ESCAPANDO

1198 Words
**RITA**  Y yo la dejaba fluir completamente, porque había aprendido una lección valiosa en el mundo de los negocios: cuando Patricia se inspira de verdad, cuando esa chispa creativa se enciende en sus ojos, el resultado siempre es absolutamente mágico. Es como si tocara las cosas y las transformara en oro, pero un oro con alma, con personalidad, con esa calidez que convierte un hotel en un hogar temporal para los viajeros. Me levanté de la silla con una energía renovada, me arreglé el maquillaje con la rapidez de una actriz entre escenas —un toque de gloss, un repaso al rímel, una sonrisa al espejo para asegurarme de que Rita-la-persona estaba lista para emerger— y salí de la oficina con una sensación extraña pero deliciosa corriendo por mis venas: ligereza pura. ¿Cuándo fue la última vez en que sentí esto? Bajé al garaje y, en lugar de tomar la BMW corporativa negra que gritaba «ejecutiva seria», me dirigí hacia mi pequeño capricho personal: un MINI Cooper convertible rojo que había comprado en un momento de rebeldía y que usaba tan poco que a veces olvidaba que lo tenía. Hoy lo necesitaba. Ahora que recuerdo, Sergio me regaló un auto y Manuel aún no me lo entrega. Necesitaba sentir el viento en el cabello, la música a todo volumen, la sensación de libertad que solo da un auto que no tiene que impresionar a nadie más que a mí. Mientras manejaba hacia el centro comercial, con los vidrios abajo y una lista de reproducción de canciones que me llevaban de regreso a mis años universitarios, me permití una reflexión que rara vez me concedía: hoy no soy la hija del dueño que debe demostrar constantemente que merece su lugar. No soy la heredera que carga con el peso de las expectativas familiares y sociales. No soy la estratega que calcula cada movimiento tres jugadas por delante. Hoy, por unas horas, vuelvo a ser Rita: la de antes de balances y decisiones trascendentales. La Rita, que ríe a carcajadas, compra por capricho, camina sin rumbo y habla sin doble intención. Y eso, por ahora, es no solo suficiente —es exactamente lo que mi alma necesitaba. Estacioné el auto y caminé hacia la entrada del centro comercial, sintiendo cómo cada paso me alejaba de la oficina y me acercaba a una versión de mí misma que había extrañado sin darme cuenta. Marcela ya me estaba esperando, con esa sonrisa cómplice que prometía una tarde de travesuras inocentes y complicidad femenina. Por primera vez en meses, no tenía prisa por regresar. Verme con Marcela fue como emerger de las profundidades del océano y tomar la primera bocanada de aire dulce después de estar sumergida demasiado tiempo en apnea. Nos encontramos en el centro comercial como dos conspiradores reuniéndose para planear la travesura perfecta, y desde el primer abrazo —uno de esos abrazos que duran exactamente el tiempo necesario para recargar el alma— supe con certeza absoluta que me hacía falta esto más de lo que había estado dispuesta a admitir. Reímos hasta que nos dolían las mejillas, caminamos como turistas en nuestra propia ciudad, probamos perfumes caros que nos transportaban a París con solo una gota en la muñeca, criticamos vitrinas con el sarcasmo afilado de dos expertas en moda, y compramos sin la culpa católica que usualmente acompaña mis compras no planificadas. La mejor terapia que existe en este mundo materialista: bolsas de diseñador en la mano y el corazón un poco más liviano, liberado del peso de las decisiones ejecutivas que me persiguen incluso en sueños. Pero mientras recorríamos los pasillos climatizados, entre el murmullo constante de compradores y el eco de nuestras risas, algo empezó a incomodarme de manera sutil pero persistente. No era nada físico que pudiera identificar o nombrar. Era esa sensación primitiva que se instala en la nuca como una araña invisible, como si alguien te observara desde las sombras con intenciones que no puedes descifrar. Como si los pasos detrás de ti no fueran producto de la casualidad, sino parte de una coreografía siniestra. Mis instintos —esos que había desarrollado navegando en un mundo de tiburones corporativos— me gritaban que algo no cuadraba en el panorama aparentemente normal del centro comercial. No dije nada a Marcela. No quería contaminar su alegría con mis paranoias, no quería arruinar el momento mágico que tanto necesitaba. Pero cada vez que giraba la cabeza disimuladamente, como quien busca una tienda específica, sentía que algo fundamental no estaba bien en mi pequeño universo temporal de felicidad. ¿Paranoia? ¿O instinto de supervivencia? Al llegar al estacionamiento subterráneo —ese lugar donde los ecos se multiplican y las sombras parecen más densas—, nos despedimos con un abrazo largo que llevaba implícita la promesa de repetir esta terapia de amistad pronto. Cada una se dirigió a su auto con la satisfacción de una tarde bien invertida. Yo acomodé meticulosamente las bolsas de compras en el asiento trasero de mi MINI Cooper, cerré la puerta con más fuerza de la necesaria y puse el motor en marcha, escuchando cómo el ronroneo familiar del motor rompía el silencio ominoso del estacionamiento. Pero mi cuerpo no se relajó como debería haberlo hecho. Mis músculos permanecían tensos, como los de un felino que presiente peligro. Miraba constantemente por el retrovisor con una obsesión que bordeaba lo neurótico. Las luces de los otros vehículos, los autos estacionados que podrían ocultar amenazas, los rostros ocasionales de personas que caminaban hacia sus coches. Todo parecía normal en la superficie… pero mis entrañas no lo sentían así. El miedo tiene su propia lógica, y esa lógica me estaba gritando que huyera. Y entonces, justo al salir del estacionamiento hacia la rampa que me devolvería a la superficie y a la seguridad de las calles iluminadas, lo sentí con una claridad brutal que me atravesó como un rayo. Un golpe seco, calculado y deliberado en la parte trasera del auto. El impacto resonó a través de la fibra de carbono y el acero como un disparo. Mi cuerpo se tensó instantáneamente, cada nervio encendiéndose como una alarma de emergencia. El corazón se me subió a la garganta, latiendo con una violencia que me ensordecía. Las manos se me aferraron al volante como si fuera un salvavidas en medio de una tormenta. —¿Qué demonios? Miré frenéticamente por el espejo retrovisor. Un coche oscuro —n***o como la tinta, amenazante como una pesadilla— permanecía inquietantemente cerca. Sin placas visibles que pudiera distinguir en la penumbra del estacionamiento. Sin señales de identidad. Sin rostros reconocibles tras los vidrios polarizados. No me detuve. Cada fibra de mi ser me gritaba que no lo hiciera. No iba a caer en esa trampa tan obvia. No en ese lugar aislado donde los gritos se pierden entre el concreto. No con esa sensación de muerte, rondándome como un buitre hambriento. “Acelera, Rita. Acelera ahora.” Pise el acelerador con una determinación que nació del miedo puro. El MINI Cooper respondió como un caballo espoleado, saltando hacia delante con una urgencia que coincidía perfectamente con la adrenalina que corría por mis venas como ácido.
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