Lo hice. Despacio. Mostrando cada ángulo de mí. Sabía lo que estaba haciendo. Yo era el espectáculo. Cuando volví a mirarlo, sus ojos ya no eran de empresario millonario. Eran de hombre. Hambriento. A punto de perder el control. —Estás jugando con fuego —gruñó, en voz baja. —Y tú me diste la cerilla. No esperé. Caminé hasta la isla de mármol y me subí, sentándome al borde, con las piernas abiertas, dejando que el corsé se ajustara aún más a mi cintura. Él se quedó en el lugar, como si intentara decidir si debía tomarme o destruirme. —¿Sabes qué es lo más jodidamente sexy de ti, Aria? —Su voz era un arma afilada—. Que sabes que tienes poder… pero aún no entiendes cuánto. —¿Y tú sí? Asintió. Se acercó. Sus dedos rozaron mi barbilla, y por un segundo, fue tierno. Un segundo. —Lo sufi

