INFIDELIDAD Y MENTIRAS

1136 Words
** JULIA ELENA** Le devolví la mirada con una intensidad que podría cortar cristal, esos ojos míos que habían aprendido a reflejar únicamente lo que convenía mostrar. Las luces de la ciudad parpadeaban allá afuera, como pequeñas velas en un funeral, recordándome las alturas inalcanzables donde los poderosos jugamos nuestros juegos más peligrosos. En ese instante, con la certeza de una reina que despliega su último elemento en el tablero, entendí que no había retroceso. Que esta era la jugada definitiva, la que definiría no solo nuestra estrategia, sino también el destino que aún nos queda por confrontar. “Julia Elena no conoce medias tintas. Nunca las ha conocido”. Estaba dispuesta a cruzar límites que antes únicamente había imaginado en mis noches de insomnio, cuando la rabia me corroía las entrañas como ácido. Me hundiría en un juego de sombras donde quién manipula a quién, solo lo sabemos los que manejamos la baraja con manos expertas, manchadas de sangre invisible. Esteban sirvió dos copas con esa precisión meticulosa que tanto admiraba en él, y el vino —oscuro como la sangre que correría si fuera necesario— brilló bajo la luz tenue de la habitación como rubíes líquidos. La atmósfera estaba tan cargada de tensión que podría cortarse con cuchillo. Cada silencio era una amenaza no pronunciada, cada respiración, una declaración de guerra. Pero no vine a brindar como una dama refinada en una cena social. Vine con una intención mucho más ardiente, más primitiva: encender una pira que arrasara con toda evidencia de la existencia de esa mujer. Me despojé de mis ropas frente a Esteban, el hombre que se hacía pasar por mi primo. O, mejor dicho, esa era la farsa que ambos habíamos tejido para engañar al anciano decrépito que se hallaba completamente embelesado conmigo. La verdad era que mi interés en él se limitaba única y exclusivamente a su vasta fortuna, la cual representaba mi boleto a una vida de lujos y comodidades. Yo, por mi parte, era una mujer en la flor de la juventud, poseedora de una sensualidad que cautivaba a cualquiera que se cruzara en mi camino. Mi cuerpo era mi arma, y la usaba sin remordimiento para obtener aquello que deseaba, sin importar a quién tuviera que manipular o engañar en el proceso. La inocencia era una máscara que vestía a la perfección, mientras que por dentro maquinaba planes para asegurar mi futuro a costa de aquel viejo iluso. Esteban, mi cómplice en esta farsa, jugaba su papel a la perfección, seduciendo al anciano con halagos y atenciones, mientras yo tejía una red de encantos a su alrededor, lista para dar el zarpazo final. Cada caricia, cada mirada lasciva, cada susurro dulce era una pieza más en el rompecabezas de mi ambición. Esteban y yo éramos como dos lobos acechando a una presa fácil, disfrutando del juego de la seducción, sabiendo que al final la recompensa sería jugosa. El anciano, con su mente nublada por la edad y la lujuria, no sospechaba ni por un segundo las verdaderas intenciones que se escondían tras mi sonrisa angelical. Creía fervientemente en mi amor, en mi devoción, en la ilusión que yo me encargaba de alimentar día tras día. —Quiero que me toques, que me hagas sentir ser una mujer. —A sus órdenes, mi reina. Con una suavidad exquisita, sus dedos comenzaron a explorarme por dentro. Al principio, sentí la caricia delicada de tres dedos que se movían con una rítmica precisión, despertando una oleada de sensaciones desconocidas. Poco a poco, la presión aumentó, insinuando una promesa de mayor plenitud. Entonces, con una determinación audaz, su erección completa se deslizó dentro de mí, llenando el vacío con una presencia poderosa y embriagadora. Recuerdo con nitidez aquellos momentos difíciles en los que el anciano parecía perder vitalidad rápidamente. Era como si su energía se desvaneciera a una velocidad alarmante, dejándolo exhausto en poco tiempo. Para intentar prolongar esos instantes, me veía en la obligación de estimularlo durante largos y tediosos minutos, invirtiendo un gran esfuerzo en reanimarlo. Sin embargo, incluso con toda mi dedicación, rara vez lograba que su vigor perdurara más allá de un breve minuto, siempre y cuando tuviera la fortuna de que respondiera al estímulo. Esteban, por el contrario, es completamente diferente; posee una resistencia y una vitalidad notables, como un toro bravo. Su capacidad de aguante es asombrosa, y en ocasiones, llega a resistir hasta una hora completa, demostrando una fortaleza física muy superior a la del anciano. —Complacida, mi reina. —Eres un toro, me encanta. Si tú no estuvieras para complacerme, tiempos hubiera dejado a ese viejo. —Tienes que hacer que ese viejo te deje toso. —En eso tienes razón. Pero el tiempo apremiaba. La salud del anciano era cada vez más frágil, y la herencia, ese elixir que tanto anhelaba, podía esfumarse en cualquier momento. Era hora de acelerar el plan, de dar el golpe final antes de que la muerte se llevara mi premio. Esteban y yo habíamos diseñado un plan impecable, un entramado de mentiras y manipulación que dejaría al viejo despojado de su fortuna y a nosotros libres para disfrutar de la buena vida. La noche elegida llegó con una luna llena que iluminaba nuestros rostros con una luz cómplice. El anciano, debilitado y vulnerable, yacía en su lecho, ajeno al destino que le aguardaba. Esteban y yo entramos en el baño, con la frialdad de dos depredadores a punto de abalanzarse sobre su víctima. La farsa llegaba a su fin. La verdad, cruda y despiadada, estaba a punto de revelarse. Y yo, la inocente muchacha, me convertiría en la dueña de mi propio destino, una reina sin corona, pero con un tesoro entre mis manos. Salimos del baño entre besos y caricias. Me senté frente a él con la gracia felina de quien ha aprendido que cada movimiento es un arma, cruzando las piernas con una elegancia calculada que ocultaba la víbora venenosa que se retorcía en mi interior. Mi sonrisa era una máscara perfecta, un engaño magistral que desmentía la tormenta de furia y determinación que ardía en mi pecho como un infierno personal. Rita. Su nombre me quema la lengua cada vez que lo pienso. Se había convertido en una sombra que se aferra insistentemente a los rincones de mi casa, una peste invisible que infecta cada espacio sagrado con su presencia nauseabunda. Su sola existencia es una provocación constante, una bofetada silenciosa que me consume lentamente, día tras día, minuto tras minuto. La siento como un cáncer en el alma, una herida abierta que no solo no sana, sino que se pudre y se extiende. Y cada día que pasa, esa herida parece no solo agravarse, sino convertirse en una gangrena que amenaza con destruir todo lo que he construido.
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