JUEGA A GANAR

1358 Words
** JULIA ELENA** Sus palabras eran látigos que desgarraban mi dignidad. Marta bajó la mirada como una perra castigada, y Carmen… Carmen sonreía. Esa maldita sonreía con un triunfo que me hizo ver rojo. —Esta es mi casa, Rita —siseé, acercándome a ella como un depredador—. Mi marido, mis reglas. Y si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta. Rita dio un paso adelante, y, por primera vez en años, no retrocedió ante mí. Sus ojos se entrecerraron con una malicia que no le conocía: —¿Tu casa? —se rió, pero no era una risa alegre —era el sonido que hace un cuchillo al cortar carne—. Querida madrastra, creo que es hora de que alguien te aclare algunas cosas. Esta casa nunca ha sido tuya. Tú solo has sido… una inquilina con beneficios. El suelo se tambaleó bajo mis pies. ¿Inquilina? ¿Esta pequeña víbora se atrevía a llamarme inquilina? —Además —continuó con una sonrisa que era pura crueldad—, desde que papá está enfermo, yo manejo sus finanzas. Yo pago a Carmen. Yo tomo las decisiones médicas. Y si sigues con estos espectáculos patéticos, yo también puedo decidir si necesitas… mudarte a un lugar más apropiado para alguien de tú… condición. La habitación giró a mi alrededor. La sangre rugía en mis oídos como una cascada de odio. Esta zorra no solo me estaba desafiando—me estaba amenazando. En mi propia casa. Delante de las sirvientas. —¿Me estás amenazando, Rita? —mi voz salió como un gruñido gutural—. ¿A mí? ¿Sabes lo que he hecho por esta familia? ¿Lo que he sacrificado? —Lo único que has hecho —Rita dio otro paso—, ahora estábamos tan cerca que podía oler su perfume mezclado con mi propio sudor de rabia—. Es aprovechar la vida de mi padre durante años y disfrutar de su dinero. Pero esos días terminaron. Ahora hay una nueva administración. El mundo explotó en rojo. Mi mano se alzó por instinto propio, lista para borrar esa sonrisa maldita de su cara, pero Carmen se interpuso entre nosotras con una agilidad que no esperaba de su edad. —Señora, el patrón necesita silencio —dijo con voz firme—. Sus gritos lo están alterando. Rita me miró con una última sonrisa venenosa: —Tienes razón, Carmen. Algunas conversaciones es mejor tenerlas en privado. Se giró y salió con porte de reina, dejándome temblando de furia entre los cristales rotos y mi dignidad hecha trizas. Esto no había terminado, ni mucho menos me iba a intimidar. Esta guerra apenas comenzaba, y yo tenía armas que Rita ni siquiera imaginaba. Y en cada enfrentamiento, una parte de mí —la más silenciosa y aterrorizada— sabía que esta batalla podría no ganarla. Que la marea ya había comenzado a cambiar y que estaba a punto de perder más de lo que jamás imaginé posible. Pero esa parte cobarde de mi alma podía irse al infierno. Yo no me rendiría sin antes arrastrar a esa maldita conmigo al abismo. —Esto no se va a quedar así —susurré con una voz que temblaba no de miedo, sino de una furia tan pura que podría incendiar el mundo—. Pero ahora… tengo que retirarme. Solo por el momento. Únicamente con el propósito de planear su destrucción, Rita. No puedo ni siquiera respirar el mismo aire que mi propio esposo sin que un ejército de ojos me sigan como buitres, como si fuera una asesina en su propia casa. La casa entera se ha metamorfoseado en una prisión de cristal, un panóptico infernal donde cada paso que doy es catalogado, cada respiración analizada, cada movimiento diseccionado bajo el microscopio de su paranoia colectiva. Antes, bastaba con una sonrisa calculada y una bandeja de plata para acceder a sus medicamentos, para ajustar la dosis con la precisión de una cirujana, para manejar su tiempo de vida como una ajedrecista maestra. Era mi arte, mi dominio perfecto —una rutina cuidadosamente orquestada para mantenerlo en ese delicado equilibrio