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Finalmente, salí de mi Penthouse.
Al bajar al lobby, el portero me saludó con una sonrisa cómplice. No es que sepa nada —dudo que tenga la menor idea—, pero algo en su forma de mirarme me dio la sensación de que sabía más de lo que aparentaba. Me puse los lentes oscuros, esos grandes y redondos que ocultan medio rostro. La máscara me la pondría después, casi llegando a la suite. No quería parecer una loca encapuchada caminando por la ciudad.
El abrigo de piel que llevaba me cubría por completo, no dejaba ver el vestido que escondía debajo. Ese vestido no era para las calles, era para él. En la entrada, como predicho, el chofer esperaba. Waoo. Eficiente. Ni siquiera tuve que esperar un segundo.
Asentí, sin una sola palabra. Me abrió la puerta del auto n***o con vidrios polarizados. Me deslicé dentro con la elegancia que el personaje requería. A veces me costaba recordar que seguía siendo Aria y no la conejita del club, pero en este instante, yo era ella. Entera.
Durante el trayecto, el silencio fue total. Solo el sonido sordo de la ciudad filtrándose a través del vidrio. Miré el reloj de mi celular. Treinta minutos exactos.
El auto se detuvo y, con movimientos ensayados, el chofer bajó y rodeó el coche para abrirme la puerta. Yo salí con paso firme. La acera estaba tranquila, pero el edificio... ese edificio tenía algo que me puso los nervios de punta. No por inseguridad, sino por anticipación.
—Por aquí, señorita —dijo el chofer con voz neutra.
Asentí otra vez. Lo seguí con el corazón latiéndome tan fuerte que me costaba mantener la respiración normal. Sentía que cualquier persona que me mirara podría ver lo rápido que latía debajo del abrigo.
El ascensor estaba vacío. El espejo en las paredes devolvía mi imagen multiplicada, elegante, seria, deseada. Lo sabía. Sabía que tenía ese poder. Pero dentro... dentro tenía miedo.
¿Miedo de qué? No era la primera vez que estaba en un sitio así. Pero esta noche era distinta.
Esta noche no venía a bailar. No venía a jugar en el tubo o a coquetear desde la distancia. Esta noche no había escenario. Solo él. Y yo.
Porque esta vez había dicho que sí.
Las puertas del ascensor se abrieron con ese pequeño sonido metálico que me sacó del pensamiento. El chofer caminó delante de mí, y yo lo seguí hasta una puerta doble al final del pasillo.
Antes de que tocara, abrí mi bolso y saqué el antifaz. Con movimientos rápidos, tratando de no dejar que me viera el rostro, me lo puse. El elástico pasó por detrás de mis orejas mientras mis manos temblaban levemente.
¿Cómo podía seguir siendo la imagen del club con un antifaz siempre en el rostro? Fácil. Esa era mi magia. Ese era el misterio que volvía locos a los hombres que venían a verme cada noche. Querían saber quién era. Querían descubrirme. Querían verme… sin nada.
Pero nadie lo lograba.
Yo era deseo. Carisma. Movimiento.
Era una puta bailarina del deseo. En el tubo, en la cama, en la mente.
Y sí. Me pagaban por eso. Me pagaban solo por mirarme. Por tocarme. Por suplicarme.
Y ahora... ahora estoy aquí porque quiero. Porque él pidió por mí.
La puerta se abrió y fue ahí donde lo vi.
Él.
Sí... era él.
Vestía un traje oscuro, camisa blanca abierta al cuello, sin corbata. Su barba bien cuidada, sus ojos brillando con la intensidad que conocía por las noches, cuando me miraba desde la oscuridad del club.
Me hizo pasar. El chofer se despidió sin palabras. La puerta se cerró detrás de mí.
—Bienvenida —dijo, con esa voz grave que siempre me hacía temblar.
Me acerqué y nos saludamos con un beso en la mejilla. Sus labios no tocaron mi piel, pero los sentí. Calientes, eléctricos. Me guió hasta el balcón. Dijo que ahí estaríamos más cómodos.
El balcón era enorme, privado, con vista las luces de la ciudad.
Cuando salimos, el aire fresco me acarició las piernas. El vestido debajo del abrigo era corto, y el frío se me metió por los poros. Pero no me importó.
Él se adelantó y me ofreció una copa de vino tinto. La tomé sin decir nada. Solo lo miré desde detrás del antifaz.
—¿Tienes frío? —preguntó, acercándose.
—Solo un poco —respondí.
Sus ojos bajaron lentamente, recorriendo mi figura envuelta en piel sintética.
—Puedo calentarte —murmuró.
Me reí suavemente. No me moví.
—¿Con vino o con tus manos?
Él sonrió. Ese tipo de sonrisa que empieza en los labios, pero termina en los ojos.
—Con ambas.
Él se acercó más, su cuerpo tan cerca del mío que sentí el calor irradiar desde su pecho. Su mano fue hacia mi cuello, hacia el broche del abrigo.
—¿Puedo?
Asentí.
Con dedos pacientes, desabrochó el abrigo. Una hebilla, dos, tres...
Mi cuerpo se fue revelando lentamente ante él. El vestido, la tela que apenas cubría mis pezones, el corte profundo en las piernas, la espalda completamente descubierta.
Él contuvo el aliento.
—Dios...
No dije nada. Solo sonreí detrás del antifaz. Me gustaba verlo así. En silencio. Impresionado. Deseando.
Tomó mi mano y me hizo girar lentamente. Me giré para él, dándole una vuelta entera. El abrigo cayó al suelo sin que lo detuviera.
Su mirada me quemaba la piel.
—Eres un maldito peligro.
Me acerqué, casi tocándolo.
—¿Y eso te gusta o te asusta?
—Me vuelve loco —dijo, bajando su copa sin despegar sus ojos de los míos—. Quiero que esta noche seas mía. Sin reglas. Sin escenario. Solo tú.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No por miedo. Por ganas.
—¿Estás seguro? —le susurré, acercando mis labios a su oído.
Él se estremeció. Lo sentí. Me tomó de la cintura.
—No quiero vuelta atrás.
Y entonces, su boca fue a la mía. Sin prisa, pero sin dudas. Como si ya lo hubiéramos hecho mil veces en su mente. Su lengua exploró la mía con hambre, con ritmo. Me pegó contra su pecho y su mano bajó por mi espalda desnuda.