PODER Y CONTROL

1132 Words
**RITA** Pero yo no estaba allí para disculparme, para suplicar, para fingir indiferencia. —¿Dónde están, Julia?—pregunté, con la voz temblorosa, pero firme, conteniendo la rabia—. ¿Dónde están las pastillas de mi padre? Ella se rio, una risa hueca y llena de veneno que me hizo querer vomitar.—No sé de qué hablas. Tu padre es un adulto. Yo no soy su niñera— respondió, con esa seguridad falsa, con esa murmuración que solo buscaba hacerme dudar. —No mientes —acudí con una voz más dura—. Sé que las escondiste. Sé que las tiraste. Mi padre está muriendo, y tú estás aquí, tan tranquila, como si nada pasara. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que no me di cuenta de tu juego? ¿No ves lo que estás haciendo? Su rostro se endureció, sus ojos brillaban con una ira contenida. Se levantó lentamente, con los músculos tensos, y su rostro se volvió una máscara de rabia. —No tengo nada que ver con esto, Rita —dijo con voz fría—. Tu padre está enfermo. Déjalo en paz. Es un viejo que tiene un pie en la tumba. Me acerqué a ella, cada paso, con la determinación de una tormenta que no podía detenerse. Mirándola fijamente, con el corazón encendido por la pena y la furia, le lancé la acusación que me quemaba por dentro. —No te creo. Las dos sabemos la verdad. Te has estado deshaciendo de sus medicinas, una a una, para que se marche de este mundo, para que se apague, para que se vaya más rápido. Porque te estorba, ¿no? Porque necesitas su dinero. ¡Confiesa! Julia dio un paso atrás, su rostro se tornó todavía más tenso, sus ojos se dilataron en una mezcla de ira y miedo. Se levantó, y su voz subió de volumen, con un toque de desesperación y rabia contenida. —¡Lárgate de aquí!—gritó—. ¡Estás loca! ¡No tienes ninguna prueba! ¡Te vas a arrepentir de haberme acusado! Pero yo ya no sentía miedo. La furia se había apoderado de mí, y en ese momento, lo único que podía pensar era en mi padre, en esa lucha silenciosa que llevaba con cada respiración, en su dignidad y en su sufrimiento. —Ya no más, Julia—dije, con la voz más firme que nunca—. ¿Te quitas la máscara ahora? ¿O quieres que todos sepan lo que le estás haciendo a mi padre? Un silencio tenso llenó la habitación. Julia me miró con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y la furia, su rostro transfigurándose en algo que no reconocía. Pero yo solo podía ver la crueldad que se escondía tras esa fachada de indiferencia. Mi corazón latía con fuerza, y en ese momento, supe que no importaba cuánto intentara disimularlo —la verdad había salido a la superficie, y ya nada sería igual. Por encima de la rabia, del dolor, y del miedo, solo quedaba la certeza de que debía luchar por mi padre, contra esa mujer. Regrese a la habitación de mi padre, el médico le puso respiración artificial. Me quedé junto a la cama de papá, observando cómo su pecho subía y bajaba con lentitud. La rabia aún me recorría, pero ahora se mezclaba con una claridad nueva. Ya no era solo indignación. Era un propósito. Julia había cruzado una línea. Y yo no pensaba permitir que lo hiciera de nuevo. Me levanté, salí del dormitorio, no soportaba mi ira interna y recorrí el pasillo con pasos firmes. Cada cuadro en la pared, cada alfombra, cada rincón de esa casa que alguna vez fue mi refugio, ahora parecía parte de un escenario que debía recuperar. La encontré en el comedor, hablando por teléfono, como si nada hubiera pasado. —Cuelga —le dije, sin levantar la voz, pero con una firmeza que la obligó a obedecer. Me miró con desprecio, pero también con algo que no había visto antes: miedo. —A partir de hoy, no tendrás acceso a nada relacionado con papá. Ni sus medicamentos, ni sus cuentas, ni sus decisiones médicas. Ya hablé con el abogado. Ya hablé con el médico. Ya hablé con la farmacia. Julia se quedó en silencio. Su rostro palideció. —No puedes hacer eso —susurró. —Ya lo hice. Me giré y me fui, sin esperar respuesta. No necesitaba verla caer. Solo necesitaba que se apartara. Volví al cuarto de papá. Me senté a su lado. Le tomé la mano. —Todo está en orden —le dije—. Descansa. Yo me encargo de ahora en adelante. Y por primera vez, sentí que lo decía con verdad. **MANUEL** Dos semanas sin Rita. Sin su voz que solía llenar los pasillos con su energía contagiosa. Sin sus mensajes que llegaban en medio de la rutina, como pequeñas notas de sol, y sin su risa que se colaba entre las paredes de la oficina, como una melodía que solo yo parecía escuchar con mayor intensidad. Cada día era un eco de lo que fue y de lo que ya no sería. Su apartamento, seguía sin movimiento. Fui a visitarla una y otra vez, esperando quizás encontrar alguna señal, alguna prueba de que todavía permanecía allí, entre la distancia. Pero todo estaba en silencio. Toqué la puerta, con la esperanza de que respondiera, que saliera a decirme que todo era una broma, que lo nuestro no podía terminar así. Pero solo el silencio me recibió, inmenso e implacable. En esos momentos, sentí que el mundo dentro de mí también se detenía. La ausencia de Rita se había convertido en una sombra que se proyectaba sobre cada rincón de mi vida. Salí del apartamento con las manos vacías y el corazón lleno de preguntas que no encontraban respuestas. Subí a mi oficina, donde la soledad era casi palpable. Sentado ante el escritorio, ahora inmenso y frío, noté que, aunque todo estaba en su lugar, nada tenía sentido. Entre montañas de papeles apilados y el incesante zumbido del teléfono, la semana se me venía encima con una intensidad que parecía insuperable. Requerimientos de los socios, exigencias de los clientes, y un lote de autos que debía revisar minuciosamente—cada detalle, cada línea, parecía ser un enemigo que amenazaba con escapar de mis manos. Mi negocio, esa obra que había construido con sudor, sangre y noches sin dormir, allí se encontraba: una bestia insaciable que devoraba cada hora de mi día, sin dar tregua ni clemencia. Sin embargo, esa obsesión por el detalle se había convertido también en mi última línea de defensa; no iba a permitir que un solo auto defectuoso manchara la reputación que tanto me había costado construir.
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