entre la vida y… otras posibilidades. Pero ahora, Carmen, esa devotísima perra guardiana que durante años cuidó de él en las sombras, no se despega de su lecho ni para ir al baño. Sus ojos de halcón están ahí permanentemente, como un perro rabioso que protege su hueso favorito. Y Rita —esa niña mimada que todos protegen como si fuera la segunda venida de Cristo—parece materializarse en cada pasillo, en cada rincón, como un fantasma vengativo, asegurándose de que no me acerque lo suficiente para hacer lo que necesito hacer. Saben que lo palpo en el aire venenoso, en los gestos cortantes, en las miradas cómplices que intercambian como conspiradores. La casa se ha convertido en un nido de víboras que me rodean, una red de tensiones que se aprieta alrededor de mi cuello con cada hora maldita que pasa. Mi esposo está débil, sí. Su respiración es un hilo frágil, casi un lamento que se escapa con dificultad, y su pulso irregular late como un reloj roto contando sus últimos minutos. Pero aún no lo suficiente. No estaba lo suficientemente cerca del final para que su muerte me beneficie como merece, para que mis noches de sacrificio tengan el premio que tanto he ganado con sexo. No, ahora que ella está aquí, vigilando como una arpía. Porque si él se va en este momento —con Rita controlando todo como una emperatriz usurpadora—, la fortuna que tanto luché por asegurar, que conquisté gota a gota, no será mía. Caerá como lluvia dorada en las manos de esa mocosa caprichosa y protegida, que todos miman como si fuera una diosa viviente. Esa Rita que no entiende el verdadero peso de lo que quiere arrebatarme, y que sin darse cuenta se ha convertido en mi enemiga más letal. Rita. La niña, cuyo rostro solía ser pura inocencia angelical, ahora es el símbolo viviente de todo lo que he perdido, de todo lo que me han robado. Intenté casarla, sí —quería que se fuera lejos, que desapareciera de mi existencia como una pesadilla que finalmente termina al amanecer. Pero fallé miserablemente. Huyó como una rata asustada, sostenida por un destino caprichoso o quizás por su propia cobardía, y ahora, cada vez que veo su cara de santa fingida, esa presencia suya me recuerda que no tengo el control que creía tener. Ella es un recordatorio palpable y sangrante de mi impotencia, de la derrota que he tragado en silencio durante demasiado tiempo. Me acerqué al espejo del pasillo, buscando en mi reflejo una señal de la guerrera que una vez fui, pero solo encontré a una mujer marcada por batallas que parecían perdidas, por heridas que se niegan a sanar. Pero entonces, algo cambió en mis ojos. La rabia —esa rabia que había estado hirviendo a fuego lento durante años—comenzó a transformarse en algo más puro, más letal. Los años de dedicación, los sacrificios llevados a cabo, las humillaciones sufridas, no se disiparán en la nada, debido a la voluntad caprichosa de una entidad que se cree poseedora del destino. Si Rita quiere jugar a ser la nueva reina de este castillo, va a descubrir que yo conozco secretos que pueden hacer temblar los cimientos mismos de su pequeño reino. Me dirigí hacia mi habitación con pasos decididos, cada pisada resonando como un tambor de guerra. En el cajón más profundo de mi tocador, escondido detrás de frascos de perfume y joyas olvidadas, estaba mi as bajo la manga. Rita creía que puede vencerme, no a mí, una mujer que se la juega todo —yo puedo hacerle cosas terribles— que incluso ella desconoce. Cosas que podrían destruirla en un segundo no solo su imagen perfecta, sino también su derecho legal a todo lo que considera suyo. Sonreí por primera vez en días, pero no era una sonrisa de felicidad. Era la sonrisa de un depredador que finalmente había encontrado el punto débil de su presa.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD