Ecos de la luna
El autobús chirrió al detenerse frente a una vieja estación en el corazón de Silver Hollow, un pueblo rodeado de colinas y un bosque que parecía engullir todo a su alrededor. Amelia Wells bajó con un suspiro, cargando su mochila desgastada, una chamarra negra y unos jeans rotos.
Una sensación de alivio mezclada con temor la acompañaba en su caminar. Allí, entre esos árboles densos y cielos grises, esperaba encontrar la paz que su vida en la ciudad le había negado.
El aire olía a tierra húmeda y hojas en descomposición, y el murmullo del viento entre los árboles le dio una bienvenida inquietante. No conocía a nadie en el pueblo, pero el anonimato era precisamente lo que buscaba. Escapar era la palabra adecuada, aunque no quería reconocerlo.
Caminó por la carretera principal, un estrecho camino de piedra flanqueado por casas pequeñas y comercios anticuados. Había alquilado una cabaña en las afueras del pueblo, lo suficientemente lejos como para disfrutar de la soledad, pero no tanto como para sentirse aislada. Cuando el sol comenzó a hundirse tras las montañas, el bosque parecía transformarse, alargando sus sombras como si tratara de envolverlo todo en un abrazo oscuro.
Al llegar a la cabaña, dejó caer la mochila en el suelo y observó el interior. Era modesta, con muebles rústicos y un olor tenue a madera vieja, pero tenía lo esencial: una cama, una cocina pequeña y una chimenea que, según la dueña, funcionaba perfectamente. Mientras colocaba sus cosas, el silencio se hizo casi ensordecedor, roto solo por el crujir ocasional de las ramas afuera.
Después de cenar algo ligero, decidió salir a caminar. El bosque la llamaba, como si prometiera respuestas a preguntas que aún no había formulado. Llevaba una linterna, aunque apenas la encendía, confiando en la tenue luz de la luna.
Algo cambió en el aire.
Amelia se detuvo, con el corazón acelerado. Un crujido resonó a su derecha. Giró rápidamente, apuntando con la linterna, pero no vio nada más que árboles inmóviles. Apretó los labios, intentando convencerse de que era solo un animal pequeño. Sin embargo, los sonidos no cesaron; había algo más grande entre las sombras.
—¿Hola? —llamó, su voz temblorosa.
El silencio fue su única respuesta, pero una sensación de peligro se instaló en su pecho. Dio un paso hacia atrás, y entonces lo vio.
Unos ojos brillantes, ámbar, como brasas encendidas, la observaban desde la espesura. No eran de ningún animal común; había algo humano en ellos, algo que la hizo congelarse en el lugar. Los ojos se movieron, acercándose con una agilidad inquietante.
Amelia no lo pensó dos veces. Giró sobre sus talones y corrió.
El bosque parecía infinito, sus ramas arañándole los brazos y el rostro mientras luchaba por encontrar el camino de regreso. Podía escuchar pasos detrás de ella, rápidos y pesados. Estaba siendo seguida.
Justo cuando pensaba que no podía correr más, tropezó con una raíz y cayó al suelo, raspándose las palmas. Se giró rápidamente, esperando ver al dueño de esos ojos abalanzarse sobre ella, pero en lugar de eso, un gruñido ensordecedor cortó el aire.
Delante de ella, emergió una figura. Era un hombre alto, con cabello oscuro que caía desordenado sobre su frente, y una mirada intensa que parecía perforarla. Estaba descalzo y su camisa estaba rota, como si hubiera estado en una pelea reciente.
—¿Estás bien? —preguntó con voz grave, pero no esperó su respuesta. Se giró hacia el bosque, donde el gruñido volvió a resonar, más cercano esta vez.
Amelia no tuvo tiempo de procesar lo que estaba sucediendo. El hombre se lanzó hacia adelante con una rapidez sobrenatural, y un instante después, una criatura enorme salió de entre los árboles.
Era un lobo, pero no uno común. Era gigantesco, con un pelaje n***o como la noche y colmillos que brillaban bajo la luz de la luna. El hombre no dudó, enfrentándolo con una ferocidad que la dejó sin aliento.
Amelia observó, paralizada, cómo la lucha se desarrollaba ante sus ojos. El hombre esquivaba los ataques del lobo con movimientos casi imposibles, como si ambos fueran parte de una danza mortal. Pero había algo extraño en él. Sus movimientos eran demasiado fluidos, demasiado animalescos.
Finalmente, el lobo retrocedió, emitiendo un gruñido de frustración antes de desaparecer entre los árboles. El hombre se quedó allí, respirando con dificultad, antes de girarse hacia Amelia.
—No deberías estar aquí —dijo, sus ojos brillando con un tono dorado que no era humano.
Amelia no pudo responder. Su cuerpo temblaba, y las palabras parecían haberse quedado atrapadas en su garganta.
—¿Estás bien? —insistió, acercándose lentamente.
—¿Qué... qué era eso? —logró preguntar, su voz apenas un susurro.
El hombre la miró por un largo momento antes de responder.
—Alguien que no debió cruzarse en tu camino.
Él extendió una mano para ayudarla a levantarse, y ella la tomó con cautela. Sus dedos eran cálidos y fuertes, y aunque había algo en él que debería haberla asustado, se sintió extrañamente segura a su lado.
—Soy Kael —dijo finalmente.
—Amelia.
—Amelia, tienes que prometerme algo.
Ella frunció el ceño, sin comprender.
—No vuelvas a este bosque sola, especialmente de noche. Hay cosas aquí que no entiendes, y es mejor que no lo intentes.
Ella asintió, aunque las preguntas se arremolinaban en su mente.
—Te llevaré de vuelta a tu cabaña —dijo Kael, señalando el camino.
Mientras caminaban en silencio, Amelia no podía evitar observarlo de reojo. Había algo en su presencia que era tan intrigante como inquietante, algo que no podía explicar pero que sentía en lo más profundo de su ser.
Cuando llegaron a la cabaña, Kael se detuvo en la puerta, como si algo invisible le impidiera entrar.
—Estarás a salvo aquí, pero recuerda lo que te dije.
Antes de que ella pudiera responder, él ya se había ido, desapareciendo entre las sombras del bosque. Amelia se quedó en la puerta, sintiendo que algo había cambiado en su vida para siempre.
En lo profundo del bosque, lejos de la vista de Amelia, Kael se detuvo junto a un claro. Un hombre lo esperaba allí, con una sonrisa cruel en el rostro.
—No deberías haberte metido, Kael —dijo el desconocido.
—Ella no es asunto tuyo, Ronan.
—Oh, pero lo es. Ella es el comienzo del fin para tu preciosa manada, y no hay nada que puedas hacer para evitarlo.
Kael lo fulminó con la mirada, pero no respondió. Sabía que la guerra que había tratado de evitar durante tanto tiempo estaba a punto de comenzar, y Amelia, sin saberlo, era el centro de todo.
Kael no apartó la mirada de Ronan, cuyo semblante exudaba arrogancia. La luna llena iluminaba el claro, y el aire entre ellos vibraba con una amenaza tácita.
—Ella no tiene nada que ver con nuestra disputa —dijo Kael finalmente, su voz tensa pero firme.
Ronan dejó escapar una risa corta, casi burlona. Dio un paso hacia adelante, sus botas aplastando el musgo bajo sus pies.
—No seas ingenuo, Kael. ¿De verdad crees que su llegada aquí es una coincidencia? La profecía es clara. La humana que cruza la frontera entre los dominios de nuestras manadas será la llave para decidir el destino de los Lúminis... y de los Umbra.
Kael apretó los puños, conteniendo el impulso de atacar. Cada palabra de Ronan encendía en él una mezcla de rabia y desesperación. Sabía exactamente a qué se refería la profecía, y también sabía lo peligroso que era que Ronan tuviera conocimiento de Amelia.
—Déjala en paz, Ronan. Si alguien osa tocarla...
—¿Qué harás? —lo interrumpió Ronan con una sonrisa despectiva. Sus ojos, de un gris helado, brillaron bajo la luz de la luna—. No puedes protegerla de lo inevitable, Kael. Y créeme, no soy el único que sabe de su existencia.
Kael dio un paso hacia él, su cuerpo temblando de furia contenida.
—Si te acercas a ella, no habrá lugar en este bosque donde puedas esconderte.
Ronan lo miró un momento, evaluándolo. Luego sonrió con frialdad.
—Entonces será un placer verte intentarlo.
Con un movimiento ágil, Ronan se desvaneció en las sombras del bosque, dejando a Kael solo en el claro. Respiró profundamente, cerrando los ojos mientras intentaba calmar el torbellino en su interior.
Amelia no tenía idea de lo que significaba su presencia en Silver Hollow. No sabía nada de las manadas, de las reglas que regían su mundo ni del peligro que representaba simplemente por estar allí. Kael sintió un peso abrumador sobre sus hombros. No podía permitir que ella se convirtiera en un peón en la guerra entre los Lúminis y los Umbra, pero protegerla significaba exponerse... y exponer a su propia manada.
Mientras tanto, en la cabaña de Amelia…
La noche había avanzado, pero Amelia no podía dormir. Estaba sentada junto a la chimenea, abrazándose las rodillas mientras trataba de procesar lo que había ocurrido. El encuentro en el bosque, esos ojos ámbar que parecían humanos pero no lo eran, y Kael...
Había algo en él que la perturbaba y la fascinaba al mismo tiempo. Su presencia había sido una mezcla de seguridad y peligro, como si representara un mundo completamente diferente al suyo. Un mundo que ella no terminaba de entender.
Un suave golpe en la ventana la sobresaltó. Se puso de pie, mirando hacia el cristal empañado. Afuera, el bosque parecía más oscuro que nunca, como si la noche misma estuviera conspirando para ocultar algo.
—Amelia...
El susurro la hizo girarse rápidamente. Su corazón dio un vuelco al ver una figura en la penumbra de la habitación. Pero no era Kael. Era alguien más, alguien que no conocía.
—¿Quién eres? ¿Cómo entraste aquí? —preguntó, su voz temblorosa.
El hombre dio un paso hacia adelante, dejando que la luz de la chimenea iluminara su rostro. Tenía un aire salvaje, con cabello oscuro y ojos grises que parecían perforarla.
—Mi nombre es Ronan.
Amelia retrocedió instintivamente, chocando contra una silla.
—¿Qué quieres? —murmuró.
Ronan sonrió, pero no era una sonrisa tranquilizadora. Era la sonrisa de un depredador que acaba de encontrar a su presa.
—Tú eres más importante de lo que imaginas, Amelia. Estás en el lugar correcto, en el momento correcto. Pero has estado hablando con la persona equivocada.
—¿Qué...?
Ronan dio otro paso hacia ella, su presencia llenando la habitación como una sombra amenazante.
—Kael no te ha dicho la verdad, ¿verdad? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia ella—. No te ha contado quién es, qué es... ni por qué ambos estamos tan interesados en ti.
Amelia sintió un nudo en el estómago. Algo en sus palabras despertó un miedo profundo, pero también una curiosidad que no podía ignorar.
—No sé de qué estás hablando —logró decir, aunque su voz apenas era un susurro.
Ronan se detuvo, inclinando la cabeza como si la estuviera evaluando.
—Lo sabrás pronto. Pero ten cuidado, Amelia. No todos los que parecen protegerte tienen buenas intenciones.
Antes de que pudiera reaccionar, Ronan se desvaneció en la penumbra, como si nunca hubiera estado allí. Amelia se quedó quieta, su respiración entrecortada y su mente dando vueltas.
¿Quién era realmente Kael? ¿Y por qué sentía que acababa de cruzar un umbral hacia algo que cambiaría su vida para siempre?
En el corazón del bosque, Kael llegó a su manada.
Un círculo de hombres y mujeres lo esperaba bajo la luz de la luna. Todos tenían los mismos ojos dorados que él, y la tensión era palpable en el aire.
—Ronan ya sabe de ella —dijo Kael sin preámbulos.
Un murmullo de preocupación recorrió el grupo. Lysandra, una mujer de cabello plateado, dio un paso al frente.
—¿Estás seguro? Si los Umbra la ven como una amenaza...
—No es solo una amenaza —interrumpió Kael—. Para ellos, es una oportunidad.
Lysandra apretó los labios, y el resto de la manada intercambió miradas nerviosas. Sabían lo que significaba. La profecía que había dividido a las manadas durante generaciones estaba comenzando a cumplirse, y la presencia de Amelia era la prueba de ello.
—Tenemos que mantenerla a salvo —dijo Lysandra finalmente.
Kael asintió, pero en su interior sabía que proteger a Amelia no sería suficiente. El destino de las manadas, y quizá de Silver Hollow, estaba irremediablemente ligado a ella.
Y el reloj ya había comenzado a correr.