleras como si el mismísimo diablo me persiguiera. Por suerte, nadie se cruzó en mi camino, y pude entrar sin tener que explicar nada. El silencio de la casa me envolvió, pero en mi interior aún retumbaban los ecos de lo que había ocurrido. “Joder, ¿por qué a mí?”, susurré, temblando, mientras intentaba controlar las lágrimas que amenazaban con salir. La angustia me apretaba en el pecho, y me sentía completamente desorientada. No quería que mi primera vez fuera con cualquiera, no así, no de esa manera. Me había cuidado tanto, había sido responsable, y ahora, ¿qué iba a hacer? La culpa y la confusión me invadían, y sentía que el mundo se me venía encima. No sé cuánto tiempo pasé llorando allí, acurrucada en mi cama, con los ojos ardientes y el corazón hecho trizas. De repente, mi celular empezó a vibrar en la mesita de noche. El sonido me sobresaltó, y por un momento, dudé en contestar. ¿Debería? ¿Qué le diría? Pero la curiosidad y la ansiedad me vencieron y, lentamente, alcé la mano para tomarlo. Era Patricia. La escuché en el altavoz, su voz llena de preocupación y urgencia. —Amiga, ¡te perdiste! —exclamó con tono angustiado—. La clienta me llamó, dice que no llegaste. ¿Qué pasó? ¿Rita? ¿Me escuchas? ¿Estás llorando? ¿Qué ocurre? Háblame, dime algo, por favor… Estoy muy preocupada, ¡amiga! Su voz se llenaba de angustia, y aunque quería responder, la bola de mocos que tenía en la garganta no me permitía hablar. Solo podía llorar, sollozar en silencio, sintiendo que la tristeza me envolvía por completo. —Voy para allá —dijo Patricia con decisión, y cortó la llamada. Me tiré en la cama, abrazando mis peluches como si pudieran brindarme alguna protección en ese momento de caos. Cuanto más pensaba en todo lo ocurrido, más me hundía en la desesperación. No sabía cuánto tiempo permanecí allí, perdida en mis pensamientos y en mi dolor, hasta que el cansancio me venció y, finalmente, caí en un sueño profundo y pesado. Cuando traté de abrir los ojos, un dolor punzante me atravesaba las sienes, y estaban inflamados e hinchados. Con mucho esfuerzo, logré abrir un poco los ojos y, en medio de la neblina, la vi. Patricia estaba sentada al borde de mi cama, mirándome con una mezcla de preocupación y ternura. Al verme, me abrazó con fuerza, como si quisiera transmitirme toda su fuerza y cariño en ese solo gesto. Era Patricia. Su presencia, su cercanía, me reconfortaba, aunque aún no podía decir nada. Solo sentía su abrazo y el calor de su mano en mi espalda. No sabía exactamente qué había pasado, ni cómo había llegado a ese punto, pero en ese instante, lo único que importaba era que ella estuviera allí, sintiendo mi dolor y acompañándome. Poco a poco, las lágrimas volvieron a brotar, y entre sollozos, logré contarle lo que había ocurrido. Ella me escuchó en silencio, su rostro reflejando una mezcla de shock, furia y tristeza. Se culpó a sí misma, me abrazó aún más fuerte, y en ese acto, sentí que no estaba sola. Pero no pasó mucho tiempo antes de que se levantara de repente, como si le hubieran puesto fuego en los pies, con una determinación en la mirada que me sorprendió. A los pocos minutos, regresó con un vaso de agua y unas pastillas en la mano. —¿Qué es esto? —pregunté, desconcertada. —Tómatelas, amiga. Se llaman Plan B. No quiero ni pensar que ese desgraciado te haya embarazado. Pero, “joder”, ni siquiera usó protección ese hombre —me regañó, con los ojos llenos de rabia contenida. Sin dudarlo, me tomé las pastillas, agradecida por su apoyo y por su rapidez. —Gracias. Ni siquiera había pensado en eso —susurré, sintiendo que la carga en mi pecho comenzaba a aliviarse un poco. —No te preocupes. Esto no es el fin del mundo. Eres inteligente, hermosa, fuerte. Sé que esto te hará aún más fuerte —me consoló, con una ternura que me llegó al alma y me hizo sentir un poquito más segura. Los días siguientes pasaron en un torbellino de encierro y reflexión. Me quedé en mi habitación, evitando a todos, sumida en mis pensamientos. Como estaba de vacaciones, mi padre no notó mi ausencia, y Patricia, como siempre, venía a visitarme a diario. Traía comida, me abrazaba hasta que el peso de la tristeza parecía aliviarse un poco, y me recordaba que no estaba sola en esto. A pesar de todo, en el fondo, una parte de mí había disfrutado aquel momento. No puedo negarlo. Había sido una experiencia que, aunque dolorosa, también había dejado una marca en mí. Sin embargo, eso no disminuía la gravedad de lo ocurrido. Ahora, sabía que no era una chica sin experiencia, sino alguien que había aprendido una lección de la peor manera posible. De repente, un sonido me sacó de mi ensimismamiento. Mi celular vibraba de nuevo en la mesita. Cuando vi la pantalla, un escalofrío recorrió mi cuerpo: era Milton, mi hermano mayor, de Inglaterra. Intenté aclarar mi garganta, procurando sonar lo más normal posible, aunque el miedo y la confusión aún me tenían atrapada. El teléfono vibraba en mi mano, una vibración que parecía resonar en toda mi espalda. Sentí cómo un nudo se formaba en mi garganta, y respiré hondo, tomando una pausa antes de contestar. La pantalla mostraba su nombre: Milton. Mi hermano mayor, el casado, el gruñón y el que siempre quiere saberlo todo. Pero también, sin duda alguna, mi puerto seguro, mi ancla en medio del torbellino. Aunque estuviera a miles de kilómetros de distancia, su voz siempre lograba calmarme y darme fuerzas. —Hola, grandote bello —dije con una voz que intentaba ser casual, aunque por dentro temblaba. —¡Hola, muñeca! ¿Cómo va todo? —su voz, firme y dulce a la vez, me envolvía en una especie de abrazo acústico—. ¿Estás comiendo bien? ¿Te estás portando como es debido? Una sonrisa forzada se dibujó en mis labios, y le respondí con un tono de broma, intentando aliviar la tensión que sentía en el pecho. —Sí, gruñón. Me comporto bien. Y deja de preocuparte. Nana no me quita el ojo de encima; me tiene vigilada como si fuera una agente secreta. Su risa, llena de vida y sinceridad, resonó al otro lado de la línea. Esa carcajada que siempre logra relajarme, aunque sea por unos segundos, como un bálsamo para el alma. —Así me gusta. No quiero que te me descuides, Rita. Confío en ti, pero también sé cómo te pones cuando te dejas llevar por tus emociones. Le lancé una mirada rápida a la ventana, viendo cómo la luz del atardecer teñía el cielo de tonos anaranjados y rosados. La nostalgia se coló en mí, pero intenté no dejarla salir. La conversación cambió de rumbo, buscando distraerme. —¿Y tú? ¿Qué tal por allá? ¿Y la bruja de tu mujer? —pregunté con una sonrisa traviesa—. ¿Mis sobrinos, los tornados con piernas? —Todo bien. Vilma está con mil cosas, como siempre. Y los niños no paran, parecen tener baterías infinitas. Pero no me quejo. Aunque a veces extraño nuestras charlas, ¿sabes? —Yo también, Milton. Más de lo que te imaginas. Hubo un silencio. Un silencio que pesaba en el aire, como si él supiera que algo no estaba bien, aunque no supiera exactamente qué. Sentí que su mirada, aunque a través del teléfono, se posaba en mí, intentando leer lo que no podía decir con palabras. —Muñeca… ¿Estás bien? Tu voz suena distinta. ¿Pasó algo? Mi corazón se aceleró. Tragué saliva, sintiendo cómo mi mente buscaba una excusa, una respuesta que no revelara demasiado. La verdad era que había estado luchando con una mezcla de emociones que no podía controlar, un torbellino que me amenazaba con arrasar con todo. —Estoy bien, de verdad. Solo un poco cansada. Ya sabes, cosas de la vida —dije, intentando sonar casual, aunque cada palabra era un esfuerzo consciente por mantener la compostura. —Bueno, muñeca, cuídate mucho. Dale saludos a Nana, y a papá. A él lo llamo más tarde. Y tú… si necesitas hablar, lo que sea, me llamas. ¿Sí? No importa la hora. —Lo sé. Gracias, Milton. Te quiero. —Yo también, Rita. Más de lo que crees, siempre serás nuestra princesa. La llamada terminó, y me quedé mirando la pantalla del celular, sintiendo cómo la línea se cortaba, como si de un lazo invisible se tratara. Su voz me había dado un respiro, un instante de calma en medio del caos, pero también me había recordado lo sola que me sentía. La soledad, esa compañera silenciosa, se sentó a mi lado mientras mis pensamientos se dispersaban en mil direcciones. Al colgar, sentí un peso en el pecho, una mezcla de gratitud y tristeza. La distancia con Milton era un recordatorio constante de lo lejos que estaba, de la familia que tanto amaba, de las raíces que me sostenían. Miré el reloj y supe que aún quedaba mucho por enfrentar, pero también comprendí que no podía hacerlo sola. La fuerza venía de esos pequeños momentos, de las voces que reconfortan y de la certeza de que, pase lo que pase, siempre tendría un hermano que, en la distancia, seguía siendo mi refugio. Me levanté lentamente, dejando que la brisa fresca entrara por la ventana. La noche comenzaba a caer, y con ella, la promesa de un nuevo día. Pero el recuerdo de ese hombre todavía estaba vivo en mi mente.
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